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Y, en la espera de mi sentencia de muerte, me encontraba en esta situación en que no era ya nada, contemplando el sol otoñal por la ventana y rezando silenciosamente a Buda.

Mi viejo compañero de clase no podía aguantarse más. Entró en el cuarto oscuro, seguido por mi hermano. Hicieron salir a este último, que no pudo más que acechar por el ventanillo hacia allí donde estaban revelando las radiografías. Instantes después, mi compañero salió a su vez para esperar ante el mismo ventanillo. Habían desviado su atención del condenado para dirigirla hacia su sentencia de muerte. Esta metáfora no era del todo exacta. Yo les miraba entrar y salir como un observador totalmente ajeno, únicamente pendiente de repetir sin cesar dentro de mí el nombre de Buda. De repente, les oí exclamar:

– ¿Qué?

– ¿No hay nada?

– ¡Compruébenlo de nuevo!

– Este mediodía sólo está prevista esta radiografía lateral del pecho -respondieron con irritación desde dentro del cuarto oscuro.

Levantaron los dos la radiografía con unas pincitas para examinarla. El técnico salió también del cuarto oscuro, le echó una ojeada, pronunció unas vagas palabras y luego no les prestó más atención.

Gracias sean dadas a Buda. Estas palabras que primero habían reemplazado la invocación a Buda Amithaba se convirtieron en la expresión más banal de la alegría. Tal era mi primera disposición de ánimo tras haber escapado a esta situación desesperada. Buda había escuchado mis ruegos y se había obrado el milagro. Pero yo me alegraba en mi interior, sin atreverme a desvelar mis sentimientos a la ligera.

Aún no las tenía todas conmigo. Cogí la radiografía aún húmeda entre dos dedos y fui a hacerla verificar ante el responsable de las gafas.

Con gesto muy teatral, él dijo abriendo los brazos:

– Perfecto, ¿no?

– ¿Conviene hacer algo más? -Le estaba preguntando sobre el asunto de la fibroscopia.

– ¿Hacer el qué? -me preguntó él en tono de reprensión. Estaba en su derecho, se dedicaba a salvar vidas humanas.

Luego me hizo ponerme de pie delante del aparato de rayos X, me pidió que respirara hondo, toser, darme la vuelta, a izquierda, luego a derecha.

– Usted mismo puede verlo -dijo mostrándome la pantalla de control-. Mire, mire.

En realidad, yo no veía nada muy claro: en mi cerebro, una masa informe, y en la pantalla negra y blanca, el armazón óseo de mi pecho.

– No hay nada, ¿no? -prosiguió él en tono de reproche, como si yo tratara expresamente de buscarle problemas.

– Pero ¿cómo explicar lo que se veía en estas radiografías del pecho? -No pude evitar hacerle la pregunta.

– Si no hay nada, es que no hay ya nada. Ha desaparecido. ¿Cómo explicarlo? Una gripe, una neumonía pueden hacer aparecer una sombra. Y desaparece al curarse.

No hice ninguna pregunta respecto a los estados de ánimo. ¿Podían hacer aparecer una sombra?

– ¡Viva tranquilo, joven! -Hizo girar su sillón y se desentendió de mí.

Era cierto, acababa de volver a la vida, me sentía más joven que un recién nacido.

Mi hermano se fue a toda prisa en su bicicleta, pues tenía aún una reunión.

La luz del sol me pertenecía de nuevo. Me tocaba disfrutarla. Sentado en una silla, al borde del césped, mi compañero de clase se puso a hablar del destino con elocuencia. No se habla del destino más que en los momentos en que ya no es necesario.

– La vida es algo admirable -declaró-, un fenómeno absolutamente del azar. Puede calcularse el número de posibilidades existentes en el orden de los cromosomas, pero las oportunidades que se ofrecen a un recién nacido, ¿cabe preverlas?

Era inagotable. Estudiaba para ingeniero genético. Al escribir su tesis de final de carrera, la conclusión a la que había llegado como fruto de sus experiencias no se correspondía con la opinión de su tutor, decano de la Facultad, y, durante una entrevista, contradijo al secretario del comité del Partido de esta misma sección. Una vez licenciado, había sido enviado, por consiguiente, a una granja de los montes Daxing'an a criar ciervos. Más tarde, consiguió un puesto de profesor en una universidad de reciente construcción en Tangshan sólo tras un sinfín de complicaciones. No se esperaba ser «desalojado» de allí y condenado como «lacayo de la mano negra de los contrarrevolucionarios». Luego hubo de padecer todo tipo de tormentos durante cerca de diez años antes que llegaran a la siguiente conclusión: «Falta de pruebas». ¿Quién se hubiera imaginado que sería trasladado diez días antes del gran terremoto de Tangshan, mientras que sus torturadores perecerían todos al derrumbarse su inmueble? Fue por la noche, nadie logró escapar a la muerte.

– ¡Que se los trague la tierra, a cada uno su destino! -dijo.

Y yo debía reflexionar sobre mi forma de vivir, ahora que acababa de nacer a una nueva vida.

13

Delante de ti, una aldehuela con sus casas todas parecidas, de ladrillos azules y negras tejas, dispersas a lo largo de la orilla, al pie de bancales en terraza y de colinas. Por la entrada de la aldehuela, pasa un riachuelo recubierto de largas losas de piedra. Y ves también allí una calle, que lleva a la aldea, empedrada con piedras de un gris azulado en las que se advierten las profundas roderas de las carretillas. Y oyes de nuevo el resonar de tus pies descalzos golpeando contra la piedra y dejando una húmeda huella. Te incita a entrar. Es una callejuela parecida a la de tu infancia, con rastros de barro en las losas. Y finalmente descubres entre los intersticios el arroyuelo que atraviesa la aldea por debajo del camino. En la puerta de cada casa, una losa en realce permite sacar agua y hacer la colada. En las olitas centelleantes flotan restos de hojas de col. Oyes también, detrás de las puertas de las casas, el cacareo de las gallinas que se pelean para picotear. En las callejuelas, no ves ni un alma, ni niños, ni perros, el lugar es tranquilo y solitario.

En la esquina de una casa, el sol ilumina la pared-pantalla encalada. Su luz, cegadora por contraste, resalta en la calle oscura. Encima del dintel de una puerta, brilla un espejo decorado con los ocho trigramas. De pie bajo el alero, descubres que este espejo, destinado a mantener alejadas las influencias nocivas, está vuelto hacia la esquina de la pared-pantalla adonde reenvía las malas vibraciones que llegan de enfrente. Si sacaras una foto desde allí, el contraste de tonos de la pared-pantalla inundada de la luz amarilla del sol, de la sombra gris azulada de la callejuela y de las losas de piedra grisáceas, daría una sensación de calma y felicidad. Las tejas rotas de los aleros de los curvos tejados, las grietas de las paredes despertarían también una especie de nostalgia. O bien, una foto tomada desde otro ángulo de la gran puerta de esta casa, con la luz reflejada por el espejo de los ocho trigramas, el umbral de piedra, desgastado a fuerza de ser pulido por el trasero de los niños, daría una imagen viva de la que desaparecería toda sombra del odio que ha animado a estas dos familias de generación en generación.

No me cuentas más que historias crueles y espantosas, dice ella, no quiero escucharlas.

¿Qué quieres escuchar, entonces?

Cuéntame bonitas historias con atractivos personajes.

¿Quieres que te hable de las mujeres de la camelia?

No quiero oír hablar de brujas.

No son ningunas brujas. Las brujas son unas viejas arpías repugnantes, mientras que las mujeres de la camelia son siempre jóvenes y bellas.

¿Como la mujer del bandido Segundo Señor? No quiero escuchar este tipo de historia cruel.

Las mujeres de la camelia son tan hechizantes como benévolas.

A la salida de la aldea, remontando el lecho del arroyo, las enormes rocas se vuelven resbaladizas, pulidas por las aguas.