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Las mujeres son perspicaces de nacimiento.

– Tienen un código cifrado que les permite cerrar tratos en las aldeas de los alrededores y, por la noche, se ganan así un dinero extra -me ha explicado él.

– Han visto que yo iba con vosotros, pero si hubierais estado solos seguro que os hubieran dirigido la palabra.

– Así pues, ¿hay un lugar donde ejercen su profesión, no van sólo a las aldeas? -he preguntado.

– Deben de tener una embarcación en los alrededores, pero pueden ir también a un hotel con su cliente.

– ¿Se practica este tipo de comercio abiertamente en los hoteles?

– Están conchabadas con algunos. ¿No te has encontrado ninguna alguna vez en tu camino?

He vuelto a pensar entonces en esa mujer que quería ir a Pekín para presentar una queja y que afirmaba no tener dinero para comprar su billete. Le di un yuan, pero tal vez fuese una prostituta.

– ¡Menuda investigación sociológica que estás llevando a cabo tú! Hoy en día se ve de todo.

No puedo sino reprochármelo, explicar que soy incapaz de realizar la menor investigación, que no soy más que un perro vagabundo que anda errante de aquí para allá. Se ríen con ganas.

– ¡Seguidme, os voy a hacer pasar un buen rato!

A él se le acababa de ocurrir una nueva idea. Exclama señalando al río:

– ¡Eh! ¿Hay alguien?

Y salta desde el borde del muelle a la barca con un camarote de tela negra.

– ¿Qué es lo que desean? -pregunta a bordo una voz ahogada.

– ¿Podemos hacer una salida nocturna con esta embarcación?

– ¿Para ir adonde?

– Al puerto de Xiaodangyang -responde mi amigo sin dudarlo un instante.

– ¿Cuánto estás dispuesto a pagar? -pregunta un hombre que sale con los brazos desnudos del camarote.

– ¿Cuánto quieres?

Y comienza el regateo. -Veinte yuanes.

– No, diez.

– Dieciocho.

– Diez.

– Entonces, quince.

– No, diez.

– Por diez yuanes no voy.

Y el hombre se vuelve a meter en el camarote. Se oye murmurar una voz de mujer.

Los tres nos miramos y negamos con la cabeza. Imposible aguantarse la risa.

– ¿Van sólo hasta el muelle de Xiaodangyang? -pregunta otra voz, varias embarcaciones más allá.

Mi amigo nos hace señal de que guardemos silencio y responde con fuerte voz:

– ¡Yo sólo voy hasta allí por diez yuanes! -Tiene aspecto de estar encantado.

– Esperen ustedes aquí, que ahora les recojo con mi barca.

Mi amigo conoce perfectamente el precio a pagar. Con la chaqueta echada sobre los hombros, aparece la silueta de un hombre maniobrando el bichero.

– Bien, ¿qué te parece? Nos ahorramos una noche de hotel. ¡A esto se le llama verdaderamente «ir a la deriva al claro de luna»! Lástima que no haya claro de luna. De todos modos, ni hablar de prescindir del aguardiente.

Le rogamos al barquero que aguarde un momento y corremos a comprar en una callejuela una botella de Daqu, una bolsita de habas hervidas y dos velas. Saltamos alegremente dentro de la embarcación.

El barquero es un anciano demacrado. Apartando la tela del camarote, vamos a tientas a sentarnos con las piernas cruzadas sobre la cubierta. Mi amigo quiere encender las velas con su mechero.

– No enciendan fuego en la barca -refunfuña el anciano.

– ¿Y eso por qué?

Imagino que existe algún tabú.

– Pueden pegar fuego a la tela.

– ¿Por qué cree que vamos a pegar fuego a la tela? -pregunta el abogado.

El viento apaga varías veces la llama de su mechero. Él aparta un poco la tela.

– Si le pegamos fuego, ya se lo reembolsaremos.

Su amiga se mete entre él y yo. Aún se está mejor así. Durante un instante, nos sentimos revivir.

– ¡Apaguen eso! -Soltando su bichero, el anciano se mete bajo la tela.

– ¡Qué le vamos a hacer si no podemos encenderlas! -digo yo-, aún se está mejor en plena oscuridad.

El abogado abre entonces la botella, separa las piernas e instala sobre la esterilla que recubre la cubierta la gran bolsa de habas hervidas. Nuestros rostros están cara a cara, nuestros pies acuñados unos contra otros. Nos pasamos la botella de aguardiente. Apoyada contra él, ella alarga a veces la mano para cogerla y tomar un trago. En el meandro del río, no se oyen más que el chapoteo de las olas y el bichero golpeando el agua.

– El tipo de antes se ha quedado sin negocio.

– Por cinco yuanes más, habría aceptado. No es gran cosa.

– ¡Lo justo para un cuenco de sopa de tallarines calientes!

Nos estamos volviendo unos asquerosos.

– Desde antiguo, esta aldea acuática es un lugar de libertinaje. ¿Quién podría prohibirlo? ¡Los chicos y chicas de aquí son todos muy vivalavirgen, pero a pesar de ello no se los puede matar a todos! Han vivido así durante generaciones -dice él en la oscuridad.

El cielo oscuro se abre por un instante y deja filtrar la claridad de las estrellas, para oscurecerse luego de nuevo. Detrás de la embarcación, resuenan el gluglú que provoca la espadilla en el agua y el dulce sonido de las olas que rompen contra la barca. Un frío viento refresca el aire y penetra por la tela que ha sido descorrida. Bajamos una cortina cortavientos hecha de bolsas de plástico.

Nos embarga el cansancio, los tres acurrucados en medio del estrecho camarote de la embarcación. El abogado y yo, aovillados a cada lado, y ella, que se aprieta entre nosotros dos. Las mujeres son así, tienen necesidad de calor.

En la penumbra, adivino los rizomas que se extienden detrás de los diques y, más allá, las marismas cubiertas de cañaverales. Después de muchas vueltas y revueltas, llegamos a una vía de agua que atraviesa unos tupidos cañaverales, allí podrían acabar con nosotros, ahogarnos sin dejar ni rastro. En realidad, somos tres contra uno y, aunque uno sea una mujer, no tenemos enfrente más que a un anciano, por lo que podemos dormir tranquilos. Ella se ha dado la vuelta ya y yo toco su espalda con mi talón. Coloca sus nalgas contra mi muslo, pero nadie presta atención a ello.

El mes de octubre, en este lugar de agua, es la estación de la recolección, y por todas partes se ve menear de senos y brillar húmedas miradas. Su cuerpo es atractivo, dan ganas de acercarse a ella y acariciarla. Acurrucada contra el pecho de mi amigo, siente sin duda el calor de mi cuerpo. Alarga una mano para posarla sobre mi pierna, como si quisiera consolarme un poco, ya por frivolidad, ya por gentileza. Entonces se oye un rugido, o más bien una queja profunda, que viene de la popa de la embarcación. Primero uno siente ganas de protestar, pero es imposible no escuchar. Una endecha desgarradora flota en la noche, al hilo del viento, a flor de agua. El anciano canta, canta tan tranquilo, completamente ensimismado, moderando su voz que surge de lo más profundo de su pecho; es como una queja largo tiempo contenida que se liberara de repente. Primero las palabras resultan inaudibles, luego, poco a poco, uno logra captarlas sin comprenderlas no obstante del todo, debido al dialecto que emplea, teñido de un fuerte acento campesino. Algo así como: «Tú, hermanita de diecisiete años, jovencita de dieciocho años… la suerte de tu cuñado has seguido… por todas partes… por todas partes… sin igual… la pequeña sirvienta… con el resplandor…». Una vez perdido el hilo, ya no se comprende nada.

Les he preguntado tocándoles la mano:

– ¿Lo oís? ¿Qué es lo que canta?

Sus cuerpos se rebullen, tampoco ellos duermen.

El abogado repliega sus piernas, se sienta y grita al barquero:

– Eh, buen hombre, ¿qué está cantando?

En un batir de alas, un ave espantada emprende el vuelo ululando por encima del camarote. Aparto un poco la tela, la embarcación se acerca a la orilla. En las aguas bajas del dique sobresalen unas matas negruzcas, tal vez alubias de soja. El anciano ya no canta, se ha levantado un viento fresco que ahuyenta el sueño. Me dirijo a él educadamente: