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Evocó cómo Barbro Landwill, mirándole de frente, con la mano en la borda, para que se viese el anillo de boda, le había dicho, con toda sencillez: «Me gustaría visitar Falun.» Se imaginó a otras mujeres diciéndole: «Me encantaría conocer Estocolmo.» O: «Por las noches sueño con Venecia.» Eran mujeres desafiantes, envueltas en pieles mundanas, y la sola reacción que querían suscitar era una admiración sobrecogida que te instaba a quitarte el sombrero. Pero ella había dicho: «Me gustaría visitar Falun», y a él esta simplicidad le había impedido responder. Practicó la respuesta, enunciada con la misma sencillez: «Yo la llevaré.»

Se convenció de que si le contaba como se debía la historia de Mats Israelson, ella volvería a decir: «Me gustaría visitar Falun.» Y él contestaría: «Yo la llevaré.» Y todo quedaría decidido. Así pues, trabajó el relato hasta que tuvo una forma que a ella le agradase: simple, recia, auténtica. Se lo contaría diez minutos después de haber zarpado, en el lugar que él ya consideraba el de ellos dos, junto a la borda frente al camarote de primera clase.

Repasó la historia una última vez en el camino hacia el embarcadero. Era el primer martes del mes de junio. Había que ser preciso en materia de fechas. Para empezar, 1719. Y para acabar: el primer martes de junio del año de gracia de 1898. El cielo brillaba, el lago estaba límpido, las gaviotas en silencio y el bosque en la ladera, detrás de la ciudad, lleno de árboles tan rectos y sinceros como un hombre. Ella no apareció.

Los bulos divulgaban que la señora Lindwall no había acudido a su cita con Anders Bodén. Los bulos insinuaban que habían reñido. Los bulos replicaron que habían optado por la clandestinidad. Los bulos se preguntaban si el director de un aserradero, que había tenido la gran suerte de haberse casado con una mujer que poseía un piano importado de Alemania, consentiría de veras que los ojos se le fueran detrás de la mujer común y corriente del boticario. Los bulos alegaron que Anders Bodén siempre había sido un zopenco con serrín en el pelo, y que no hacía nada más que buscar a una mujer de su misma condición, como hacen los zopencos. Los bulos añadían que las relaciones conyugales no se habían reanudado en el hogar de los Bodén desde el nacimiento del segundo hijo. Los bulos se preguntaban de pasada si no habrían los bulos inventado la historia completa, pero concluían que la peor interpretación de los sucesos solía ser la más verosímil y, al final, la más cierta.

Los bulos cesaron o, al menos, disminuyeron, cuando se descubrió que el motivo de que la señora Lindwall no hubiera ido a visitar a su hermana era que estaba embarazada de su primer hijo. Los bulos juzgaron que esta noticia era un salvamento fortuito de la reputación puesta en peligro de la dama.

Y eso fue todo, pensó Anders Bodén. Una puerta se abre y se cierra antes de que tengas tiempo de cruzarla. Un hombre posee tanto control sobre su destino como un leño marcado con letras rojas, que es devuelto al torrente por unos hombres armados con unos palos que tienen un pincho en la punta. Quizá él sólo fuese lo que decían: un zoquete que tenía la suerte de estar casado con una mujer que en otro tiempo había tocado dúos con Sjögren. Pero comprendió que de ser así, y si su vida, en lo sucesivo, no iba a cambiar nunca, él tampoco cambiaría. Permanecería congelado, detenido en aquel momento; no: en el momento que estuvo a punto de acontecer, que pudo haber sucedido la semana anterior. No había nada en el mundo, nada que su mujer, la iglesia o la sociedad hiciesen, que pudiera entorpecer la decisión de Anders: que su corazón no volvería a conmoverse jamás.

Barbro Lindwall no estuvo segura de sus sentimientos hacia Anders Bodén hasta que se percató de que en adelante pasaría el resto de su vida con su marido. Primero llegó el pequeño Ulf y después, al año siguiente, Karin. Axel adoraba a sus hijos, al igual que Barbro. Quizá bastaba con eso. Su hermana se trasladó al remoto norte, donde crecían los camemoros, y todas las estaciones enviaba tarros de mermelada amarilla. En verano, ella y Axel remaban en el lago. Él, como era previsible, ganó peso. Los niños crecían. Una primavera, un trabajador del aserradero que nadaba por delante del vapor fue arrastrado por el barco y el agua quedó teñida como si se lo hubiera llevado un tiburón. Un pasajero que viajaba en la cubierta de proa declaró que el hombre había nadado sin parar hasta el último instante. Los chismes aseguraban que a la mujer de la víctima la habían visto internarse en el bosque con un compañero de trabajo del marido. Los chismes agregaban que estaba borracho y que había hecho una apuesta de que cruzaría nadando por delante de la proa del barco. El forense llegó a la conclusión de que le ensordeció el agua que le había entrado en los oídos y emitió un veredicto de muerte accidental.

Sólo somos caballos en nuestro palenque, se decía a sí misma Barbro. Los palenques no están numerados, pero aun así conocemos el nuestro. No existe otra vida.

Pero ojalá que él hubiera sabido leer mi corazón antes que yo. Yo no hablaba con hombres de aquel modo, no los escuchaba, no los miraba así a la cara. ¿Por qué no se dio cuenta?

La primera vez que volvió a verlo, cada uno formaba parte de otra pareja que paseaba junto al lago después de la iglesia, y ella se alegró de estar embarazada, porque diez minutos más tarde sufrió un acceso de náusea cuya causa, de lo contrario, habría sido obvia. Lo único que acertó a pensar, mientras vomitaba en la hierba, era que los dedos que le sujetaban la cabeza pertenecían al hombre que no era.

Nunca veía a Anders Bodén a solas; se cuidaba de hacerlo. Un día, al divisarle embarcando en el barco de vapor delante de ella, Barbro volvió sobre sus pasos hacia el malecón. Algunas veces, en la iglesia, vislumbraba la nuca de Anders y se figuraba que oía su voz aislada de las otras. Cuando salía, se protegía con la presencia de Axel; en casa, mantenía a sus hijos cerca. Un día, Axel propuso que invitaran a los Bodén a tomar café; ella contestó que la señora Bodén sin duda esperaría que les sirvieran madeira y bizcocho, y que aunque se los dieran miraría por encima del hombro a un simple boticario y a su mujer, unos advenedizos. Axel no volvió a proponerlo.

Ella no sabía qué pensar de lo que había ocurrido. No tenía a nadie a quien preguntar; pensó en otros ejemplos, pero todos eran de dudosa reputación y no parecían guardar relación alguna con su caso. No estaba preparada para un dolor constante, silencioso, secreto. Un año, cuando llegó la mermelada de camemoro de su hermana, miró el tarro, el cristal, la tapa metálica, el círculo de muselina, la etiqueta escrita a mano, la confitura amarilla, y pensó: Esto es lo que he hecho con mi corazón. Y todos los años, cuando llegaban tarros desde el norte, pensaba lo mismo.

Al principio, Anders continuó contándole, en voz baja, todas las cosas que sabía. En ocasiones era guía turístico y en ocasiones director del aserradero. Podría haberle hablado, por ejemplo, de los defectos de la madera. «Temblor de copa» es una hendidura natural en el interior del árbol, entre dos anillos anuales. El «temblor de estrella» se produce cuando hay fisuras que irradian en varias direcciones. El «temblor de corazón» se observa a menudo en árboles viejos y se extiende desde la médula o núcleo del árbol hacia su circunferencia.

En años posteriores, cuando Gertrud le reprendía, cuando el aquavit hacía efecto, cuando miradas corteses le decían que, verdaderamente, se había convertido en un pelmazo, cuando el lago se congelaba por los bordes y la carrera de patines hasta Rättvik podía celebrarse, cuando su hija salió de la iglesia como una mujer casada y él vio en sus ojos más esperanza de la que sabía que existía, cuando empezaron las largas noches y su corazón parecía cerrarse para hibernar, cuando su caballo se detuvo en seco y empezó a temblar ante lo que presentía pero no veía, cuando el viejo barco de vapor entró en dique seco y lo pintaron con colores nuevos, cuando unos amigos de Trondheim le pidieron que les enseñase la mina de cobre de Falun y él accedió y luego, una hora antes de la partida, se vio a sí mismo en el cuarto de baño, metiéndose los dedos hasta la garganta para provocarse el vómito; cuando en el vapor pasó por delante del hospicio de sordomudos, cuando las cosas cambiaron en la ciudad, cuando las cosas en la ciudad siguieron sin cambios un año tras otro, cuando las gaviotas abandonaron sus puestos junto al malecón y empezaron a chillarle dentro de su cráneo, cuando tuvieron que amputarle el índice izquierdo a la altura del segundo artejo, después de haber tirado por inadvertencia de una pila de madera en uno de los cobertizos de secado: en estas ocasiones, y en muchas otras, pensaba en Mats Israelson. Y a medida que pasaban los años, Mats Israelson pasó de ser en su mente un conjunto de hechos claros, que podían obsequiarse como un regalo de enamorado, a transformarse en algo más difuso pero más poderoso. En una leyenda, quizá: en algo que a ella no le habría interesado.