Por seguir recogiendo datos, con humilde empirismo, podemos poner encima de la mesa a continuación uno que abre una fisura en la idea más o menos preconcebida que acabo de exponer: hágase el experimento de entregar a unos lectores de sensibilidad y gustos diversos un número X de relatos, la mitad escritos por hombres y la otra mitad escritos por mujeres. Omítase indicar en ellos el nombre y el sexo del autor. Pídaseles que identifiquen, entre ellos, los que creen debidos a un varón y los que creen debidos a una mujer. Se obtendrán no pocos errores, y además los errores no serán los mismos en cada lector o lectora. Este pequeño juego lo he hecho a menudo en concursos literarios de los que he sido jurado, y puedo decir por mi propia experiencia como lector enfrentado al acertijo que, salvo que la obra presente un claro carácter autobiográfico y uno pueda apostar sobre esa base, no es nada difícil confundirse.
Lo dicho pone en cuestión esa pretendida diferencia entre literatura femenina y masculina. Sin embargo, dispongo de una anécdota personal muy repetida que iría en el sentido contrario. He escrito dos novelas juveniles cuyas protagonistas y narradoras son adolescentes de catorce o quince años. Las dos están en primera persona, y refieren, entre otras cosas, las sensaciones de esas adolescentes ante hechos ordinarios y no tan ordinarios: sus enamoramientos de chicos de su edad, sus relaciones con sus amigas, sus conflictos, etcétera. Uno de los comentarios más reiterados por las lectoras, jóvenes y adultas, de esas dos novelas, es que no podían creerse que estuvieran escritas por un hombre. Luego existe la convicción, entre las propias mujeres, de que ciertas realidades sólo pueden novelarlas las mujeres. De ahí que se perciba como anómala la irrupción en ellas de un novelista varón. Y cuando el río suena, agua debe de llevar.
Habría que desdramatizar este debate. Creo que en términos generales, apreciando grandes tendencias, y admitiendo una legión de incomodísimas excepciones, sí hay cierta diferencia entre la literatura escrita por mujeres y la escrita por hombres. Y no porque me crea capaz de acreditar una nítida e inexorable diferencia natural entre la inteligencia de unos y otras (ya he expuesto mis pobres logros al respecto), sino porque la literatura y el escritor surgen de una realidad social y la realidad social de hombres y mujeres ha sido abruptamente diferente durante siglos. Todavía lo es, con mayor o menor dureza, en muchos lugares del mundo. Conviene recordar que el mundo no se acaba en Europa, y que tampoco Europa, por desgracia, se acaba en sus proclamadas buenas intenciones respecto de casi todo (incluida la igualdad entre sexos).
Las sociedades han desarrollado papeles masculinos y papeles femeninos, y eso, tenga o no una fuente natural (tampoco importa tanto, porque si de algo es capaz el ser humano es de violentar la naturaleza), ha condicionado la vida de los hombres y de las mujeres y también, necesariamente, lo que unos y otras han escrito. La realidad social, por otra parte, es siempre dinámica, lo que hace que algunos de esos papeles se alteren, se intercambien, se fusionen. Por eso de nada sirve una fotografía fija, y quizá ahora la diferencia entre literatura femenina y masculina, si subsiste, sea mucho menor que la que había en el siglo XIX. Como tampoco puede hacerse el mismo juicio respecto de la literatura que se produce, hoy día, en sociedades más desarrolladas y prósperas o en otras más atrasadas y acuciadas por las necesidades más básicas.
Un poco más adelante, con algunos casos prácticos, intentaré ilustrar esta teoría, que insisto, no es más que una opinión un poco apuntalada. Pero antes de eso, debo referirme brevemente al concepto que da título a esta intervención.
III. LA MIRADA FEMENINA
Un famoso escritor de sensibilidad quizá femenina, al menos según la idea tradicional de la sensibilidad, nos dejó enseñado que la principal facultad que puede tener el escritor de novelas moderno no es el respeto de los cánones estilísticos, ni el encadenamiento trepidante de la acción, ni siquiera la absoluta coherencia de la trama. Ese escritor, que se llamaba Marcel Proust, demostró con una novela casi absurda, de miles de páginas de extensión, que el don principal que tiene el novelista moderno es el don de la mirada. Y la mirada, en Proust, es la finura y la profundidad en la observación del detalle y también del conjunto, la capacidad de atender minuciosamente al transcurso de la vida y de recrearla después, con todo su volumen e intensidad, en las páginas escritas. La mirada es descubrir lo que somos pero también lo que no somos, como si en realidad pudiéramos serlo. La mirada es aproximarse a la realidad con devoción y traérsela de vuelta como botín para verterla cuidadosamente en el papel.
Se me ocurre que el escritor que quiera tratar decorosamente a la mujer como sustancia literaria, tiene el deber primordial de ejercitar su mirada con ella. En un primer momento, el ejercicio consiste en observar a la mujer, en conocerla y comprenderla hasta donde sea posible. Pero el ejercicio sólo estará completo si el escritor llega a dar un segundo paso, en el que deberá ensayar algo más: experimentar y sentir la propia mirada que la mujer, o más bien las muchas mujeres que cabe concebir, dirigen hacia el mundo. Estoy convencido de que los escritores que consiguieron llegar a construir grandes personajes femeninos, superando la angostura de los clichés milenarios (Eva, Salomé, la misma Virgen María), completaron de alguna forma el ejercicio.
Y pudieron completarlo, en primer lugar, gracias a las mujeres reales que les rodeaban: sus madres, sus hermanas, sus esposas, sus hijas, sus amigas, sus vecinas. Ésa fue y sigue siendo para el escritor curioso e interesado una fuente irremplazable. Pero hay otra posibilidad de investigación que consiste en indagar con atención en la mirada femenina que ya quedó plasmada en forma literaria, o lo que es lo mismo, en la obra de las mujeres que sintieron la necesidad de escribir ficciones.
Es relativamente frecuente entre los varones un desdén más o menos automático hacia la literatura femenina, que a muchos parece que se ocupa sólo de esas pequeñas perturbaciones cotidianas que tan poco seducen al hombre (animal sediento de aventuras) o en el mejor de los casos de excesos sentimentales respecto de las que la única actitud viril aceptable es de una prudente tibieza. Ninguno de estos aspavientos ahuyentará al estudioso de la mirada femenina, aunque de vez en cuando, aquí y allá, deba constatar que no todas las escritoras (al igual que sucede con los escritores) nos muestran la misma hondura y longitud de mirada en sus obras. No todas las miradas son igualmente certeras y útiles respecto de la realidad del mundo, ni siquiera lo son respecto de la propia realidad de la mujer. Siendo eso cierto, sin embargo, todas enseñan algo al curioso y con ninguna puede considerar totalmente perdido su tiempo.
Creo que es justamente a través de la búsqueda de la mirada como el escritor (no sé si el resto de la gente) puede sacar alguna utilidad de un ejercicio que en otro caso sería puramente bizantino, cual es al fin y al cabo el de decidir la existencia o inexistencia de una literatura femenina distinta de la masculina. Aceptada (provisional y cautelosamente) dicha diferencia, profundizar en la mirada que practican las mujeres que escriben libros sirve al escritor para construir mejor su propia mirada sobre la mujer. Y si es novelista, le ayudará sin duda a otorgar peso y relieve a los personajes femeninos que dé en inventar. Confieso que esto es lo que a mí me ha movido a investigar la materia, y perdóneseme por desvelar con esta franqueza e inelegancia mis utilitarios motivos. Vaya en mi descargo que no soy un estudioso de la literatura, en el sentido académico, sino sólo alguien que juega y trata de divertirse (y divertir) con ella.