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– ¿Por qué no la deja seguir estudiando su padre?

Ella dijo que su padre había muerto.

Le pregunté, entonces, que quién quedaba de su familia.

Me respondió que tenía aún a su madre.

Interrogué yo:

– Esta palanca debe pesar más de cien libras, ¿no?

Ella dijo que usaban el helecho para hacer fuego cuando ya no quedaba leña.

Me dejó pasar delante. Una vez franqueada la cresta, divisé una solitaria casa de ladrillo, emboscada en la ladera de la montaña.

– ¡Mire! Esa casa con un ciruelo delante es la mía.

El follaje del árbol había caído casi por completo. Únicamente algunas hojas de un rojo anaranjado seguían temblando en las ramas de un color violeta brillante.

– Este ciruelo que tenemos delante de casa es muy curioso. Ha florecido una vez en primavera, luego ha vuelto a hacerlo en otoño y sus flores blancas como la nieve no han caído hasta estos últimos días. Sin embargo, no ha sido como en primavera, no ha dado ni una sola ciruela.

Al pasar junto a su casa, quiso que entrara a tomar té. Subí los escalones de piedra y me senté sobre la muela, delante de la puerta. Ella llevó sus manojos de helechos detrás de la casa.

Un instante más tarde, volvió a salir con una tetera de gres y llenó un gran cuenco de borde azul. La tetera debía de llevar bastante en el fuego del hogar, porque el agua estaba aún hirviendo.

Apoyado contra la cama de fibras de palmera en la habitación del centro de acogida, siento frío. La ventana está cerrada, pero en la planta superior, donde está mi habitación, las paredes de tablas dejan pasar un aire helado. Al fin y al cabo, es una noche de pleno otoño en un pequeño valle de montaña. Recuerdo aún cómo ella se sonrió al servirme el té, viendo cómo me llevaba el cuenco con ambas manos a la boca. Sus labios se entreabrieron. Su labio inferior era muy carnoso, como hinchado. Seguía sin quitarse su chaquetilla corta impregnada de sudor. Le dije:

– Así va a coger frío.

– Ustedes, la gente de la ciudad, son distintos. Incluso en invierno, yo me lavo con agua fría -dijo ella-. ¿No quiere quedarse a dormir aquí?

Viendo mi cara de sorpresa, añadió enseguida:

– En verano, cuando los viajeros son muy numerosos, nosotros alojamos a algunos.

Y entré en la casa, guiado por su mirada. Las paredes de tablas estaban medio recubiertas de ilustraciones a todo color que contaban la historia de Fan Lihua. Yo había oído hablar de esta historia en mi infancia, pero la tenía olvidada.

– ¿Le gusta leer novelas? -le pregunté pensando en las novelas tradicionales que hacían referencia a esas imágenes.

– Prefiero el teatro cantado.

Comprendí que se refería a los programas radiofónicos de óperas.

– ¿Quiere lavarse usted la cara? ¿Le traigo una cubeta con agua caliente? -me preguntó.

Dije que no valía la pena, que podía ir a la cocina. Me condujo al punto allí y cogió una cubeta que, con gesto resuelto, enjuagó con agua de la jarra. La llenó de agua caliente, me la presentó y dijo mientras me miraba:

– Vaya a ver las habitaciones, está todo reluciente.

Yo no podía resistir su húmeda mirada. Había decidido ya quedarme.

– ¿Quién es?

Una voz queda de mujer se elevó detrás del tabique de tablas.

– Mamá, es un huésped -exclamó ella antes de dirigirse a mí-. Está enferma, sabe, lleva en cama desde hace un año.

Yo cogí la toalla caliente que ella me alargaba y entré en la habitación. Las oí murmurar. Me lavé la cara y recobré los ánimos. Recogí mi mochila y fui a sentarme sobre la muela del patio. Al salir ella, le pregunté:

– ¿Cuánto le debo por el agua?

– Nada.

Saqué de mi bolsillo un poco de dinero suelto que le puse en la mano. Ella me miró frunciendo el ceño. Descendí por el sendero y no me volví hasta encontrarme un poco más lejos.

Ella seguía delante de la muela, con el dinero apretado en la mano.

Necesito encontrar a alguien con quien desahogarme. Desciendo de mi cama y me pongo a andar por la habitación. También al lado el piso cruje. Llamo al tabique:

– ¿Hay alguien?

– ¿Quién es? -pregunta una voz grave masculina.

– ¿Ha venido también usted a pasear por la montaña?

– No, he venido por trabajo -responde la voz tras un momento de vacilación.

– ¿Le molesto?

– En absoluto.

Salgo para llamar a su puerta. Cuando él abre, descubro varias telas al óleo y unos bocetos colocados sobre la mesa y el antepecho de la ventana. No debe de haberse arreglado la barba y el pelo desde hace tiempo. Es probablemente algo deliberado. Digo:

– ¡Qué frío hace!

– Con un poco de aguardiente se pasaría mejor, pero no hay nadie en la tienda.

Maldigo:

– ¡Qué jodido lugar perdido éste!

– ¡Pero qué sensualidad la de las muchachas de aquí! -replica él mostrando un boceto de una muchacha de labios carnosos.

– ¿Se refiere usted a sus labios?

– Una lascivia sin perversidad.

– ¿Cree usted en la lascivia sin perversidad?

– Todas las mujeres son lascivas, pero siempre le dan a uno una impresión de belleza y el arte tiene necesidad de eso -dice.

– Pero ¿no cree usted que existe una belleza libre de perversidad?

– ¡Eso sería engañarse a uno mismo! -dice él sin ambages.

– ¿No le apetecería salir a dar una vuelta, a ver un poco la montaña de noche?

– Por supuesto, por supuesto -dice él-. Pero fuera ya no se ve nada, he ido ya a dar una vuelta.

Él contemplaba los labios carnosos.

Salgo al patio. Los inmensos ginkgos que se elevan desde el arroyo ocultan los faroles cuya luz da a las hojas un color lívido. Me vuelvo: la montaña y el cielo se difuminan en la bruma oscura de la noche en la que brillan débilmente los faroles. Únicamente se destaca el voladizo del edificio. Sumergido en esta luz extraña, la cabeza me da vueltas.

La puerta principal está ya cerrada. A tientas, descorro el cerrojo. Una vez cruzado el umbral, penetro en las tinieblas. A mi izquierda, oigo el murmullo de una fuente.

Al cabo de algunos pasos, me vuelvo. Al pie del acantilado, los faroles desaparecen y la bruma de un gris azulado envuelve las cimas de las montañas. Del fondo del barranco, un grillo lanza su estridor vacilante. El canto de la fuente se eleva a merced del viento que se abisma en el oscuro arroyo.

Una húmeda bruma invade el barranco y, en la lejanía, las siluetas de los gruesos ginkgos iluminados por los faroles se funden en la niebla. La sombra de la montaña se perfila poco a poco. Desciendo por la garganta de los acantilados escarpados. Detrás de la masa negruzca de la montaña flota una tenue luz, pero estoy rodeado de una densa oscuridad que me envuelve paulatinamente.

Miro hacia arriba: una gigantesca forma negra se alza en los cielos; mira hacia abajo y me siento aterrorizado. En su centro, la cabeza de un águila inmensa, con las alas replegadas, como si fuera a emprender el vuelo. Bajo las garras monstruosas de este feroz espíritu de la montaña, contengo el aliento.

Más lejos aún, en el bosque de secoyas que se alzan a una altura vertiginosa, la oscuridad es total, tan densa que forma un espeso muro contra el cual se corre el peligro de golpearse con sólo avanzar un paso más. De repente, me vuelvo bruscamente. Detrás de mí, a través de la sombra de los árboles, penetra la minúscula luz de un farol, indistinta, como una parcela de conciencia poco clara, un recuerdo lejano difícil de recuperar. Es como si observara el lugar de donde vengo, desde un lugar indeterminado, sin que existiera camino; esta conciencia que no ha desaparecido todavía no hace sino flotar delante de mis ojos.

Levanto la mano para cerciorarme de que existo, pero no veo nada. Enciendo mi mechero y distingo mi brazo alzado, como si enarbolara una antorcha. Pero la llama se apaga enseguida, a pesar de la ausencia de viento. La oscuridad que me rodea se vuelve más densa aún, sin límite alguno. Incluso el estridor continuo del grillo ha enmudecido. Mis oídos están invadidos de oscuridad, una oscuridad primordial. Si el hombre ha adorado instintivamente el fuego no ha sido más que para vencer el miedo interior que sentía a las tinieblas.