Cuando regresas delante de su puerta, le suplicas que la abra. Ella te dice que no hagas tonterías, ahora está bien. Necesita tranquilidad, no siente deseo, necesita tiempo, necesita olvidar, necesita comprensión y no amor, sólo quiere encontrar a alguien con quien desahogar su corazón. Ella espera que no vayas a estropear vuestra relación, acaba de brindarte su confianza, dice que quiere continuar viajando contigo, entrar en la Montaña del Alma, va a pasar tiempo contigo. Pero no ahora. Te ruega que la perdones, ella no quiere, no puede.
Tú dices que no quieres nada, que simplemente has observado por la rendija del tabique una lucecita al lado. Por tanto no estáis solos, otra persona habita en la planta superior. Le dices que venga a ver.
– ¡No! No me vengas con cuentos, no me metas miedo.
Tú dices que distingues claramente una luz que brilla a través de la rendija del tabique, puedes asegurar que hay otra habitación al otro lado. Sales de tu habitación, la paja extendida sobre el piso molesta tus pasos. Levantando el brazo, puedes tocar desde el interior las tejas del techo. Para avanzar más lejos, habría que asomarse al exterior.
Tú dices buscando a tientas:
– Hay una pequeña puerta.
– ¿Qué ves? -pregunta ella desde su habitación.
– Nada en absoluto. No hay ninguna rendija en la puerta. ¡Oh!, tiene el cerrojo echado.
– Es espantoso.
La oyes hablar detrás del tabique.
Vuelves a tu habitación. Encuentras una gran cesta de bambú, la pones bocabajo encima del montón de paja. Te subes encima sosteniéndote en la viga horizontal.
– Vamos, dime, ¿qué has visto? -Ella insiste, en la habitación de al lado.
– He visto una lámpara de aceite, una mecha que arde en su interior, está puesta en una hornacina abierta en la pared. Una tablilla de los antepasados se alza al fondo. La dueña de estos lugares es sin duda una bruja que invoca los espíritus de los muertos y apresa las almas de los humanos. Ella debe de hipnotizar a los vivos para que los fantasmas posean sus cuerpos y hablen por sus bocas.
– ¡Cállate! -suplica ella. Y oyes deslizarse su cuerpo apoyado contra el tabique.
Tú dices que esta mujer, cuando era joven, probablemente no tenía nada de bruja. Era, como todas las mujeres de su edad, perfectamente normal. A los veinte años, justo a la edad en que tenía necesidad de un gran amor, su marido murió.
Ella pregunta en voz baja: ¿Y cómo murió?
Tú dices que él fue de noche, con un primo suyo, a robar unos alcanforeros al bosque de una aldea vecina. Justo en el momento en que iba a caer un árbol, su pie quedó enganchado en una raíz. Al oír crujir el árbol, para escapar, erró de dirección y se decantó del lado hacia el cual iba a caerse el tronco. Antes de que hubiera podido gritar, quedó hecho papilla.
– ¿Me estás escuchando? -preguntas tú.
– Te escucho -dice ella.
Tú dices que el primo de su marido tuvo tanto miedo que salió pitando sin atreverse a anunciar su muerte. Luego la joven encontró en la montaña a un carbonero que había colgado de la punta de su palanca un zapato de cáñamo y le rogaba a la gente con la que se encontraba en su camino que fueran a reconocer el cadáver. Ella misma le hizo esos zapatos bordados de hilo rojo en la parte superior y en el talón. ¿Cómo no reconocerlos? En ese momento, se desvaneció, golpeándose la nuca contra el suelo. Echó una espuma blanca por la boca y rodó por tierra gritando: «¡Demonios y aparecidos, hacedles venir! ¡Hacedles venir a todos!».
– También yo tengo ganas de gritar -te dice ella.
– Pues bien, entonces grita.
– Imposible.
Su voz ronca resulta penosa. La llamas de nuevo, pero se sigue negando a través del tabique. Sin embargo, quiere que sigas contando.
– ¿Contar el qué?
– Háblame de ella, háblame de esa loca.
Explicas que las mujeres de la aldea no conseguían dominarla, que fue necesario que varios hombres se abalanzaran sobre su cuerpo y le sostuvieran los brazos para poder atarla. A partir de ese día se volvió loca y predijo las catástrofes y los cambios que habían de abatirse sobre la aldea. Anunció, por ejemplo, que la madre de Ximao enviudaría, y así fue.
– También a mí me gustaría vengarme.
– ¿Vengarte de quién? ¿De tu amigo? ¿O bien de la chica que tenía relaciones con él? ¿Quieres que la rechace después de haberse divertido con ella? ¿Como hizo contigo?
– Decía que me amaba. No hizo más que juguetear un poco con ella.
– ¿Es joven? ¿Más bonita que tú?
– ¡Tiene la cara llena de pecas y una gran boca!
– ¿Es más seductora que tú?
– ¡Él dijo que ella iba detrás de los hombres, que no se negaba a hacer nada, quería que yo hiciera lo mismo que ella!
– ¿Hacer qué como ella?
– ¡No me preguntes eso!
– ¿Sabías, así pues, todo lo que hacían ellos juntos?
– Sí.
– ¿Y ella sabía lo que hacíais vosotros dos?
– ¡Oh, no hables más de eso!
– ¿Entonces de qué quieres que hablemos? ¿De esa mujer de la camelia?
– ¡Me gustaría realmente vengarme!
– ¿Como esa bruja?
– ¿Qué hizo ella?
– Las mujeres temían sus maldiciones, pero todos los hombres venían a charlar con ella. Ella les atraía para luego rechazarlos. Se empolvaba a continuación en exceso, instalaba un altar para entregarse a todo tipo de gesticulaciones aterradoras a fin de implorar a los dioses y a los demonios.
– ¿Y por qué hacía eso?
– Es preciso saber que fue prometida a la edad de seis años a un niño que ni siquiera había nacido todavía. A los doce, vivía con la familia de su futuro esposo, cuando este último no era aún más que un mocoso. Y un día, en este mismo piso, sobre este montón de paja, su suegro abusó de ella. Acababa de cumplir catorce años. Luego, cada vez que estaba sola en casa con él, se ponía a temblar. Más tarde también tuvo que acunar a su maridito que no dejaba de morderle cruelmente el pecho. Tenía que aguantarlo quieras que no, hasta que su marido pudiera llevar la palanca, cortar madera y empujar la carreta. Finalmente, cuando él fue ya mayor, y estaba en edad de merecer, murió aplastado. Sus suegros eran ya viejos, el trabajo de los campos y de la casa recaía completamente sobre sus espaldas. Ellos no se atrevían a vigilarla ya de muy cerca, temiendo que les abandonara para volver a casarse. En la actualidad, los dos están muertos. Y ella está realmente convencida de que se comunica con los espíritus, que puede dispensar a su antojo la felicidad y la desgracia por medio de sus imprecaciones. Naturalmente, cobra a los que vienen a quemar incienso. Lo más extraordinario es que ahora es capaz, por medio de la magia, de hacer perder el conocimiento en el acto a una chiquilla de diez años y de hacer hablar por su boca, con su voz original, a su abuela muerta hace mucho tiempo, a la que la chiquilla nunca conoció. Y ni que decir tiene, por supuesto, que esto pone la piel de gallina a su clientela. -Ven -me suplica-, tengo miedo.