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– Sin embargo, ella no le había visto nunca, ¿no es así?

– En aquella época, su madre había quemado todas las fotografías en que él estaba vestido de uniforme, pero quedaba en su casa su foto de boda. Su padre llevaba un traje a la occidental, muy elegante, me había enseñado esa foto. Hice todo lo humanamente posible por consolarla, pues la adoraba. A continuación la tomé entre mis brazos y lloramos juntas.

– Es comprensible.

– Si todo el mundo hubiera pensado como usted, no habría habido ningún problema, pero la gente no la comprendía y la tenían conceptuada como una contrarrevolucionaria. Decían que quería derrocar al régimen y huir a Taiwan.

– En aquella época la política no era como ahora, que se incita a los taiwaneses a venir al continente a visitar a sus padres.

¿Qué otra cosa podía decir yo?

– Era una chica muy joven que había entrado ya en el instituto en aquel entonces, ¿cómo podía comprender ella eso? ¡No se le ocurrió otra cosa que anotar en su diario íntimo que pensaba en su padre!

– Se exponía a una condena si alguien la denunciaba -digo. Yo tenía ganas de saber si había habido una transferencia de su amor por su padre hacia un amor lésbico.

Y me explica que la mencionada muchacha, al no haber podido entrar en la universidad debido a sus orígenes familiares, fue reclutada por una compañía de ópera de Pekín. Un buen día, una de las actrices de la compañía que hacía un papel femenino cayó enferma y le pidieron a ella que la sustituyera de buenas a primeras, provocando los celos de la actriz que, durante una gira, descubrió su diario e hizo un informe a sus superiores. De vuelta a la ciudad, un agente del orden fue a ver a la madre para pedirle que incitara a su hija a delatarse y a entregarle su diario íntimo. Temiéndose un registro, la chica le pasó el diario a su tío. Tras ser interrogada, su madre confesó a la policía que con las únicas personas que tenía relación su hija era con ella y con su tío. Así pues, también éste fue molestado y reveló dónde se hallaba el diario. La policía vino a buscarla, y ella, presa del pánico, lo confesó todo, por supuesto. En un primer momento, la tuvieron aislada dentro de la compañía, con la prohibición expresa de volver a su casa, y con posterioridad fue oficialmente detenida y mandada a prisión por revolucionaria que se proponía derrocar al régimen y por haber llevado un diario íntimo reaccionario.

– Lo que significa que de hecho todos la denunciaron, incluida su propia madre y su tío, ¿no es así?

No quiero más cangrejo. Tengo los dedos manchados de huevas, pero ninguna servilleta con que limpiarme.

– Todos hemos firmado alguna denuncia. Incluso su tío, muy mayor, tenía tanto miedo que no se atrevía ya a verme. Su madre decía bien alto que había sido yo quien había pervertido a su hija, que le había transmitido esa forma de pensar reaccionaria y no me permitía entrar ya en su casa.

– ¿Cómo murió?

Me urge conocer el final de la historia.

– Escúcheme…

Se diría que quiere disculparse. Pero yo no soy ningún juez. Y de haber caído sobre mí este asunto en aquella época, no habría sido probablemente más lúcido. Recuerdo haber visto, cuando era pequeño, a mi madre sacar del fondo de un cofre de mi abuela un rollo de títulos de propiedades hipotecadas desde hacía mucho tiempo y quemarlos en la estufa. En aquel entonces sentí la misma repugnancia ante esta destrucción de pruebas. Por fortuna nadie vino a reclamar esa vieja deuda, porque si a la sazón me hubiera visto sometido a un interrogatorio, no puedo afirmar que no hubiese denunciado a mi abuela que me había comprado la peonza y a mi madre que me había criado; ¡la época era así!

La náusea no sólo estaba provocada por el olor a yodo del cangrejo, sino también por mí mismo. Imposible seguir comiendo. Me limito a beber.

De repente, le entra un sofoco, luego oculta su rostro entre las manos y prorrumpe en sollozos.

No puedo consolarla con mis manos manchadas de cangrejo. Me limito a preguntarle:

– ¿Puedo limpiarme con su toalla de aseo?

Ella me indica la cubeta llena de agua fresca que hay detrás de la puerta, en la repisa. Una vez limpias las manos, le paso la toalla seca. Deja por fin de llorar. Detesto este tipo de horribles mujeres de buen corazón, no siento ninguna compasión por ella.

Era totalmente estúpida en aquella época, afirma, y no se dio cuenta hasta al cabo de un año de lo que había hecho. Fue a informarse acerca de la suerte de la muchacha y le llevó algunas golosinas a la cárcel. Condenada a diez años, su amiga no quería verla ya. Pero ella le dijo que no estaba casada, que había decidido esperar a que ella purgase su culpa y saliera de la cárcel y que entonces vivirían juntas. Ella tenía un trabajo, podía satisfacer sus necesidades. La muchacha aceptó sus regalos.

Me explica que los días pasados con ella antes de su encarcelamiento fueron los más felices de su vida, que se habían intercambiado su diario íntimo, y también palabras afectuosas como sólo dos hermanas pueden hacerlo, y que se juraron que no se casarían jamás y permanecerían eternamente juntas. ¿Quién de su pareja era el marido y quién la mujer? El marido, por supuesto, era ella. No paraban de reírse a mandíbula batiente cuando estaban en la cama, y a ella le bastaba con oír sus risas para sentirse feliz. Y yo prefiero no pensar en ella sino con la mayor de las malevolencias.

– ¿Cómo es posible que luego usted se casara?

– Fue ella la primera en cambiar -dice-. Un día que fui a verla a la cárcel, ella tenía la cara un poco hinchada y se mostró muy fría conmigo. Asombrada, la acosé a preguntas. Al término de la visita, que no duraba más que veinte minutos, me dijo que me casara y que no volviera nunca más. A mis preguntas, terminó por confesar que había alguien en su vida. ¿Quién?, le pregunté yo. ¡Un criminal!, me contestó ella. A continuación no la volví a ver más. Le escribí todavía numerosas cartas, pero éstas quedaron sin respuesta. Acabé por casarme.

Tengo ganas de decirle que fue ella la causante de su desgracia, que el odio de la madre de su amiga estaba más que justificado. De no ser por ella, esta muchacha habría podido conocer un amor normal, casarse, tener hijos y no verse abocada a esta situación.

– ¿Tiene usted hijos? -le he preguntado.

– No he querido tener, por propia voluntad.

Es una mujer verdaderamente malvada.

– Al cabo de un año de matrimonio, nos separamos. Y tras un año de disputas, nos divorciamos. Desde entonces vivo sola, detesto a los hombres.

– ¿Cómo murió ella?

Cambio de conversación.

– He oído decir que quiso escaparse de la cárcel. Fue abatida por un guardián.

No quiero oír nada más.

Tengo ganas de que ella concluya su historia.

– ¿Y si recalentara un poco esta sopa?

Me mira, inquieta.

– No vale la pena.

Ha venido a buscarme con el solo fin de desahogarse. Su comida me ha dado náuseas.

También me explica que, a costa de mil dificultades, llegó a dar con el paradero de una antigua detenida compañera de cárcel de la muchacha que le informó de que ésta había intercambiado unos mensajes con un condenado y perdió así su derecho a las visitas y al paseo. También había tratado de escapar. Asimismo le contaron que en aquella época empezaba a estar mal de la cabeza, se pasaba el tiempo riendo o llorando totalmente sola. Más tarde, consiguió localizar a ese condenado. Cuando ella llegó a su casa, se encontró allí a una mujer. Ya fuera por indiferencia o bien por temor a los celos de esta mujer, el caso es que él no quiso responder a sus preguntas. Terminó por irse, furiosa.

– ¿Podría escribir usted sobre eso? -me pregunta, cabizbaja.

– Ya veré.

Quiere acompañarme en bici, pero yo me niego. En la carretera, sopla del mar una fresca brisa, como si fuera a llover. Una vez de vuelta a mi habitación, en casa de la gente que me ha hospedado, durante toda la noche, echo la primera papilla. Esos mariscos no debían de estar muy frescos, la verdad.