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me quieres,

la chica ha sido seducida por la serpiente,

la serpiente era mi hermano.

20

Un cantor yi me ha llevado a la montaña, detrás del lago Cao, a las aldeas de su etnia. Cuanto más se avanza, más redondeadas parecen las cumbres, más frondosos son los árboles, exhalando una especie de olor femenino primigenio.

De tez muy morena, nariz recta, ojos rasgados, las mujeres yi son soberbias. Muy raramente miran a un desconocido a la cara. Si uno se topa con ellas, en el recodo de un sendero de montaña, mantienen los ojos gachos y, sin decir una palabra, se detienen para ceder el paso.

Mi guía ha tarareado para mí algunas canciones populares yi, endechas rebosantes de tristeza, incluso las canciones de amor.

Si sales una noche de luna, no enciendas la antorcha por el camino, si enciendes la antorcha por el camino, triste estará la luna. En la estación que florece la colza, no lleves la cesta para coger flores, si llevas la cesta para coger flores, triste se pondrá la colza. Si quieres a una muchacha de verdad, no dudes, si dudas, triste se pondrá la muchacha.

Me informa de que aún hoy en día los compromisos matrimoniales entre chicos y chicas yi son arreglados por los padres. Los jóvenes que quieren amarse libremente se ven a escondidas en la montaña. Si son descubiertos, son detenidos y ejecutados por sus propias familias.

Juntos picotean la tórtola y el pollo, el pollo tiene un amo, no así la tórtola, el amo del pollo ha venido en su busca, sola se ha quedado la tórtola. Juntos retozan la muchacha y el zagal, la muchacha tiene un amo, no así el muchacho, el amo de la muchacha ha venido en su busca, solo se ha quedado el zagal.

Él no puede cantar estas canciones de amor en su casa, delante de su mujer y de sus hijos. Viene al centro de hospedaje donde estoy alojado y, a puerta cerrada, las canta con dulce voz en lengua yi a medida que las va traduciendo.

Vestido con una larga túnica, con el talle ceñido por un cinturón, tiene unos ojos tristes y las mejillas demacradas. El mismo ha traducido estas canciones al chino, en una lengua llena de sinceridad que brota de forma espontánea de su corazón. Es un poeta nato.

Pese a que no es mucho mayor que yo, afirma que ya es viejo. Para gran asombro mío, dice que no sirve ya para nada, pero que tiene dos hijos, una chica de doce años y un chico de dieciséis, y que tiene que trabajar duro por ellos. Más tarde, cuando he ido a su pueblo natal, una aldea de montaña, he podido comprobar que, en el corral de los animales anejo a su casa, cría dos cerdos. En el interior de la casa, el suelo es de tierra batida, y en la cama no hay más que una delgada manta raída de negruzco algodón. Su mujer está enferma. Salta a la vista que la vida es para él una pesada carga.

Es también él quien me lleva a ver a un bimo, un sacerdote yi. Entramos en una casa muy profunda y recorremos unos estrechos y sombríos pasillos antes de llegar a un pequeño patio lateral solitario, con una sola entrada. Él empuja la puerta del patio y llama. Al punto resuena una voz de hombre. Me dice que entre. En su interior, delante de una mesa al lado de la ventana, hay sentado un hombre ataviado con una larga túnica azul. Se levanta. Lleva también el talle ceñido por un cinturón y va tocado con un turbante negro.

El cantor me presenta en lengua yi, y acto seguido me explica que el hombre es originario de la región de Kele. Nació en el seno de una gran familia y le hicieron venir de su aldea para ocuparse de las ceremonias religiosas de las poblaciones yi de la cabeza de distrito. Tiene cincuenta y tres años. Sin pestañear, me mira fijamente con sus claros y penetrantes ojos. Tiene una mirada ausente. Por más que me mira fijamente, es a otro lugar adonde dirige su mirada, sin duda a otro mundo, un mundo de bosques, de montañas, de espíritus y de fantasmas.

Me siento en la mesa enfrente de él. El cantor explica la razón de mi venida. Está copiando un texto sagrado en lengua yi, a pincel, como un han. Cuando ha terminado de escuchar al cantor, menea la cabeza, mete su pincel dentro de un bote y cierra el tintero. Acto seguido instala bien alzado delante de él el texto sagrado, caligrafiado en un basto y grueso papel, lo abre por el comienzo de un capítulo y se pone de sopetón a salmodiar con fuerte voz.

Su voz resulta demasiado sonora para una estancia tan pequeña. Surge en una tonalidad pareja, muy sobreaguda, para modularse acto seguido entre la tercera y la quinta, transportándole a uno de golpe a las altas tierras de las altiplanicies.

En esta habitación oscura, a través de la ventana que tiene detrás de él, la luz del sol parece particularmente resplandeciente, y el suelo fangoso del patio, cegador. Un gallo alza la cabeza, como para escucharle, luego se pone de nuevo a picotear, cabizbajo, habituado a esta voz, como si la salmodia de los textos sagrados fuera para él algo habitual.

Pregunto a mi guía:

– ¿Qué canta?

Él me dice que son textos sagrados reservados para el gran recogimiento, tras la muerte de un hombre. Pero están escritos en antigua lengua yi y no comprende gran cosa de ellos. Yo me había informado con él sobre las costumbres de los yi en materia de casamientos y de duelos, y le había preguntado sobre todo si yo tendría ocasión de asistir a algún funeral como aquellos que me había contado. En nuestros días constituye un espectáculo más bien raro. Esta voz masculina, continua y modulada, que sube de la garganta del sacerdote, resuena en sus cavidades nasales y surge de su máscara, esta voz de viejo pero llena de vida evoca en mí la imagen de una procesión funeraria con unos personajes que tocan el tambor, que tañen el oboe, enarbolando banderolas y llevando estatuillas de duelo de papel. Las muchachas van montadas a caballo, los chicos llevan un fusil al hombro cuyas detonaciones resuenan a lo largo de todo el camino.

Veo también la casa del alma del difunto. Instalada sobre su féretro, está hecha de bambúes trenzados cubiertos de papeles de color. Un seto de ramas entrecruzadas lo rodea. En el lugar de las exequias, se consumen altas pilas de leña. Los allegados del difunto están sentados en corro en torno a uno de ellos; las llamas se elevan cada vez más alto, mientras resuenan en la noche las salmodias de los textos sagrados; la multitud corretea y salta, se percuten tambores y gongs y se hacen disparos al aire.

El hombre viene al mundo entre lloros y gritos, lo deja en medio de un gran estruendo. Así es la naturaleza humana.

Esta costumbre no es exclusiva de las aldeas de montaña de la etnia yi. Puede encontrarse en toda la vasta cuenca del Yangtsé, pero la mayor parte de la veces está cargada de una gran vulgaridad y ha perdido su significado original. En Fengdu, en Sichuan, una ciudad llamada la «ciudad de los fantasmas», el antiguo país de los hombres de Ba, he asistido a los funerales del padre del director de un gran establecimiento comercial de la cabeza de distrito. Sobre su ataúd, habían depositado una casa de papel para el alma del difunto. Delante de la puerta de su domicilio, había alineadas las innumerables bicicletas de las gentes venidas para presentar sus condolencias y, del otro lado, se amontonaban coronas de flores, hombres y caballos de papel. En la acera, tres compañías de trompetistas tocaban alternándose desde la mañana hasta la noche, pero ninguno de los allegados ni de los conocidos del difunto, que habían venido a llorarle, entonaron cantos de piedad filial o bailaron las danzas de duelo. Permanecían en el patio jugando a las cartas, apiñados en torno a unas mesas. Quise sacar una foto de estas costumbres modernas, pero el director cogió mi cámara y exigió ver mis documentos.