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No te atreverías a saltar, dices mientras caminas deliberadamente muy cerca de la orilla. Debajo del dique, el agua del río espumea.

¿Y si saltara?, dice ella.

Yo me zambulliría para salvarte. Sabes que hablando así te ganarás sus favores.

Ella dice que tiene un poco de vértigo, y acto seguido añade que es muy fácil saltar, que basta con cerrar los ojos, que es la manera de morir menos dolorosa, y que además es algo embriagador. Tú dices que a este río ha saltado ya una muchacha como ella, llegada también de la ciudad. Ella era más joven, todavía más simple. No pretendes decir que ella sea especialmente complicada, sino que la gente de hoy no es ni más ni menos tonta que la de antes, y que tampoco ese antes está tan lejos. Dices que era una noche sin luna, el río parecía más profundo aún. La mujer del barquero Wang el Jorobado declaró con posterioridad que aquella noche zarandeó ligeramente a su marido que estaba durmiendo, diciéndole que había oído tintinear las cadenas que retenían las amarras. Ella quiso levantarse para ir a ver, y luego oyó como un aullido, creyendo que se trataba del viento. Pensó que no era posible que fuera un hombre que estuviera robando la embarcación, pues el aullido era muy fuerte y los perros no habían ladrado en esa noche profunda y en calma. Así pues, se volvió a acostar. Mientras dormía, el grito resonó otra vez. Ella se despertó y prestó oído. Dijo que, en aquel momento, de haber acudido alguien, la muchacha no se habría suicidado. La culpa no era sino de ese viejo diablo que dormía como un tronco. Sucedía a menudo que alguien golpeaba a la ventana o bien llamaba cuando quería cruzar urgentemente el río en plena noche. Lo que ella no alcanzaba a comprender era por qué la muchacha había quitado las cadenas para suicidarse, ¿acaso había sido porque quería coger la barca a fin de ir a la cabeza de partido del distrito y desde allí regresar a la ciudad a casa de sus padres? Habría podido tomar a mediodía el autobús del distrito, a menos que temiera ser vista. Nadie podía saber qué le rondaba por la cabeza antes de morir. De hecho, esta muchacha muy formal vino sin razón aparente a trabajar la tierra en esa aldea donde no tenía ni parientes ni amigos. Fue violada por un secretario del partido, ¡qué atrocidad! De amanecida, los ocupantes de una balsa se la encontraron en un banco de arena a treinta lis de aquí. Tenía el torso desnudo, sus ropas debían de haber quedado enganchadas en las ramas de algún árbol en un recodo del río. Sin embargo, sus zapatillas de deporte habían quedado, debidamente ordenadas, sobre una roca, sobre esa roca donde estaban esculpidos los caracteres realzados con pintura roja: «Paso de Yu». En el futuro, cuando los turistas trepen a esa roca para hacerse una foto, conservarán el recuerdo de estos dos caracteres y los males de la muchacha víctima de una injusticia serán olvidados para siempre.

¿Me escuchas?, preguntas.

Continúa, responde ella en voz baja.

En el pasado, siempre hubo aquí muertos, niños, muchachas. Los niños se lanzan desde la roca. Si no vuelven a salir a flote, se llama a eso «buscarse la muerte» y se dice que son recuperados por los padres que tuvieron en vidas pasadas. Las víctimas de las injusticias son siempre mujeres. Cuando no se trata de jóvenes instruidas expulsadas de la ciudad, son jóvenes casadas que han sufrido malos tratos por parte de su madrastra y de su marido, y también enamoradas que vienen a suicidarse por algún desengaño amoroso. Tal es la razón de que, antes incluso de las investigaciones del profesor Wu sobre el pueblo, los campesinos conocieran este Paso de Yu como el «Acantilado de los fantasmas en pena» y, cuando los niños van a bañarse allí, los adultos no están nunca tranquilos. Cuentan asimismo que a medianoche se ve aparecer allí a una mujer fantasma ataviada con un traje blanco que canta una canción cuyas palabras no acaban de entenderse. Podría ser tanto una canción infantil campesina como la endecha de un mendigo. Por supuesto que no se trata más que de supersticiones, la gente se teme a menudo a sí misma. Pero, en ese lugar, vive realmente un ave acuática a la que los hombres del lugar llaman «cabeza-azul», y que la gente cultivada dice que se trata del Pájaro Azul mencionado en la poesía de la época de los Tang. Son los campesinos quienes la llaman «cabeza-azul» debido a sus largas plumas azules. Tú has visto ya ese ave, por supuesto, pequeña, con un cuerpo azul oscuro con dos copetes esmeralda en la cabeza, muy diestra y ágil, de bello aspecto. Se posa siempre en los lugares frescos y umbríos, al pie del dique, o bien en la linde del frondoso bosque de bambúes, al borde del agua, espiando a derecha e izquierda, tan tranquila. Tú puedes fijar la mirada en ella para admirarla, pero al menor movimiento emprende de inmediato el vuelo. El ave azul que picotea para la Reina Madre de Occidente mencionada en el Clásico de los mares y de las montañas es una especie de ave fabulosa. No es la misma que la «cabeza-azul» de los campesinos, pero tiene su mismo aspecto mágico. Dices que este ave azul se asemeja a una mujer. Por supuesto que existen mujeres estúpidas, pero tú te refieres a las mujeres más refinadas, a las más sentimentales. Éstas raramente conocen una vida dichosa, pues los hombres quieren una mujer para su exclusivo placer, los maridos una esposa para que lleve la casa y haga la comida, y los viejos una nuera que les asegure la descendencia. Ninguno busca el amor. Luego, cuando le hablas de otra muchacha, una joven campesina, ella te escucha atentamente. Cuando dices que murió, víctima de una injusticia, en este mismo río, cuando explicas lo que dice la gente, ella sacude la cabeza. Alelada, te escucha. Ese aire alelado la vuelve más encantadora aún a tus ojos.

Tú dices que esta joven campesina fue prometida a un hombre, pero cuando el enviado de su futura suegra vino a buscarla, ella había desaparecido. Se fue con su enamorado, un joven chaval del campo.

¿Llevaba también las linternas-dragones?, pregunta ella.

La pandilla de jóvenes que venían al pueblo para el combate de las linternas-dragones era de la aldea de Gulai. La familia de este chaval vivía en Wangnian, a cincuenta lis de aquí y eso sucedió bastante tiempo antes. Era un excelente joven pero sin dinero ni poder. Su familia no poseía más que algunas hectáreas de tierra y menos aún de arrozal. Allí, si trabajaban duro, no corrían el peligro de morirse de hambre. A condición, claro está, de que no se produjera ninguna catástrofe natural ni tampoco estallara una guerra que redujese la aldea poco menos que a la nada, cosa que ya había sucedido. Y este joven, el enamorado de la muchacha, no poseía bienes suficientes para desposar a una chica tan inteligente y hermosa. Una prometida semejante vale un precio perfectamente establecido: un par de brazaletes de plata a modo de anticipo, dieciséis cajas de pasteles como regalo de pedida, dos arcas y dos armarios de ropa dorados como dote, todo a cargo del adquiriente de la prometida. El hombre que la compró vivía en una callejuela situada detrás del actual estudio de fotografía. La casa ha cambiado de propietario desde hace mucho tiempo. En aquel entonces, la esposa de su ocupante no trajo al mundo más que hembras. Y como deseaba tener un hijo varón, se decidió a tomar una concubina. Por su parte, la madre de la muchacha, una viuda de lo más sensata, pensaba que era preferible, para ésta, convertirse en la concubina de una rica familia que acabar con un pelagatos obligado a cultivar la tierra toda su santa vida. El desposorio fue arreglado gracias a un casamentero. Se decidió prescindir del palanquín, y estaban ya confeccionados los vestidos y las prendas interiores, pero el día fijado para venir a buscar a la prometida la muchacha huyó por la noche. Cargada simplemente con un hatillo en el que llevaba unas pocas ropas, fue a llamar en plena noche a la ventana de su amigo, le hizo salir y, encendida de pasión, se entregó a él allí mismo. Luego, secándose las lágrimas, ambos se juraron fidelidad eterna y decidieron escapar a las montañas y subsistir trabajando allí la tierra. Pero al llegar al embarcadero, mientras contemplaba las aguas espumeantes del río, al joven le entraron dudas, diciendo que tenía que volver a su casa a coger un hacha y otros útiles de trabajo. Y sus padres le sorprendieron mientras robaba algunas cosas para poder sobrevivir. El padre golpeó a este hijo indigno con una estaca, y la madre tenía el corazón roto, pero no fue capaz de decidirse a dejarle marchar. El padre siguió golpeándole y la madre estuvo llorando hasta el amanecer. Unas personas que habían tomado la barcaza a primera hora del día manifestaron haber visto a una mujer con un hatillo a cuestas, antes de que se levantara una densa niebla. Cuanto más avanzaba el día, más densa se volvía ésta, flotando en cendales por encinta del río. Incluso el sol se había vuelto como un ascua de color rojo oscuro. El barquero redoblaba la vigilancia: si chocar con otra embarcación no era cosa grave, ser golpeado por una armadía que transportara madera sería una auténtica catástrofe. En la orilla había concentrada una multitud que se dirigía al mercado, tal como venía haciéndolo desde hace por lo menos tres mil años. Alguien de entre ellos debió seguramente de oír algún grito taladrando la niebla y desvaneciéndose a lo lejos. Luego el ruido de un cuerpo que cae al agua. Pero todos se pusieron a parlotear de nuevo y ya ningún ruido resultó perceptible. Era aquel un embarcadero muy animado, pues en caso contrario Yu el Grande no habría cruzado el río por este lugar. La barca iba cargada de madera, carbón vegetal, mijo, batatas, setas aromáticas, flores de lis secas, orejas de Judas, té, huevos, hombres y cerdos, el bichero de bambú se curvaba bajo el peso, el nivel del agua alcanzaba la borda del barco, y, por encima de la superficie blancuzca del agua, no se distinguía más que la sombra gris de la roca del Acantilado de los Fantasmas. Las comadres del lugar pudieron decir que aquella mañana, muy temprano, habían oído el grito del cuervo, señal de mal augurio. Un cuervo evolucionaba en el cielo graznando. Sin duda había sentido el olor a muerte. Justo antes de desaparecer, el hombre exhala cierto olor, pero es como la mala suerte, que no la ves venir, es simplemente una cuestión de sensación.