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También conocí a una joven monja taoísta. De su bonito rostro grave de una delicada palidez, de su cuerpo erguido drapeado con un largo vestido, emanaba una frescura que era indicio de una gran pureza. Me instaló en una habitación de huéspedes, en una de las alas del templo; el viejo entarimado dejaba adivinar su color original y las venas de la madera. La habitación era de una limpieza perfecta y las mantas dispuestas sobre la cama exhalaban un olor a ropa recién lavada y almidonada. Fue así como me instalé en el templo de Shangqing.

Todas las mañanas me traía una palangana de agua caliente para mi aseo, luego me preparaba una infusión de té verde mientras charlaba conmigo. Su voz era tan dulce como el té fresco, hablaba y reía con gracia y naturalidad. Tras sacarse su título de secundaria, ella misma se había presentado como candidata al noviciado, pero yo no me atrevía a preguntarle por qué había abandonado a su familia.

En este monasterio taoísta habían sido reclutados una decena de jóvenes novicios, chicos y chicas, todos con un nivel de estudios de segundo ciclo de secundaria como mínimo. El superior era un hombre alto, de voz clara y de paso firme y seguro, ya más que octogenario. Había luchado ímprobamente durante varios años para negociar con el gobierno local y los organismos de diferentes niveles, y reunido a varios viejos ermitaños taoístas perdidos en las montañas para lograr que se procediera a la restauración del monasterio de los montes Qingcheng. Todos, jóvenes y viejos, hablaban conmigo con total libertad y, como decía la monja: «Todo el mundo aquí le quiere», pero decía «todo el mundo», no «yo».

Me decía que podía quedarme tanto tiempo como quisiera.

También me contó que Zhang Daqian * había vivido allí largo tiempo. Yo había visto una escultura suya que representaba a Lao Tse en el templo consagrado al Emperador Amarillo, a Fuxi y a Shen Nong, erigido junto al templo de Shangqing. A continuación, me enteré de que Fan Changsheng de los Jin y Du Tingguang de los Tang habían hecho vida de eremitas y habían escrito sus obras allí. * Yo no soy un ermitaño y deseo comer aún en la mesa de los humanos. No puedo decir que me quedara exclusivamente porque me gustaba la naturalidad y la seriedad de esta mujer, me limitaré a decir que la paz de este monasterio era de mi agrado.

Cuando salía de mi habitación, entraba en la gran sala de estilo antiguo amueblada con mesas de madera de nanmu, * sillones de brazos y mesitas de té. De las paredes colgaban caligrafías, y las inscripciones horizontales en lo alto de las columnas eran en realidad antiguos grabados que habían sido conservados. Ella me había dicho que podría leer y escribir allí, y que, cuando me sintiera cansado, podría ir a dar un paseo por el pequeño patio cuadrado que hay detrás del templo. Crecían en ese lugar unos viejos cipreses entre la hierba de un verde oscuro y las rocallas del estanque estaban cubiertas de un musgo verde pálido. Por la mañana y la tarde, a través de los esculpidos enrejados de las ventanas, oía las risas y las charlas de las monjas. No reinaba allí el ambiente asfixiante de rigor y de prohibición de los monasterios budistas, sino más bien una atmósfera de serenidad y un olor a incienso.

Asimismo me gustaba la calma y la solemnidad del patio interior del templo a la hora del crepúsculo, cuando los últimos paseantes se habían dispersado. Iba a sentarme a solas en el umbral de piedra, en medio de la gran puerta del templo, para contemplar el mosaico de un gran gallo de porcelana que se extendía ante mis ojos. En la sala de ceremonias, unas sentencias paralelas decoraban los cuatro pilares centrales. Las del exterior rezaban:

«El tao engendra al uno, el uno engendra al dos, el dos engendra al tres, el tres engendra a los diez mil seres», «El Hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías». *

Era exactamente la frase que había pronunciado el viejo botánico cuando me encontraba en el bosque virgen.

Las del interior decían:

«Mirando sin ver, escuchando sin oír, vacío y serenidad alcanzarás. Allí están los tres cielos: el cielo de jade, el cielo supremo y el cielo extremo.

»Coligiendo el comienzo de los remotos tiempos, encontrando la clave, todo es claro y tres leyes descubrirás: la ley celestial, la ley terrenal, la ley humana».

El viejo superior me explicó el sentido de estas frases:

– El tao es el origen de los diez mil seres, y es también la ley que rige los diez mil seres. Lo subjetivo y lo objetivo se respetan mutuamente y se funden en uno. El origen es el ser en el no-ser y el no-ser en el ser, si los dos se unen es el a priori, es decir, que el cielo y el hombre se unen, y el punto de vista del hombre y del cosmos alcanzan la unidad. Los taoístas tienen la pureza como principio fundamental, la no-acción como sustancia, la naturaleza como forma de vida, la longevidad como verdad, pero la longevidad exige la anulación del yo. Éstos son a grandes rasgos los principios del taoísmo.

Mientras me hablaba, chicos y chicas formaron corro en torno a nosotros. Una joven monja pasó incluso su brazo por encima del hombro de un chico, concentrada la atención, llena de inocencia. Ignoro si seré capaz de alcanzar este estado de anulación del yo, de paz y de ausencia de deseos.

Una noche, después de la cena, jóvenes y viejos, chicos y chicas, se reunieron en el patio del templo para ver quién conseguía hacer resonar, soplando dentro, una rana de cerámica mayor que un perro. Algunos lo lograban, otros no. El ambiente estuvo animado durante un buen rato, luego se dispersaron para cumplir con sus obligaciones de la noche. Yo permanecí solo, sentado en el umbral de la puerta, mirando fijamente el tejado del templo desprovisto de toda decoración masiva y aterradora de dragones, serpientes, tortugas o peces.

Los tejados inclinados de líneas puras se destacaban en el cielo. Detrás, los árboles se elevaban en el bosque, balanceándose silenciosamente en el viento del atardecer. En un momento dado, se hizo un silencio total. Sin embargo, uno tenía la sensación de seguir oyendo un nítido silbido que venía de no se sabe dónde. Se prolongaba tranquilamente, luego desaparecía lentamente. El murmullo del riachuelo que pasaba por debajo del puente de piedra, en la puerta del templo, y el murmullo del viento de la noche parecieron entonces, por un instante, emanar de mi propio corazón.

64

Cuando ella vuelve con el pelo cortado, esta vez reparas en ello.

– ¿Por qué te has cortado el pelo?

– Para romper con el pasado.

– ¿Y lo has conseguido?

– De todas formas, es necesario hacerlo. Hago como si hubiera roto.

Tú te ríes.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -Luego ella añade con dulce voz-: Me arrepiento un poco, ¿te acuerdas de mi bonito pelo?

– Está muy bien así. Eres más libre. Ya no tienes que soplar para apartarte el flequillo. Era un incordio.

Es ella quien se ríe esta vez.

– Deja de hablarme de mi pelo, hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo?

– ¿De qué?

– De tu llave. ¿No la perdiste?

– La he encontrado. -Podría haber dicho también que la había perdido, que era inútil buscarla.