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El eje del relato es la absoluta conmoción que ambos sucesos producen en el mundo de la joven Mimuna. Haiat es su amiga predilecta, con la que se insinúa una soterrada relación amorosa. Rahma es su mentora y su madre espiritual. En el mismo día, Mimuna queda desprovista de ambos referentes fundamentales, y tras enterrar a Rahma, decide abandonar la aldea. Gracias a un breve epílogo sabemos que, diez años después, Mimuna vive en parís, y que está casada con un hombre de ojos "azules, azules, azules…" (o lo que es lo mismo, un francés o un europeo).

Mimuna es una eficaz metáfora de la mujer que se desprende del lastre de su realidad tradicional (desaparecidas las ataduras que la ligaban a ella), y que emprende el camino de esa salvación simbolizada por la huida a Europa (y por su confusión con ella, consumada en el matrimonio con el europeo).

Pero el relato encierra una paradoja: en la aldea, las chicas hablan sólo de los hombres, del momento en que les harán oferta de matrimonio, y de si el hombre que se las llevará será bueno o malo. Su papel es pasivo, resignado. Mimuna se subleva contra esa resignación, pero su liberación es incompleta y denota el peso irremediable que en su mente ejercen sus orígenes: su ideal se realiza, precisamente, mediante la entrega a otro hombre (el europeo de ojos azules).

Jen Banbury

Jill, la protagonista de Like a hole in the head, novela de corte policiaco de la escritora de Los Angeles Jen Banbury, es radicalmente diferente de las heroínas de las dos escritoras marroquíes. Como puede apreciarse mediante la simple lectura del primer capítulo de la novela, Jill es una mujer que rivaliza con los hombres de igual a igual, que no tiene empacho en atacarlos broncamente (véase el enfrentamiento con un conductor justo al principio de la obra) y tampoco en escarnecerlos (llamando directamente dwarf, "enano", al hombre de corta estatura que le vende el libro dedicado por Jack London en torno al que gira la intriga).

Jill desprecia igualmente la estupidez del gato de la librería de lance en la que trabaja, y se refiere a él como boy, para que no nos quede duda de que es macho. Bromea con el sonido de la caja registradora, diciendo que es como una vagina dentata, para impresionar al petulante actor que visita la librería y trata de ligársela. Y en su relación con el atractivo Timmy, a quien vende el libro que compró el enano, asume notoriamente el papel tradicional del hombre en el cortejo y acecho a la mujer. Sus pensamientos y observaciones son miméticos de los que concebiría, desde el otro lado, el clásico grupo de albañiles que ven pasar a una maciza en minifalda.

Todos los personajes con los que Jill se relaciona en este capítulo son hombres, y ante todos, infaliblemente, intenta imponerse. No lo consigue del todo con el guapo Timmy, pero por la misma razón por la que el Philip Marlowe de Raymond Chandler (de quien la literatura de Banbury es manifiesta deudora) no se impone en El largo adiós a la divina Eileen Wade, la remota venus de los ojos violetas. Hasta en eso hay un calco (o inversión, según se mire) de arquetipos de la literatura masculina.

Jill es fría, calculadora y sarcástica; especialmente, con las mujeres que se pliegan de un modo a otro a la sumisión ancestral (por ejemplo, la pionera canadiense autora del trágico libro que lee en la librería, o la obediente mujer del moron -"imbécil"- que llama preguntando por un tal Blahah Joe). Pero al final del capítulo hay un guiño sentimental. Bajo su aparente hielo superficial, Jill esconde la nostalgia de su madre muerta, que al final de su vida perdió el olfato y le pedía a ella que la oliera.

Una impresión de conjunto

De la comparación de estos tres textos se desprenden miradas femeninas tan diversas que parecen en muchos aspectos opuestas. En los escritos de las dos marroquíes predomina el intimismo, las alusiones físicas (sobre todo al cuerpo femenino, y a sus atributos más caracterizadores), y un sentido romántico y fatalista de la vida. Mimuna y la innominada protagonista de Elle, cuya perspectiva asumen ambas narraciones, se ajustan sustancialmente, a pesar de su rebeldía contra la situación que les viene impuesta, al modelo tradicional de mujer, y sus preocupaciones a las que según el viejo prejuicio son las típicamente femeninas. No puede ser de otra forma. Incluso Mimuna, que huye a París, está encerrada en la celda de su educación marroquí.

Banbury, en cambio, rompe violentamente con esos modelos. Su personaje tiende al razonamiento abstracto, al cinismo, e incluso a la bravuconería tradicionalmente masculinos. A lo largo de la novela se irá perfilando como un personaje capaz de afrontar las azarosas empresas que siempre han estado reservadas en literatura a los hombres. Arriesga su vida, y hasta asume compromisos absurdos en la más genuina línea del irreflexivo aventurerismo masculino.

Y sin embargo, algo queda. Ese giro sentimental (y familiar) del final del capítulo, su meticulosidad al describirnos cómo el gato lame su propio vómito, o cómo viste cada uno, corresponden aún al viejo arquetipo de la sensibilidad femenina.

Puede que dentro de cincuenta años en las escritoras de Los Angeles ya no quede ni ese residuo. Es también posible que mucho antes, si no sucede ya, el camino inverso que recorren los escritores varones, consintiendo en emplear materiales tradicionalmente "femeninos", disipe desde el otro lado cualquier sombra de diferencia. Y cabe, en fin, que el fenómeno no sea ni positivo ni negativo ni todo lo contrario. Aunque el título y el contenido de esta intervención queden definitivamente invalidados.

CONCLUSIONES

No hay nunca conclusiones en literatura, y la mejor creación literaria nos arroja en el mejor de los casos a una intuición limitada y a una vasta incertidumbre sobre la realidad de las cosas. No quiero por tanto terminar estas palabras con algo que dé la sensación de que tengo una idea clara y acabada sobre todos los asuntos a los que me he referido. En vez de eso, me limitaré a desear, por bien de lo que podamos escribir y leer en adelante, que los escritores no demos la espalda nunca a la mirada femenina. Por lo menos mientras exista y podamos intuir en qué consisten sus peculiaridades.

Pero igualmente confío en que siga habiendo mujeres que atraviesen la raya y que en lugar de reducirse a crear maniquíes groseros y vociferantes (como ha sido el caso de alguna literatura femenina) sepan ofrecernos hombres. También para las escritoras está disponible, en toda su variedad y contradicción, la mirada masculina.

Baeza, 15 de septiembre de 1999

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