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Estaba pegada a la pared y los ríos de lodo comenzaban a cubrirla. Tenía que escupir con todas sus fuerzas y le faltaba el aire. La penumbra se iluminó con un vivo resplandor de estrellas en sus ojos y perdió el conocimiento. Juan se dejó deslizar sobre sus espaldas hasta ponerse a su lado y levantó la cabeza inerte de Susan, que descansó sobre su pecho. Sacó la tierra que se había metido en la boca de la joven, la colocó de lado y metió dos dedos hasta el fondo de la garganta. Al instante, sacudida por un espasmo violento, comenzó a vomitar. Juan la sujetó contra su cuerpo al tiempo que se aferraba con todas sus fuerzas a una raíz.

No sabía cuánto tiempo la podría sostener así, pero sabía que era exactamente el que les quedaba de vida.

10 de febrero de1977

Susan:

¿Dónde estás? Estoy inquieto. Las noticias que llegan de El Salvador informan que bandas armadas de guerrilleros se están agrupando a lo largo de las fronteras. El New York Times habla de incursiones en territorio hondureño y de combates esporádicos. Envíame aunque sólo sean unas letras para decirme que estás bien y que no corres peligro. Te ruego que te cuides y que me escribas pronto.

Philip

Resistían desde hacía dos horas. Un momento de calma les había permitido ganar unos cuantos centímetros, encontrando un punto de apoyo más estable. Susan había recuperado el conocimiento.

– Por poco me ahogo en una montaña. ¡Creo que jamás me creerá nadie!

– Conserva tus fuerzas.

– Eso de hacerme callar se va a convertir en una costumbre.

– Aún no estamos a salvo.

– Si tu Dios lo hubiese querido, ya todo habría acabado.

– No es de Dios de quien viene el peligro, sino de la montaña y del aguacero. Y tienen peor carácter que tú.

– Estoy cansada, Juan.

– Lo sé, yo también.

– Gracias, Juan, gracias por lo que acabas de hacer.

– Si toda la gente a la que tú has salvado tuviese que darte las gracias, desde hace varios meses no se oiría otra palabra en el valle.

– Creo que la lluvia está parando.

– Entonces habrá que rogar a Dios para que la cosa siga así.

– Vale más que lo hagas tú, creo que tengo algunas cuentas pendientes con él.

– Aún queda mucha noche por delante. Descansa.

Las horas silenciosas pasaron lentamente, animadas tan sólo por los caprichos de la tormenta, que todavía se negaba a retirarse. Hacia las cuatro de la mañana Juan se adormeció, soltó a su presa y Susan resbaló y dio un grito. Sobresaltado, el muchacho la apretó entre sus brazos y la izó de nuevo hacia él.

– ¡Perdóname, me he quedado dormido!

– Juan, tienes que guardar tus fuerzas para ti. No puedes ocuparte de los dos. Si me dejas, podrás salvarte.

– ¡Si es para decir tonterías, más vale que te calles!

– Estás verdaderamente obsesionado con eso de que cierre el pico.

Ella se contuvo algunos minutos y luego rompió el silencio impuesto por Juan para hablarle del miedo que había pasado. Él también pensó que su último momento había llegado. De nuevo se hizo el silencio, y ella le preguntó en qué pensaba. El muchacho había rezado a sus padres. Ella se calló. Se produjo otro instante de calma, en el que ella se puso a reír nerviosamente.

– ¿De qué te ríes?

– ¡Philip debe de estar delante de la tele!

– ¿Piensas en él?

– Olvida lo que te acabo de decir. ¿Qué te parece si pasamos de él y lo enterramos?

– ¿Es importante para ti?

– No lo sé -dudó unos instantes-, puede ser -reflexionó de nuevo-. No, definitivamente no lo creo. A falta de una buena boda, creo que me gustaría contar con un bonito entierro.

Aún tenían que subir unos cuantos metros. A pesar de que el diluvio había cesado, la tierra que los sostenía podía deshacerse en cualquier momento y arrastrarlos hacia el barranco. Él le suplicó que hiciese un último esfuerzo, y comenzó una peligrosa ascensión. Ella tuvo que gritar para que se detuviese, pues tenía la pierna atrapada. Juan, al mismo tiempo que la sostenía, se colocó a su lado y le liberó con cuidado el pie, que se había enganchado en algo que la penumbra no le dejaba identificar. Al término de una escalada agotadora llegaron a un saliente situado en la parte superior de la carretera. Lo atravesaron y ambos se pegaron contra la pared. La tormenta, imprevisible y majestuosa, cambió un poco más tarde de rumbo y se fue a morir a las alturas de monte Ignacio, que se hallaba a cien kilómetros de allí. El cortejo de lluvias torrenciales le seguía.

– Lo siento -dijo Juan.

– ¿Por qué?

– Porque te voy a privar de tu bonito entierro. ¡Nos hemos salvado!

– ¡Oh!, no es grave, no te inquietes. Tengo dos o tres amigas que cuando tengan treinta años aún no estarán casadas. De modo que nadie me considerará una solterona. Aún puedo esperar unos años a que me hagan los funerales.

Juan no apreciaba particularmente el humor de Susan y se incorporó para poner fin a la conversación. El día aún no había comenzado y habría que esperar para continuar la ascensión y alcanzar la carretera que conducía al pueblo.

En la oscuridad cada paso era muy peligroso. Ambos estaban empapados y ella se puso a tiritar, no sólo de frío, sino porque el hecho de haber escapado a la propia muerte le producía temblores legítimos. Él la friccionó con energía.

Sus miradas se cruzaron. Los dientes de Susan castañeteaban y su voz temblaba. Juan se acercó, pero ella apartó su rostro.

– Juan, eres un buen muchacho, pero eres un poco joven para tocarme las tetas.Tal vez tú no lo consideres así, lo puedo comprender. Pero desde mi punto de vista, aún tendrás que esperar unos cuantos años.

Él no soportó el tono del comentario. Ella se dio cuenta enseguida por la manera en que sus ojos se fruncieron. Si no hubiese conocido la legendaria serenidad de su compañero de ruta, habría tenido miedo de que le diese una bofetada. Juan no hizo nada y se limitó a alejarse de ella. Su silueta desapareció súbitamente y ella lo llamó en aquella noche que tocaba su fin.

– ¡Juan, no he querido ofenderte!

Algunos grillos, para secar sus cuerpos, habían reanudado su chirrido monótono.

El amanecer no tardaría en llegar. Susan se apoyó contra el tronco de un árbol, a la espera de la luz del día.

Estaba medio dormida. Cuando el hombre la sacudió por el hombro, en un primer momento creyó que era Juan. Sin embargo, el campesino que estaba agachado delante de ella no se parecía en nada al muchacho. El hombre sonrió. Su piel estaba surcada de arrugas; las lluvias habían marcado su vida. Atónita, Susan contempló el paisaje desolado. Hacia abajo pudo identificar, emergiendo de tierra, el tocón que la había sostenido y, un poco más allá, el borde del terraplén en el que se habían refugiado. En el fondo del precipicio descansaba semihundido el radiador del Dodge.