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– ¿Bailaban realmente desnudos?

– Algunos sí que lo hacían, pero la mayor parte se entregaban a simples tocamientos. Por supuesto, otros hacían también el amor. Una muchacha, de apenas veinte años, declaró haber sido poseída por más de doscientos tíos, como para volverse loca.

– ¿Cómo estaba segura del número? -ha seguido preguntando ella.

– Explicó que, totalmente alelada, se había dedicado simplemente a contarlos. Yo la vi, hablé con ella.

– ¿Y no le preguntaste cómo pudo llegar a ese extremo? -le he preguntado a mi vez.

– Ella declaró que ante todo la había movido la curiosidad. Antes de ir a dicho lugar no tenía ninguna experiencia sexual, pero, una vez abierta la espita, era imposible cerrarla, éstas fueron sus propias palabras.

– Era seguramente la pura verdad -dice ella, acurrucada bajo las mantas.

– ¿Cómo era? -le he preguntado yo.

– No te lo hubieras creído de haberla visto: muy normalita, con un físico incluso bastante corriente, inexpresiva, nada de fulana, con la cabeza rapada, imposible ver sus formas con su uniforme de prisionera, pero era pequeña, con una cara totalmente redonda. Es verdad que hablaba sin pelos en la lengua y respondió a todas las preguntas sin alterarse en ningún momento.

– Por supuesto… -ha dicho ella en voz baja.

– A continuación, fue ejecutada.

Hemos guardado silencio un buen rato antes de que yo siguiera preguntando:

– ¿Bajo qué acusación?

– ¿Acusación? -Parecía hacerse la pregunta a sí mismo-. Debía de ser «incitación al libertinaje», pues no había ido sola, sino que había llevado allí a otras chicas. Por supuesto, las otras corrieron la misma suerte que ella.

– La cuestión estribaba en saber si ella también había tratado de seducir y de incitar a la violación a otras personas -he dicho yo.

– No hubo violación propiamente dicha. Leí las declaraciones. La incitación a la violación es muy difícil de probar.

– En esas circunstancias… no resulta fácil de probar -ha añadido ella.

– ¿Y el móvil, entonces? ¿Qué intención tenía llevando a otras chicas allí? Tal vez fueron los chicos los que querían que lo hiciera o bien algunos debieron de darle dinero para hacerlo.

– Eso mismo le pregunté yo. Ella declaró que no lo había hecho más que con chicos que conocía, que había comido, bebido y se había divertido con ellos, que nadie le había dado ningún dinero, que tenía un trabajo, había recibido una educación y trabajaba en una farmacia o un dispensario donde estaba encargada de los medicamentos…

Ella ha espetado:

– Eso no tiene nada que ver con la educación. No era una prostituta, sino simplemente una enferma mental.

– ¿Qué tipo de enfermedad? -he preguntado yo.

– ¡Menuda pregunta para un escritor! Se sintió degradada y quiso que el resto de las chicas se envilecieran juntamente con ella.

– Sigo sin entenderlo.

– En realidad, lo has entendido perfectamente -ha replicado ella-. Todo el mundo sabe lo que es el deseo sexual, pero, como era muy desdichada sin duda porque amaba a algún hombre que no le correspondía, quería vengarse. Y contra lo primero que se vengó fue contra su propio cuerpo…

– ¿Y tú qué opinas de ello? -ha preguntado el abogado volviéndose hacia su amiga.

– ¡Si tuviera que caer tan bajo, primero te mataría!

– ¿Hasta este extremo llega tu crueldad? -ha replicado él.

– Todo el mundo tiene en sí un fondo de crueldad -he dicho yo.

– El problema consiste en saber si se debería aplicar o no la pena de muerte -ha añadido el abogado-. Pienso que, en principio, sólo los traficantes de drogas y los pirómanos son merecedores de la pena de muerte porque causan daño a la vida ajena.

– ¿Y la violación no es acaso un delito? -ha dicho ella incorporándose.

– Yo no he dicho tal cosa, pero pienso que la incitación al libertinaje no fue probada, pues ese tipo de delito implica siempre a dos personas.

– E incitar a la violación de las muchachas, ¿no es acaso un delito?

– Habría que ver lo que se entiende por muchacha: depende de si tiene menos de dieciocho años.

– ¿Por qué antes de los dieciocho años no puede haber deseo sexual?

– La ley debe fijar siempre límites.

– Paso de la ley.

– Pero la ley no pasa de ti.

– ¿Y qué tiene que ver conmigo? Yo no cometo ningún delito, siempre sois los hombres los que los cometéis.

Nos echamos a reír.

– ¿De qué te ríes? -dice ella dirigiéndose a él.

– Tú eres peor que la ley, ¿acaso te dedicas a controlar hasta la misma risa? -ha dicho él volviéndose hacia ella.

Sin preocuparle ir vestida sólo con ropa interior, se ha desperezado y le ha mirado fijamente:

– Pues bien, dímelo francamente, ¿has ido alguna vez de putas? ¡Dímelo!

– No.

– ¡Cuéntale la historia de la sopa de tallarines! A ver qué piensa él.

– ¿Por qué?, ¿qué tiene de especial? No era más que un cuenco de sopa de tallarines.

– ¿Quién sabe? -ha exclamado ella.

Como es natural, yo tenía ganas de saber más.

– ¿Qué historia es ésa?

– A las prostitutas no sólo les interesa el dinero, también tienen sentimientos.

– ¿Has dicho que la invitaste a tomar un cuenco de sopa de tallarines, sí o no? -le ha interrumpido ella.

– Sí, pero no nos fuimos a la cama.

Ella ha puesto cara de pocos amigos.

Él ha contado que era de noche, caía una llovizna en una calle desierta. Vio a una mujer de pie bajo una farola y él trató de llamar su atención. No pensaba que ella fuera a hacer un trecho de camino con él. Llegaron cerca de un puesto de venta de sopas, que estaba protegido por unos amplios paraguas de tela embreada. Ella dijo que le apetecía una sopa, y él no pudo comprar más que un cuenco, pues no llevaba dinero suficiente. No se acostó con ella, pero sabía que le hubiera seguido adonde él quisiese. Únicamente se sentaron sobre unas tuberías de cemento de canalización dejadas allí al borde de la carretera y estuvieron charlando, abrazados.

Ella me ha echado una mirada:

– ¿Era joven y bonita?

– Tendría unos veinte años, y con la nariz respingona.

– ¿Tan prudente eres?

– Tenía miedo de que no fuera limpia y que me contagiara alguna enfermedad.

– ¡Es típico de los hombres! -ha exclamado ella volviéndose a tumbar.

Ha explicado que sintió pena realmente de ella, iba poco abrigada, con las ropas mojadas, hacía frío bajo la lluvia.

– Esto me lo creo -he dicho yo-. Todo el mundo tiene su lado bueno y su lado malo. No seríamos si no seres humanos.

– Eso no entra dentro del ámbito legal -ha dicho él-. ¡Porque si la ley considerara el deseo sexual como un delito, en ese caso todos seríamos delincuentes!

Ella ha suspirado quedamente.

Al salir del restaurante, nos hemos ido hasta un puente de piedra sin encontrar hotel. Al final del puente, a orillas del río, brillaba un pequeño farol. Una vez acostumbrados a la oscuridad, hemos descubierto una barca, con un camarote de tela negra, alineada en la orilla de atraque del muelle.

Dos mujeres atraviesan el puente, han pasado cerca de nosotros.

– ¡Mira, ésas se dedican al oficio! -me ha susurrado al oído la amiga del abogado apretándome el brazo.

Yo me he vuelto, pues no había prestado atención, pero no he visto más que una nuca en la que relucía un pasador de plástico coloreado y un perfil. Ambas eran bajitas y gordas.

Mi amigo las ha mirado alejarse lentamente, hombro contra hombro.

– Les echan el anzuelo sobre todo a los barqueros.

– ¿Estás seguro? -Yo estaba asombrado de que pudieran ejercer su oficio tan abiertamente. Creía que no las había más que por los aledaños de las estaciones y de los puertos de las ciudades de cierta importancia.

– Se las reconoce a simple vista -ha dicho su amiga.