Vuelvo a encender mi mechero. Su débil y trémulo resplandor se ve enseguida aniquilado por un viento siniestro, invisible. En esta oscuridad salvaje se apodera poco a poco de mí el terror, me hace perder confianza en mí mismo y la capacidad de orientación. Temo, si sigo todo derecho, caer en el abismo. Dubitativo, doy algunos pasos. En el bosque, una fila de débiles luces, como una empalizada, parpadea en dirección hacia mí y luego se apaga. Me doy cuenta de que estoy en medio de los árboles, fuera del sendero que debería estar a mi derecha. A tientas, trato de corregir mi dirección; he de volver a localizar ante todo la oscura roca del águila, escarpada y negruzca.
En la bruma rasante y brumosa como una humareda, en forma de cinta caída al suelo, resplandecen por momentos algunas luces. Termino por regresar bajo la roca del águila cuyo negro color me resulta oprimente. Descubro de súbito, entre sus dos alas desplegadas, un pecho grisáceo, con forma de anciana, con un gran manto echado sobre los hombros. Ella no tiene nada de benévola, con un aspecto más bien de tarasca. La cabeza gacha, un cuerpo enjuto. Bajo el manto, una mujer desnuda arrodillada. En su espalda, la marca de las vértebras resulta apenas visible. Con el rostro vuelto hacia este ser demoníaco, parece suplicar, las manos juntas, los codos muy separados del busto, desvelando su talle desnudo. Su rostro permanece indistinto, pero el contorno de su mejilla es gracioso y seductor.
Su larga mata de pelo cae sobre sus hombros y brazos, realzando su talle. Está arrodillada sobre sus talones, con la cabeza baja, es una muchacha. Aterrorizada, parece rezar, implorar. A veces, cambia de forma, pero al punto recobra su apariencia de joven, una mujer implorante, con las manos juntas. Basta con volverse para que ella se trueque de nuevo en una muchacha de líneas más bellas aún. La curva de su seno izquierdo aparece un instante, inaccesible.
Pasada la puerta del templo, la oscuridad se difumina por completo. Vuelvo a encontrar las luces macilentas de los faroles. Las últimas hojas de los ginkgos que se elevan desde el arroyo se han fundido con la noche. Únicamente las galerías y los voladizos iluminados son perfectamente reales.
17
Cuando llegas al extremo de la aldea, una mujer entrada en años, con un delantal atado encima del vestido, está acuclillada en la orilla del río que corre delante de su puerta. Cuchillo en mano, limpia unos pescados apenas más largos que un dedo. Arde allí una tea de pino cuya danzarina luz se refleja en la hoja del cuchillo. Más lejos aún, la montaña, perdida en la sombra. Algunas nubes cárdenas se arrastran por las cumbres. Ni un ser humano. Vuelves sobre tus pasos. La tea de pino te atrae, sin duda. Te diriges hacia la anciana para preguntarle si puedes hospedarte en su casa.
– Las gentes vienen a menudo a descansar en mi casa.
Ella ha comprendido tus intenciones. Deja su cuchillo, se seca las manos en el delantal, te echa una mirada y te guía sin decir una palabra. Entra en la casa y enciende una lámpara de petróleo. Tú la sigues. El entarimado cruje bajo nuestros pasos. En la planta superior, flota un olor inequívoco a paja de arroz recién cortada.
– Todas las habitaciones de la planta superior están libres. Voy a buscar una manta. Por la noche hace frío en nuestras montañas.
La anciana deja la lámpara de petróleo en el antepecho de la ventana y baja otra vez.
Dice que no quiere pasar la noche abajo, que tiene miedo. Tampoco quiere dormir en la misma habitación que tú, también esto le da miedo. Tú le dejas la lámpara, acomodas con el pie la paja de arroz sobre el suelo y te vas a la habitación de al lado. Dices que no tienes ganas de dormir en una cama de tablas, que prefieres echarte sobre la paja. Ella dice que dormirá con la cabeza orientada hacia la tuya, que podréis hablar a través del tabique. Las tablas no llegan hasta el techo. El círculo de su lámpara ilumina el techo.
– Es algo original -dices tú.
La anciana trae las mantas. Quiere también agua y vuelve con un pequeño cubo de agua caliente.
Luego la oyes echar el cerrojo a la puerta de su habitación.
Con el torso desnudo, una toalla sobre los hombros, bajas. Ninguna luz. La única lámpara de petróleo de la casa se ha quedado en la habitación de la planta superior. La dueña de la casa está delante del horno de la cocina. Su rostro inexpresivo es débilmente iluminado por las llamas. Las ramas crepitan y sube un olor a arroz cocido.
Coges un cubo y bajas hacia el arroyo. En las cumbres, las últimas nubes cárdenas han desaparecido, por todas partes reina la oscuridad crepuscular. Unos destellos de luz centellean sobre las rizadas aguas cristalinas. Aparecen unas estrellas en el cielo, las ranas croan por doquier.
Enfrente, unas risas de niños taladran la profunda sombra de la montaña. Más allá del río se extienden unos arrozales, una era se destaca en la oscuridad. Los niños están jugando en ella tal vez a la gallina ciega. Una franja oscura la separa de los arrozales. Resuena la risa de una muchacha. Seguramente es ella. En la penumbra que tienes enfrente, tu olvidada juventud recobra vida. Un día, uno de estos niños se acordará también de su infancia. Un día, la voz penetrante de estos diablillos se volverá más bronca, más gutural, más grave. Esos dos pies desnudos que golpean las losas de la era dejando húmedas huellas les sacarán de la infancia y le abrirán el vasto mundo. Y oyes entonces el taconeo de los pies descalzos sobre las losas. En la orilla un niño juega a los barcos con el bastidor de su abuela. Ella le llama a gritos, él se vuelve y sale corriendo a escape. El sonido de los pies descalzos sobre las losas es cristalino. Y entonces vuelves a ver su silueta con su trenza negra como el azabache en una callejuela. En las callejuelas del pueblo de Wuyi, el viento invernal es glacial. Ella lleva al hombro una palanca cargada con agua y camina pasito a paso por las losas de piedra. Los cubos pesan sobre sus endebles hombros de adolescente. Le duelen los riñones. A tu llamada, se detiene. El agua se agita en los cubos y se derrama una poca sobre las losas de piedra. Ella vuelve la cabeza y ríe mientras te mira. Luego prosigue su camino con sus menudos pasitos. Lleva unos zapatos de tela violeta. En la oscuridad, los niños lanzan gritos muy claros, pero no captas su sentido. Diríase un eco incesante… yaya…
En un instante, han resurgido tus recuerdos de infancia. Rugiendo, los aviones descienden en picado. Raudas como el rayo, sus negras alas rozan tu cabeza. Te acurrucas contra el pecho de tu madre bajo un pequeño azufaifo silvestre cuyas espinas han desgarrado su chaqueta de algodón, dejando al descubierto sus torneados brazos. Luego tu nodriza te toma en sus brazos, te gusta acaramelarte contra ella. Balanceando sus grandes pechos, ella te añade un poco de sal en un oloroso pedazo de pan de harina de arroz amarillo oscuro, tostado al amor de la lumbre; te gusta refugiarte en su cocina. En la oscuridad, relampaguean los dos pares de ojos de un rojo vivo del par de conejos blancos que crías. Uno de ellos ha muerto en su jaula, mordido por una comadreja, y el otro ha desaparecido. Más tarde, lo encuentras, con el pelaje mojado, flotando en la taza del retrete. Detrás de la casa, en el patio, crece un árbol entre los ladrillos rotos y los trozos de tejas cubiertas de musgo. Tu mirada nunca ha pasado de la horcadura de las ramas, al nivel de lo alto de la tapia. Si se extendiera más allá, ignoras lo que descubrirías. Únicamente puedes ponerte de puntillas para alzarte a la altura de un agujero que hay en el tronco del árbol. Has tirado unas cuantas piedras allí. Dicen que los árboles pueden trocarse en espíritus, unos espíritus como las personas: ellos temen las cosquillas. Si hundes un bastón en este agujero, el árbol rompe a reír, como cuando tú la cosquilleas a ella bajo las axilas; entonces aprieta los brazos y ríe hasta quedarse sin aliento. También recuerdas que le faltaba un diente. «¡Ella ha perdido un diente! ¡Ella ha perdido un diente! ¡Y la llaman Yaya!» Tan pronto como gritabas eso, ella se ponía furiosa. Se alejaba dándote la espalda. La tierra se levantó como una negra humareda y recubrió las cabezas, los cuerpos, los rostros. Tu madre se puso en pie y te limpió el polvo, no te había pasado nada. Pero oíste un largo aullido estridente lanzado por otra mujer, como inhumano. Luego fuiste zarandeado sin fin por los caminos de montaña, sentado dentro de un camión entoldado, apretado entre las piernas de las personas mayores, en medio de las maletas y de los baúles mundo. Las gotas de lluvia corrían por tu nariz. ¡Coño! ¡Bajad todos para empujar! Las ruedas del camión patinaban en el barro y salpicaban a los hombres. ¡Coño!, imitas los juramentos del conductor, es tu primer taco. ¡Maldices el barro que te ha hecho que se te saliera el zapato! Ya ya… los gritos de los niños resuenan aún en la era. Ríen y gritan persiguiéndose. Ya no hay infancia, frente a ti sólo queda la negra sombra de la montaña…