«Por tres veces, hace pam, pam, pam, e imparte tres órdenes de marcha para reunir a los soldados y generales divinos de los montes Lushan, Maoshan y Longhushan, oye-yo, haha ta, kulong tongchiang, enya… ya… ya… wuhu… "Señor Celestial, Emperatriz Terrenal, soy el discípulo de Zhenjun que me envía a dar muerte a los demonios. Espada en mano, vuelo por todas partes con mis ruedas de fuego y de viento…"»
Ella se da la vuelta y se levanta. La sigues salvando los pies de los espectadores que os dirigen miradas furiosas.
– ¡Tienen más prisa que un decreto imperial!
Una carcajada detrás de vosotros.
¿Qué te pasa?
¿Nada?
¿Por qué no te quedas?
Me siento un poco mareada.
¿Te encuentras mal?
No, ya estoy mejor. Allí dentro me faltaba el aire.
Camináis por la calle y las gentes que charlan sentadas a cada lado os miran.
Busquemos un lugar tranquilo, ¿de acuerdo?
Sí.
La llevas a una callejuela, dejando detrás de vosotros el ruido y las luces. En la callejuela, ningún farol, tan sólo la luz amarillenta que se filtra a través de las ventanas de las casas. Ella demora el paso. El espectáculo que acabáis de ver te vuelve a la mente.
¿No dirías que nos parecemos tú y yo a los demonios que querían ahuyentar?
Ella se echa a reír.
No podéis contener el ataque de risa. Ella ha de doblarse en dos.
Sus zapatos de piel resuenan de modo particular sobre las losas de piedra. Al final de la calle, un arrozal. En un débil resplandor, se distinguen vagamente a lo lejos algunas casas. Sabes que se trata del único colegio de este pueblo. Más lejos, en la noche gris negruzca, bajo la pálida claridad de las estrellas, se alzan las montañas. Se levanta viento. Se pone a soplar un aire fresco, como una palpitación, luego vuelve a subsumirse en el dulce perfume de las cañas de arroz. Tú te apoyas en su hombro, ella no se aparta. No os decís nada, avanzáis siguiendo las márgenes blanquecinas de los arrozales.
¿Te gusta?
Sí.
¿No lo encuentras maravilloso?
No sé, no puedo decirlo. No me lo preguntes.
Tú te estrechas contra su brazo, ella se aprieta también contra ti. Bajas la cabeza para mirarla. No distingues sus rasgos y sus ojos, te parece únicamente que su nariz es prominente. Respiras su tibio aliento que ya te es familiar. Ella se para de repente.
Volvamos, murmura ella.
¿Adonde?
Tengo que descansar.
Te acompaño.
No quiero que nadie me acompañe.
Ella se ha vuelto obstinada.
¿Tienes amigos o familia aquí? ¿O has venido solamente para distraerte?
Ella no responde. Tú no sabes de dónde viene ella ni adonde va. No puedes sino acompañarla hasta la calle. Ella se marcha bruscamente y desaparece, como una historia o como un sueño.
6
El campamento de observación de los pandas, situado a dos mil quinientos metros de altitud, está embebido de agua por todas partes. Mi ropa de cama está saturada de humedad. He pasado aquí ya dos noches. Por el día, llevo el anorak que me ha sido proporcionado por el campamento. Mi cuerpo está empapado de humedad. El único momento grato es cuando comemos delante del fuego saboreando una sopa caliente. Un gran caldero de aluminio está colgado por medio de un alambre de la viga del refugio que sirve de cocina. Debajo de él, las ramas que hay apiladas no han sido partidas. Arden poco a poco sobre las cenizas. De ellas se alzan unas altas llamas, que hacen las veces también de iluminación. Cada vez que nos ponemos al amor del fuego para comer, una ardilla viene indefectiblemente al lado de la cocina y hace juegos de ojos, que tiene totalmente redondos. Y no es hasta la hora de la cena cuando los hombres pueden reunirse.
Se bromea. Al final de la cena, el cielo está totalmente negro, el campamento se halla rodeado por el profundo bosque sombrío y los hombres se guarecen en sus refugios para entregarse a sus ocupaciones a la luz de las lámparas de petróleo.
Llevan largos años en lo profundo de las montañas. Se han contado todo lo que tenían que contarse. No reciben ninguna noticia del exterior. Sólo un montañés qiang al que tienen empleado trae cada dos días en una cesta sobre su espalda verduras frescas y piezas de carne de cerdo o de cordero desde la última aldea que hay en la montaña, el Paso de Wolong, situado a dos mil cien metros de altitud. El centro de gestión de la reserva natural está más alejado aún que la aldea. Ellos no bajan por turno más que una sola vez al mes, o incluso menos, para descansar allí uno o dos días. Van a dicho lugar para cortarse el pelo, lavarse, o disfrutar de una buena comida. Cuando han acumulado unos días de permiso, cogen el coche de la reserva natural para ir a ver a sus amiguitas a Chengdu o bien para regresar con sus familias instaladas en otras ciudades. La vida no comienza para ellos más que a partir de ese momento. En el campamento, no reciben prensa, ni tampoco escuchan la radio. Reagan, la reforma del sistema económico, la inflación, la supresión de la contaminación espiritual, el premio cinematográfico de las Cien Flores, etc., ese mundo ruidoso, demasiado lejano para ellos, ha quedado en las ciudades. Tan sólo un licenciado universitario que fue destinado el año pasado aquí no se quita en ningún momento los auriculares. Al acercarme a él, caigo en la cuenta de que está aprendiendo inglés. Otro joven estudia a la luz de su lámpara de petróleo. Los dos se están preparando para presentarse a exámenes de posgrado con el fin de poder dejar este lugar. Otro también anota una a una en un plano topográfico aéreo las señales de radio que ha reunido durante el día. Estas señales son emitidas por los emisores de que están equipados los collares de los pandas capturados y posteriormente dejados en libertad en el inmenso bosque.
El viejo botánico que ha recorrido conmigo estas montañas durante dos días se ha echado ya en la cama. Ignoro si se ha dormido. Entre mis mantas húmedas, acostado totalmente vestido, no consigo entrar en calor. Tengo la impresión de que también mi cerebro está helado. Sin embargo, fuera de las montañas, hace ya un tiempo primaveral, pues estamos en el mes de mayo. Siento que una garrapata me está chupando la sangre en la parte interior de mi muslo. Ha debido de subir durante el día por la pernera de mi pantalón cuando caminábamos por entre las hierbas. Es gruesa como la uña del dedo meñique y dura como una cicatriz. La pellizco con fuerza sin conseguir arrancármela. Sé que tirando de ella más fuerte corro el riesgo de partirla en dos, pues su boca agarra firmemente mi carne. No me queda más remedio que pedirle a un trabajador del campamento tumbado en su litera cerca de mí que me preste ayuda. Me hace desnudarme y me asesta un violento manotazo en el muslo apuntando contra este vampiro. La arroja sobre la lámpara que desprende entonces un olor a crepé rellena de carne. Para el día siguiente, me promete unas vendas de paño que me sirvan de polaina.
Dentro del refugio reina una calma absoluta. Tan sólo se oye gotear el agua en el exterior, en el bosque. A lo lejos, el viento se acerca, pero sin llegar hasta aquí, como si diera media vuelta, aullando en los pequeños valles lejanos y profundos. Luego, el agua se pone a rezumar por la pared de tablas, por encima de mi cabeza, hasta caer encima de mi manta. ¿Llueve? Me hago instintivamente la pregunta. Fuera, dentro, todo está igual de húmedo, y el agua cae gota a gota… Más tarde también oigo una detonación a la vez clara y fuerte que se expande por el valle.