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Los cendales de niebla me han atrapado en sus redes, el bosque se oscurecía. En ese momento, los escalones y los pilares de piedra húmeda se asemejaban a unos cadáveres. Avanzaba en medio de osamentas blancuzcas. Mis pies no obedecían ya a mi cerebro y me arrastraban irresistiblemente hacia los abismos de la muerte. El sudor corría por toda mi espalda.

Tenía necesariamente que controlarme y abandonar a toda prisa esta montaña. Despreocupándome de los matorrales que cubrían el sotobosque, he aprovechado un recodo del sendero a fin de precipitarme por él y agarrarme a un tronco de árbol para frenar mi carrera. Mis manos y mi rostro ardían, me parecía que la sangre corría por mis mejillas. Levantando la cabeza, he visto sobre una rama un ojo totalmente redondo fijo en mí. He mirado a mi alrededor, y por todas partes las ramas abrían grandes ojos y me observaban fríamente.

Tenía que calmarme, pues al fin y al cabo todo eso no era más que un bosque de árboles de la laca. Los montañeses, al recoger ésta, habían practicado unas incisiones en los troncos de los árboles. Crecían en este estado, creando este paisaje infernal. También cabría decir que no se trataba más que de una ilusión debida a mi miedo interior; mi negra alma me espiaba, estos ojos múltiples eran en realidad yo mismo que me observaba. Siempre he tenido la impresión de ser permanentemente espiado, cosa que ha obstaculizado sin cesar mis movimientos. En realidad, no se trata más que del temor que siento de mí mismo.

He vuelto otra vez al sendero. La llovizna ha empezado de nuevo a caer. Los escalones de piedra estaban remojados. No he mirado ya nada y he descendido a ciegas.

66

Una vez pasado el primer miedo a la muerte, una vez disipada tu angustia y calmada tu agitación, te quedas sumido en una especie de alelamiento. Perdido en la selva virgen, andas errante bajo los árboles muertos, desnudos, prestos a caer. Das vueltas largo rato en torno a este tridente extraño que parece señalarte el cielo nocturno, sin atreverte a alejarte de este único punto de referencia, última señal de la que te acuerdas.

Pero no quieres quedarte atrapado en este tridente como un pez fuera del agua; es preferible abandonar las últimas ataduras que te unen al mundo antes que empeñarte en hacer acopio de tus recuerdos. Puedes perderte aún más, pero quieres conservar una última esperanza de supervivencia. Es algo perfectamente comprensible.

En la linde del bosque, llegas al borde de un barranco y te encuentras enfrentado a un nuevo dilema: o volver sobre tus pasos en el bosque profundo, o sumergirte en el barranco. En la umbría de la montaña se extiende un pastizal sembrado de manchas oscuras, dibujadas por la sombra de los árboles. Aquí y allá destacan unas rocas desnudas oscuras y escarpadas. No sabes por qué te sientes atraído por el manantial que mana al fondo del barranco, pero ya no piensas y bajas la pendiente primero a grandes zancadas y luego corriendo.

Estás abandonando este mundo lleno de preocupaciones. Aunque conserven algo de calor humano, tus recuerdos lejanos siempre te estorban. Das un alarido instintivo y te lanzas hacia el río infernal del Olvido. Gritas, corres, un rugido de alegría bestial surge de tus pulmones. Al venir al mundo, lanzaste un gran grito, sin la menor traba, pero más tarde te has visto estrangulado por toda clase de reglas, de ritos y de principios educativos. Tienes por fin la dicha de gritar libremente. Cosa curiosa, no oyes tu voz. Con los brazos abiertos, gritando, jadeando, afanándote, corres, sin percibir ningún sonido.

No dejas de distinguir en ningún momento el manantial impetuoso sin saber de dónde viene ni adonde va. Tienes la impresión de flotar en el aire, de fundirte con la niebla, eres ingrávido, sientes un desapego como nunca has conocido otro igual. Sin embargo, en el fondo de tu ser, persiste un miedo difuso, sin causa aparente, tal vez sea tristeza.

Tienes la impresión de planear, de escindirte en dos, de perder toda forma humana para fundirte con el paisaje; perfectamente sereno, flotando en medio del profundo barranco, pareces un hilo flotante, pero en realidad ese hilo eres tú que flotas informe por los aires, en todas direcciones. Se percibe el aliento de la muerte y tus intestinos y tu cuerpo están fríos.

Te levantas tras caerte y echas a correr de nuevo gritando. Los matorrales se vuelven cada vez más espesos y te resulta aún más difícil avanzar. Te fundes con el bosque y apartas sin cesar de tu camino las ramas que se cierran detrás de ti. Bajar todo recto la montaña resulta agotador. Es preciso que te calmes.

Muerto de cansancio, te paras para recuperar el aliento. Oyes el murmullo del río. Estás cerca, pues oyes correr el agua clara en el cauce negro como la tinta. De él brotan unas gotas, centelleantes como el mercurio. El río enmudece; ya no percibes más que el entrechocar de innumerables pequeños cantos rodados que él remueve. Nunca habías oído de forma tan clara el sonido del curso del agua. Cuanto más escuchas, más adivinas sus reflejos que relucen en la sombra.

Tienes la impresión de avanzar sobre las aguas, pues estás pisando ya hierbas acuáticas. Te hundes en medio del río del Olvido; al igual que las preocupaciones de la vida cotidiana, las hierbas se prenden a ti. Entonces tu desesperación te abandona totalmente y avanzas a ciegas por la orilla del agua. Pisas los guijarros que aprietas con los dedos de los pies. Es como si caminaras en sueños en medio del río negro de los infiernos; una luz azul oscuro brilla allí donde manan las gotas de agua. Estás sorprendido, pero tu sorpresa oculta una vaga alegría.

A continuación, una pesada respiración llega a tus oídos. Crees que este ruido procede del río, pero poco a poco distingues unas mujeres que se ahogan. Lloran, gimen, pasan una tras otra cerca de ti, con los cabellos desordenados, el rostro del color de la cera y descolorido. En las pozas, entre las raíces de los árboles hundidos en las aguas, resuenan los lúgubres golpes de las ondas. El cuerpo de una muchacha suicidada desciende la corriente, con los cabellos desparramados. El río discurre en medio del bosque de un negro de tinta que forma una pantalla impenetrable delante del cielo y del soclass="underline" las mujeres ahogadas pasan rozándote entre suspiros, no piensas en absoluto en ir en su ayuda, ni siquiera tú mismo quieres salvarte.

Viajas al Reino de los Muertos, tu vida no está ya en tus manos, continúas respirando únicamente a causa de un momento de asombro, tu vida está suspendida entre el antes y el después de este asombro. Si resbalaras, si los cantos rodados que aprietas con los dedos de los pies rodaran, si tu paso en el fondo del agua no fuera firme, te hundirías en el río infernal, como esos cadáveres suspirantes que pasan a merced de la corriente. No tiene mayor sentido. No prestes atención, avanza, eso es todo. Sólo permanecen el fluir tranquilo del río, el agua negra como la muerte, las hojas de las ramas que rozan la superficie del agua, la corriente que discurre en largos drapeados como unas pieles de lobos muertos, en medio del río del Olvido.

No eres en absoluto distinto del lobo, has causado ya bastantes calamidades, serás muerto por otros lobos, obviamente. En el río del Olvido todo el mundo está en un plano de igualdad, el final de los hombres y de los lobos es siempre la muerte.

Este descubrimiento provoca en ti cierta alegría, una alegría que te da ganas de gritar, pero tu garganta no emite ningún sonido, el único ruido que oyes son los sordos golpes del agua contra las raíces de los árboles.

¿De dónde salen estas pozas? Las aguas carecen de límites, no son profundas, pero se extienden hasta el infinito. El mar de los sufrimientos tampoco tiene límites y tú flotas en un mar infinito.