¡Así que tú también te has mudado a una nueva casa! Muy simpática tu perorata sobre las chicas de la facultad. Ahora es mi turno: ¿Quién es ese Juan que se ocupa tanto de ti? Trabajo como un loco, pues faltan pocos meses para los exámenes. ¿Todavía me echas un poco de menos? Escríbeme.
Philip
25 de abril de 1975
Philip:
He recibido tu carta, debería haberte respondido hace dos semanas, pero jamás encuentro tiempo para hacerlo. Estamos ya a finales de abril, hace buen tiempo y un calor que a veces resulta difícil de soportar. Hemos viajado durante diez días con Juan, atravesando todo el valle de Sula para luego subir por la carretera del monte Cabeceras de Naco. El objetivo de nuestra expedición era llegar a las aldeas de las montañas. Ir hasta allí ha sido difícil. El Dodge, nombre con el que hemos bautizado a nuestro camión, nos ha fallado dos veces, pero Juan tiene unas manos mágicas. Estoy rendida, no te puedes imaginar lo que supone cambiar la rueda de semejante armatoste. Al principio los campesinos nos han confundido con sandinistas, y éstos a su vez con frecuencia nos toman por militares que van de civil. Si se pusieran de acuerdo, nos facilitarían el trabajo.
En el primer control, te aseguro que el corazón se me salía del pecho. Jamás me habían puesto un fusil automático tan cerca de la cara. Hemos comprado nuestros salvoconductos con algunos sacos de trigo y doce mantas. La carretera que subía junto a las rocas apenas era practicable. Hemos tardado dos días en ascender mil metros. Resulta difícil explicarte lo que encontramos allí: poblaciones famélicas a las que todavía nadie había ayudado. Juan tuvo que negociar duramente para ganarse la confianza de los hombres que vigilaban el puerto de montaña…
Fueron recibidos con la mayor de las desconfianzas. El ruido del motor les había precedido y los habitantes de la aldea se habían arracimado a lo largo del camino para seguir el lento avance del Dodge, cuya caja de velocidades crujía a cada curva. Cuando casi tuvo que detenerse para realizar una última maniobra que anunciaba el final de la carretera desierta, dos hombres saltaron a los estribos del camión apuntando con sus machetes hacia el interior de la cabina. Sorprendida, Susan dio un bandazo, aplastó el freno y poco faltó para que el camión se precipitase por el barranco.
Llena de una ira que ahogaba su miedo, salió de la cabina. Al abrir de golpe la puerta, lanzó a uno de los hombres al suelo. Con la mirada iracunda y poniéndose en jarras lo cubrió de insultos. El campesino se incorporó boquiabierto, sin comprender ni una sola palabra de lo que la mujer de piel clara le gritaba a la cara, pero indudablemente Doña Blanca estaba enfadada. Juan también bajó del camión, aunque más tranquilo, y explicó las razones de su presencia allí. Después de algunos instantes de duda, uno de los campesinos levantó el brazo izquierdo y una docena de aldeanos se adelantaron. El grupo se puso a discutir durante interminables minutos y la conversación se transformó en un griterío confuso. Entonces Susan se subió al capó del camión y ordenó fríamente a Juan que tocase el claxon. Él sonrió y lo hizo. Poco a poco las voces,ahogadas por el sonido de la cascada bocina, se acallaron. Todo el grupo se volvió hacia Susan que en su mejor español se dirigió al que parecía ser el jefe.
– Tengo mantas, víveres y medicinas. ¡O me ayudan ustedes a descargar el material o suelto el freno de mano y regreso a pie!
Una mujer atravesó el gentío silencioso, se colocó delante de la rejilla del radiador y se santiguó. Susan intentó bajar de su improvisada plataforma sin romperse el tobillo. La mujer le tendió la mano, ayudada poco después por un hombre. Susan avanzó hasta la parte de atrás, donde estaba Juan, mirando a la gente de arriba abajo. Los campesinos se apartaron lentamente a su paso. Con la ayuda de Juan retiró la cubierta de lona. Todo el pueblo estaba silencioso e inmóvil. Susan sacó un montón de mantas y las arrojó al suelo. Nadie se movió.
– Pero ¿qué les pasa? ¡Maldita sea!
– Señora -dijo Juan-, lo que usted les trae no tiene precio para ellos. Esperan saber lo que usted les pedirá a cambio y también saben que no tienen con qué pagarlo.
– ¡Pues diles que lo único que les pido es que nos ayuden a descargar el camión!
– Es algo más complicado que eso.
– Y para que sea simple, ¿qué hay que hacer?
– Póngase el brazalete del Peace Corps, tome una de las mantas que acaba de tirar al suelo y colóquela sobre el hombro de la mujer que acaba de santiguarse.
Al poner la manta sobre el hombro de la mujer, la miró al fondo de los ojos y le dijo:
– He venido a entregarles lo que hace tiempo les deberían haber traído. Perdóneme por haber venido tan tarde.
Teresa la acogió entre sus brazos y le dio un beso en las mejillas. Con gestos de alegría, los hombres se precipitaron hacia el camión y vaciaron su contenido. Juan y Susan fueron invitados a cenar con todos los habitantes del pueblo. En cuanto hubo caído la noche, encendieron una gran hoguera y se sirvió una cena frugal. En el curso de la velada, un niño se acercó a Susan por la espalda. Ella sintió su presencia, se dio la vuelta y le sonrió, pero el muchacho salió corriendo. Al cabo de un rato reapareció, acercándose un poco más; nuevo guiño de ojo y nueva huida. La escena se repitió varias veces, hasta que por fin el niño se quedó a su lado. Susan lo miró sin hacer ningún movimiento y sin hablarle, y en aquel rostro mugriento distinguió la belleza de su ojos, negros como el azabache.
Susan le tendió la mano con la palma vuelta hacia el cielo. Los ojos del niño dudaban entre el rostro y la mano, y sus dedos acabaron apresando tímidamente el índice de Susan. Él le hizo una señal para que permaneciese callada y ella sintió la tracción de su bracito, que la arrastraba consigo.
El pequeño se detuvo detrás de una empalizada y con un dedo que colocó sobre su boca le conminó a permanecer en silencio y a ponerse de rodillas para estar a su misma altura. Después señaló un agujero que había entre las cañas y la invitó a colocar el ojo. El niño se apartó y ella avanzó para ver qué había podido empujarle a reunir tantas fuerzas para vencer su miedo y conducirla hasta allí.
… Descubrí a una niñita de cinco años que estaba a punto de morir, puesto que su pierna se encontraba completamente gangrenada. Cuando una parte del pueblo fue arrastrada por un río de lodo, un hombre que iba a la deriva, agarrado al tronco de un árbol, y que buscaba desesperadamente a su hija, la cual había desaparecido, vio el bracito de la niña sobresaliendo en las aguas. Arrancándolo de la muerte, cogió con fuerza el cuerpo de la niña. Juntos descendieron kilómetros en la oscuridad, luchando por mantener la cabeza por encima de las aguas en medio del ruido ensordecedor de los remolinos y las corrientes que los arrastraban hasta el límite de sus fuerzas, hasta perder la conciencia.Al amanecer, cuando se despertó, ella estaba a su lado. Ambos se hallaban heridos, pero estaban vivos. Sin embargo, había un detalle: la niña a la que había salvado no era su hija. Jamás encontró el cuerpo de su propia hija.
Al término de una noche de conversaciones, el hombre aceptó entregárnosla. Yo no estaba segura de que la niña lograra sobrevivir al viaje, pero allá arriba sólo le quedaban unos pocos días de vida. Le prometí que regresaría con ella al cabo de un mes o dos, con el camión lleno de víveres. Entonces consintió en el sacrificio, por los otros, creo yo. Y aunque mi causa era justa, me sentí sucia cuando me miró. Estoy de regreso en San Pedro, y la pequeña todavía se debate entre la vida y la muerte. Me siento agotada. Para tu información, Juan es mi asistente, ¿qué te habías imaginado? ¡No estoy de vacaciones en Canadá! De todos modos, te envío un beso.