¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes.
Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo verá usted enseguida. Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, no sotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo Gregor, lentamente y con precau ción, y no se movió para no perderse una palabra de la con versación. – De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el apoderado -, espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comer ciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios. – Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó impaciente el padre. – No – dijo Gregor. En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Estas eran, de momento, preocu paciones innecesarias.
Gregor todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su familia.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.
Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y ha cía perdonar su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado levantan do la voz -.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita ción, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita.
Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una ex plicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombra do. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cier ta.
Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura.
En prin cipio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren también sus señores padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfacto rio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado – gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás -, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme.
Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado.
¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado.
Por cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al arma rio, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practica do en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él.
Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación.
Al prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.
Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y en mudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres -.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos -, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor -. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas -.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando.
Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien.
De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados.