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Esta tumba se encontraba sobre un montículo pedregoso, a dos lis de la colina del Fénix. Después de un día de lluvia, su maestro descubrió un manantial que corría derecho a un agujero. Cuanto más profundizaba él en este agujero con un bastón, más ancho se volvía éste. Desde el comienzo de la tarde hasta la caída del sol, estuvo excavando, hasta hacer un hoyo por el que pudiera pasar un hombre y, por supuesto, no fue otro que él el primero en introducirse en dicho hoyo. Reptó y reptó y de pronto, ¡me cago en la puta!, cayó medio desvanecido. Acabó por encontrar, buscando a tientas en el barro, jarras y vasos que no dudó en romper. Asimismo descubrió un espejo que extrajo de entre las tablas de un ataúd podrido, blando cual restos de queso de soja. Dicho espejo era aún de un negro brillante, sin el menor rastro de verdín; ¡era un espejo ideal para las muchachas! «¡A fe de Li el Tercero -decía él-, tachadme de hijo de perra si miento!» Por desgracia, su amo se lo cogió y no le dejó más que una bolsa repleta de plata. Escarmentado por la aventura, se dio cuenta de que podía volar con sus propias alas.

Te has dirigido entonces al templo de los antepasados de la familia Li, en el centro de la aldea. Sobre el dintel de la puerta restaurada, ha sido colocada de nuevo una piedra dañada, que tiene grabados unos motivos de grullas, de ciervos, de pinos y de prunus. Has empujado la gran puerta entreabierta. Al punto, una voz que llegaba del fondo de los tiempos te pregunta: «¿Qué hace usted aquí?». Dices que has venido simplemente a echar un vistazo. Un anciano de pequeña estatura, pero en absoluto raquítico, ha salido de una habitación resguardada por la galería. Es evidente que guardar el templo de los antepasados es también una tarea gloriosa.

«A los extraños no les está permitido pasearse por aquí», manifiesta él rechazándote. Tú le dices que te llamas también Li, que eres un descendiente de este clan, que has andado errante por tierras lejanas durante mucho tiempo, y que vuelves de visita a tu tierra natal. Él enarca sus largas y canas cejas y te observa de la cabeza a los pies. Le preguntas si sabe que mucho tiempo antes vivía en esta aldea un ladrón de tumbas. Las arrugas de su rostro se vuelven más pronunciadas, como si sufriera. Los recuerdos no están nunca, por regla general, exentos de sufrimiento. Ignoras si él está buceando en sus recuerdos o si bien se esfuerza por identificarte. En cualquier caso, te incomoda seguir mirando fijamente este viejo rostro demudado. Él refunfuña durante un largo rato, sin atreverse a dar crédito a las palabras de este descendiente que va calzado con zapatos de viaje y no con zapatos de cáñamo. Termina por pronunciar una frase: «¿No has muerto?». Pero no consigues saber quién es el muerto. De todas formas, debe de ser un viejo, no un niño.

Cuando tú le dices que los descendientes de la familia Li han hecho fortuna en el extranjero, él se queda con la boca abierta, luego te deja pasar, haciendo una inclinación para saludarte y conducirte delante del altar de los antepasados, igual que un viejo intendente. Va calzado con unos zapatos negros y lleva en la mano una llave. Se pone a hablar de la época en que este templo aún no había sido transformado en escuela, y a renglón seguido cuenta cómo recuperó su antigua función, pues la escuela se ha trasladado de sitio.

Te muestra una tablilla horizontal de laca desconchada, parecida a una pieza arqueológica, pero cuya inscripción en estilo regular «A la gloria de los antepasados» no se halla en absoluto borrada. Bajo la tablilla hay un gancho de hierro que debía de servir para colgar los registros de los antepasados. En tiempos normales no se exponen, pues corresponde al viejo jefe de aldea conservarlos.

Tú le dices que era un rollo vertical pegado sobre seda amarilla. «Así es, así es», declara él. Fue quemado en tiempos de la reforma agraria y del reparto de tierras, pero más tarde fue reconstituido en secreto y conservado en el desván. En la época del movimiento de «clarificación del origen de las clases», se arrancaron las tablas del entarimado y fue descubierto, siendo quemado de nuevo. El que tienen ahora fue reconstituido de memoria por los tres hermanos de la familia Li y restaurado por el padre de Maowar, el instructor de estudios de la aldea. Maowar tiene una hija de ocho años, pero le gustaría tener también un hijo. «¿Es que ahora no hay control de natalidad?» «¡No sólo hay que pagar una multa si se tiene un segundo hijo, sino que además no te conceden el permiso de residencia!» Tú asientes y añades que te gustaría ver ese registro. «Seguro que tú figuras en él, seguro -repite-, todas las personas que se llaman Li en esta aldea figuran en él.» También dice que no hay más que tres nombres extranjeros, hombres que se casaron con muchachas de la familia Li; si no, no habrían podido quedarse en la aldea. Pero las gentes que tienen un apellido extranjero serán siempre personas ajenas a la familia y, por norma general, las mujeres no tienen acceso a este registro.

Tú dices que lo comprendes, que el gran emperador de los Tang, Li Shimin, se llamaba también Li antes de convertirse en emperador, pero que los Li de esta aldea no han llegado en ningún caso hasta el extremo de pretender que eran de la familia del emperador. Sin embargo, son numerosos los antepasados que llegaron a generales o ministros, pues no sólo hubo entre ellos ladrones de tumbas.

A la salida del templo, te ves rodeado de niños que no sabes de dónde salen, cada vez más numerosos. Te siguen por todas partes. Tú les dices que son como tábanos, pero ellos continúan siguiéndote mientras ríen tontamente. Cuando blandes tu cámara, escapan entre gritos. Sólo uno de ellos se te planta delante, afirmando que no hay ningún carrete en tu cámara, que tú mismo puedes comprobarlo. Es un chiquillo inteligente, esbelto, vivo como un gobio que conduce a su bandada.

– Eh, ¿qué hay aquí de interesante que ver? -le preguntas.

– El gran escenario del teatro.

– ¿Qué escenario de teatro es ése?

Se introducen entonces corriendo por una callejuela. Tú les sigues. En la esquina de una casa, en una piedra erigida en la entrada de la calle, hay grabados los caracteres: Digno de una piedra del monte Taishan. Nunca podrás comprender el sentido exacto de esta inscripción y en este momento nadie puede explicártelo con claridad. De todas formas, es algo vinculado a tus recuerdos de infancia. En esta pequeña calle vacía que sólo permite el paso de una persona llevando unos cubos de agua en su palanca, oyes aún el seco taconeo de unos pies descalzos sobre las losas de piedras verdes en las que se secan al sol unos regueros de agua.

Sales de la calle y desembocas en una zona de desecamiento cubierta de paja de arroz. Flota en el aire el dulce y almibarado aroma de la paja recién cortada. Al final de la zona de desecamiento se encuentra, efectivamente, un antiguo estrado de teatro enteramente construido en madera. El estrado tiene la altura de un hombre. Hay allí amontonadas unos haces de paja atados. La pandilla de monitos trepa a él escalando una columna y vuelve a caer sobre la zona de desecamiento, dando volteretas sobre los haces de paja. En el escenario abierto a todos los vientos, cuatro grandes pilares sostienen un amplio tejado de ángulos curvos. Bajo el tejado, algunas vigas horizontales debían de servir en otro tiempo para colgar las banderolas, las cuerdas de las linternas, así como las de los números acrobáticos. Las vigas horizontales y verticales han sido pintadas, pero la laca está desconchada.