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El sol va a ponerse. Su semiesfera semeja una tapadera de color anaranjado. Sigue siendo brillante, pero no deslumbra. Diriges la mirada hacia el lugar donde las dos vertientes del valle se unen, allí donde las cimas se encabalgan en medio de la bruma y de las nubes. Este marco ilusorio de un negro vivísimo comisquea paulatinamente la parte inferior del astro deslumbrante que parece dar vueltas. Cuanto más se tiñe de rojo el ocaso, más dulce resulta. Lanza sus reflejos dorados sobre el agua del río. El azul oscuro y los rayos dorados se mezclan en las ondas y las salpicaduras del agua. La bola purpúrea desprende todavía más serenidad, pero, al descender en la hondonada del valle, no deja de tener cierta seducción. Y luego están los sonidos. Oyes uno, difícil de captar, que se pone a resonar en el fondo de tu corazón y se expande progresivamente, se estremece un poco, como sobre la punta de los pies, se escapa y desaparece en el paisaje negro de la montaña, llenando los cielos de la bruma del crepúsculo. El viento del atardecer silba en tus oídos así como también el sonido incesante de los cláxones de los coches. Al atravesar el puente, descubres en su extremo una placa recién grabada con los caracteres realzados en rojo: Puente Yongning, construido durante el año 3 de la era Kai-yuan de los Song, restaurado en 1962. Placa colocada en 1983. He aquí una señal anunciadora de la llegada del turismo.

Al final del puente se encuentran dos filas de tabernas. En una de las de la izquierda, tomas un cuenco de queso de soja en gelatina, ese tipo de queso de soja tierno y delicioso, muy especiado, que se vendía en las calles y callejones y que durante un tiempo había desaparecido, pero que en la actualidad se elabora de nuevo gracias a una receta transmitida de padres a hijos. Luego, en una de las de la derecha, te tomas dos galletas de sésamo y cebolla recién salidas de la sartén, calientes y aromáticas; por último, te comes también -¿dónde?, ya no lo recuerdas- unas albóndigas de arroz glutinoso fermentado, apenas más gruesas que unas perlas, azucaradas al gusto. Por supuesto, no has sido tan exagerado como el señor Ma Segundo cuando viajó al lago del Oeste, pero tienes no obstante bastante buen apetito. Mientras degustas estos manjares de nuestros antepasados, escuchas las conversaciones de los clientes y patrones que son buenos conocedores del lugar. Quisieras acercarte y mezclarte con ellos utilizando su dulce lenguaje de acento campesino. Has vivido largo tiempo en la ciudad y experimentas la necesidad de conservar en ti una gran nostalgia del terruño, quisieras que te proporcionara un poco de consuelo, para poder retornar a los tiempos de tu infancia y reencontrar tus recuerdos perdidos.

Terminas por encontrar un hotel de este lado del puente, en una vieja calle empedrada. El suelo está más o menos limpio. En la habitación individual que has tomado, hay una tabla recubierta con una esterilla de bambú y una manta de algodón gris, de la que es imposible saber si está sucia o bien si se trata de su color original. La metes debajo de la estera, apartas la almohada grasienta. Felizmente aquí hace calor, y la ropa de cama resulta inútil. En ese momento, sientes la necesidad de dejar en el suelo la mochila que se ha vuelto muy pesada y de sacudirte de encima todo el polvo y quitarte el sudor del cuerpo. Te tiendes con el torso desnudo en la cama, con las piernas abiertas. En la habitación de al lado, hay gente que se interpela. Están jugando a las cartas. Oyes claramente el ruido de los naipes lanzados sobre la mesa. Únicamente una pared medianera hecha de tablas y, por las hendiduras de la desgarrada tapicería, puedes distinguir vagamente a algunos mozarrones con el torso desnudo. No estás tan cansado como para dejarte vencer enseguida por el sueño y llamas al tabique. Del otro lado se alza un gruñido. No es contra ti, sino contra ellos mismos contra quienes gruñen. Están los ganadores y los perdedores, y los perdedores tardan en saldar sus deudas. En este hotel se juega abiertamente dinero pese a la advertencia de la policía del distrito pegada en las habitaciones, que estipula la prohibición del juego y de la prostitución. Tienes verdaderas ganas de ir a ver si este reglamento es respetado en un lugar tan pequeño como éste. Te vistes, sales al pasillo y llamas a la puerta entreabierta de la habitación. El alboroto prosigue, nadie te presta atención. Entras directamente empujando la puerta. Los cuatro mozarrones sentados alrededor de una cama colocada en medio del cuarto se vuelven para mirarte. No muestran la menor sorpresa, el más asombrado eres tú. Cuatro rostros extraños con unos pedacitos de papel pegados en cejas, labios, nariz y mejillas. Resultan tan despreciables como cómicos. Pero ellos no ríen y se limitan a mirarte. Has venido a importunarles, y están claramente enojados.

– Ah, estabais jugando a las cartas… -No puedes sino disculparte.

Y ellos siguen lanzando sus naipes. Son éstos muy alargados, con unos dibujos rojos o negros, como en el juego del mah-jong. Incluyen también la puerta celestial y la cárcel terrestre. El perdedor es castigado por el ganador, que le pega un pedacito de papel de periódico en un lugar determinado. Imposible saber desde fuera si no se trata más que de una broma pesada, una especie de liberación, o bien de una señal establecida por los apostantes que permite a los perdedores o a los ganadores saldar sus cuentas.

Sales retrocediendo y regresas a tu habitación. Te tumbas de nuevo en la cama y contemplas en el techo las manchas concentradas alrededor de la bombilla, que son en realidad innumerables mosquitos en espera de que la luz sea apagada para venir a picarte. A toda prisa, bajas el mosquitero. Fijada en el techo por una tira de bambú en forma de círculo, la gasa recubre un espacio cilíndrico. Hace mucho tiempo que no has dormido bajo este tipo de mosquitero y ya has pasado con creces la edad en que te perdías en tus ensoñaciones, con los ojos abiertos clavados en lo alto de la gasa. Hoy no sabes qué impulso te animará mañana, a ti que te tienes bien aprendido todo lo que es menester aprender, ¿qué vas a seguir buscando? Llegado a la edad madura, ¿no deberías llevar una vida tranquila, cumplir sin prisas tu tarea en un puesto ni demasiado bajo ni demasiado alto, hacer tu papel de marido y de padre, instalarte en un mullido nido, ahorrar en el banco un poco de dinero que daría su fruto con el paso de los meses y que te dejaría un pequeño capital que, además de servirte para tu vejez, podrías luego legar?

2

A mitad de camino entre las altas mesetas tibetanas y la cuenca de Sichuan, en el país de la etnia qiang, en la parte media de los montes Qionglai, he presenciado la adoración del fuego y una supervivencia de la civilización original de la humanidad. Los antepasados de cada etnia han venerado el fuego que les trajo los comienzos de la civilización. Es un dios.

Sentado delante del fuego, él bebe aguardiente, pero, antes de probarlo, remoja un dedo en su cuenco y lo agita por encima de las brasas que se ponen a silbar despidiendo un humo azulado. En ese instante, me doy cuenta de que existo realmente.

– Hago esta ofrenda al dios del hogar porque es gracias a él que tenemos de comer y de beber.

La luz del fuego ilumina sus mejillas chupadas, su prominente nariz y sus pómulos salientes. Me dice que pertenece a la etnia qiang, que es oriundo de la aldea de Gengda. Dado que me incomoda hacerle preguntas de entrada sobre los dioses y los demonios, me limito a decirle que he venido a estudiar las canciones populares de estas montañas y le pregunto si se sigue practicando la danza llamada gezhuang. Él declara que él mismo es capaz de bailarla, que antaño hombres y mujeres bailaban en torno al fuego hasta la hora del amanecer, pero que, más tarde, fue prohibida.