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Sin aliento, llego a una zona llana. Delante de mí se extiende un bosque integrado únicamente de abetos, todos de la misma especie.

– ¿Estamos a más de 3.000, no?

Él asiente con un cabeceo y corre bajo un árbol situado en el lugar más elevado de la zona llana. Da la vuelta a su alrededor, con los auriculares puestos, tras haber orientado la antena a los cuatro puntos cardinales. También yo miro a mi alrededor. Estamos rodeados de troncos de árboles de un mismo grosor, separados por la misma distancia, todos tan altos y rectos unos como otros, con unas ramas que parten todas de la misma altura con igual elegancia. Aquí no hay ningún tronco quebrado, los que se han podrido yacen en el suelo, sin la menor excepción, víctimas de la selección rigurosa de la naturaleza.

No hay aquí ni líquenes, ni bosquecillos de bambúes-flechas, ni maleza, los amplios espacios entre los árboles vuelven el bosque más claro y la vista alcanza lejos. Y, a la distancia, una azalea de una blancura inmaculada, esbelta y llena de gracia, provoca un incontenible entusiasmo por su extraordinaria perfección. Crece a medida que me acerco. Ostenta unos grandes corimbos de flores con unos pétalos más gruesos aún que los de la azalea roja que he visto más abajo. Unos pétalos de un blanco puro que no llegan a marchitarse siembran el suelo al pie del árbol. Su fuerza vital es inmensa, expresa un irresistible deseo de exhibirse, sin contrapartida, sin objeto, sin recurrir al símbolo ni a la metáfora, sin hacer ninguna aproximación forzada ni ninguna asociación de ideas: es la belleza natural en estado puro.

Blancas como la nieve, relucientes cual jade, las azaleas se suceden de vez en cuando, aisladas, fundidas con el bosque de abetos esbeltos, como incansables aves invisibles que atraen cada vez más lejos al alma de los hombres. Respiro profundamente el aire puro del bosque. Estoy sin aliento, pero no malgasto energías. Mis pulmones parecen haber sido purificados, el aire penetra hasta la planta de mis pies. Mi cuerpo y mi espíritu han entrado en el gran ciclo de la naturaleza, estoy en un estado de serenidad que nunca había conocido anteriormente.

La bruma flota a un metro del suelo y se abre delante de mis pasos. Con la mano, la agito retrocediendo, como si de humo se tratara. Corro un poco tras ella, pero no consigo darle alcance y tan sólo me roza. Delante de mí, el paisaje se difumina. Los colores se borran, la niebla asciende. La veo claramente que flota remolineando. Retrocedo y me vuelvo instintivamente para seguirla. Llegado a la pendiente, escapo de ella, cuando veo de repente a mis pies una profunda garganta. Enfrente se alza una cadena de majestuosas montañas, azul pálido, coronada de blancas nubes. La densa capa de nubes corre en todos los sentidos, pero en la garganta únicamente flotan algunas brumas que no tardan en disiparse. Ese curso blanco como la nieve es un torrente impetuoso que atraviesa el bosque en medio de la garganta. Sin lugar a dudas no es el pequeño valle que seguí para penetrar en la montaña hace algunos días. Había en él al menos una aldea y algunos campos de cultivo con un puente de cadenas suspendido sumamente ingenioso, enganchado a ambas vertientes. En este sombrío valle, no veo más que bosquecillos espesos y extrañas peñas escarpadas, ni el menor rastro humano. Su sola vista hace que le recorra a uno un estremecimiento por el espinazo.

El sol reaparece pronto e ilumina la cadena de montañas que tengo enfrente. El aire es tan puro, el bosque de árboles de resina por debajo de la capa de nubes ofrece en este instante un toque verde oscuro tan nítido, que me hace sentirme embelesado. Es como un canto apacible que subiera del fondo de los pulmones y se expandiera siguiendo las sombras y las luces, cambiando de tonalidad en un abrir y cerrar de ojos. Corro, salto, persiguiendo la sombra cambiante de las nubes, sacando una foto tras otra.

La niebla gris ha vuelto tras mi espalda, sin preocuparse de los fosos, de las anfractuosidades del terreno, de los troncos de los árboles tendidos. No hay manera humana de escapar de ella y me da alcance, sin prisas. Estoy sumergido en la niebla. El paisaje ha desaparecido delante de mí, todo es indistinto.

Únicamente quedan en mi cabeza las sensaciones que acabo de experimentar. Al quedarme perplejo, un rayo de sol penetra por encima de mí e ilumina el musgo que cubre el suelo. Entonces descubro bajo mis pies un extraño mundo vegetal también con sus cadenas de montañas, sus praderas y sus bosquecillos de un verde resplandeciente. Tan pronto como me pongo en cuclillas, la niebla vuelve y se expande por doquier, como salida de la mano de un prestidigitador, sin dejar más que una extensión grisácea indistinta.

Me levanto de nuevo. Espero, perdido. Llamo, sin respuesta. Llamo otra vez, pero tan sólo oigo mi propia voz triste y trémula que se apaga. Sigue sin haber respuesta. Al punto me atenaza el miedo. Éste asciende desde la planta de mis pies y mi sangre se hiela. Llamo de nuevo, siempre sin respuesta. A mi alrededor, nada más que la sombra negra de los abetos, todos idénticos. Echo a correr, grito, me precipito a "izquierda y derecha, pierdo la razón. He de calmarme, volver a mi punto de partida, no, primero tengo que tratar de orientarme, pero, por todas partes a mi alrededor, se alza la sombra de los abetos negros. Ni un solo punto de referencia. Ya lo he visto todo, pero es como si no hubiera visto nada. Las venas de mis sienes palpitan con fuerza. Comprendo que la naturaleza me ha jugado una mala pasada, a mí, el hombre insignificante sin creencias que no le teme a nada y se da grandes aires.

– ¡Eh! ¡Eh!

Grito. No le he preguntado su nombre al hombre que me acompaña. No puedo sino dar alaridos, de manera histérica, como una bestia salvaje. Mis propios gritos me ponen los pelos de punta. Creía que en la montaña siempre había el eco. Incluso el eco más triste y más solitario sería preferible a este silencio aterrador. Aquí, el sonido se pierde en la atmósfera saturada de humedad y en la densa niebla. Entonces me doy cuenta de que ni tan siquiera conseguiré hacer oír mi voz y caigo en el más completo descorazonamiento.

En el cielo grisáceo se destaca la silueta singular de un árbol; está inclinado, su tronco está dividido en dos partes de igual tamaño que crecen juntas, sin ramas ni hojas. Completamente despojado, debe de estar muerto; se asemeja a un arpón gigantesco y monstruoso que señalara el cielo. Me dirijo hacia él. En realidad, está situado en el límite del bosque. Por debajo debe de encontrarse la garganta sombría, oculta por la niebla: así pues, es una dirección de lleva derecho a la muerte. Pero no puedo ya abandonar este árbol, mi único punto de referencia. Me esfuerzo por hacer acopio en mi memoria de los paisajes que he visto a lo largo de todo el camino. Primero debo encontrar unas imágenes fijas, como este árbol, y no meras impresiones fugitivas. Todo está presente en mi espíritu y trato de poner orden en él, a fin de utilizar estos recuerdos como puntos de referencia para el regreso. Pero mi memoria se muestra incapaz de ello y, como si fueran unos naipes borrados, cuanto más trato de ordenar estas imágenes, más confuso se vuelve su orden. Agotado, termino por dejarme caer sobre el húmedo musgo.

Así, he perdido el contacto con mi guía y me he extraviado en un bosque primitivo en la zona del punto geodésico de navegación aérea 12M, a más de tres mil metros de altitud. En primer lugar, no llevo conmigo este mapa geodésico. En segundo lugar, no tengo ninguna brújula. En mi bolsillo, no encuentro más que un puñado de caramelos que me diera el botánico que me ha abandonado. Me había aconsejado, para ir a la montaña, llevarme una bolsa de caramelos, para salir del mal paso si me extraviaba. Con las yemas de los dedos, cuento los caramelos en mi bolsillo: siete en total. No puedo hacer otra cosa que sentarme y esperar a que mi guía venga a buscarme.