Tú dices que continúe.
Ella afirma que tiene la impresión de ser una cotorra, que habla por los codos.
Tú dices que ella se expresa muy bien.
Ella dice que tenía a la vez ganas de seguir siendo pequeña y de crecer, deseaba ser amada, deseaba que todo el mundo la mirase, no sin temer al mismo tiempo la mirada de los hombres. Le parecía que en la mirada de los hombres había siempre un no sé qué de sucio, que no miraban nunca el bello rostro de las mujeres, sino siempre otra cosa.
Tú dices que también eres un hombre.
Ella dice que eres una excepción, que tú la has apaciguado, ha querido permanecer entre tus brazos.
Tú le preguntas si le parece que también eres sucio.
No digas eso, dice ella. No se lo parece, te ama. Le parece que todo en ti es tan tierno, dice que sólo ahora conoce la vida. Pero dice que a veces tiene particularmente miedo y le parece que la vida se asemeja a un abismo sin fondo.
Dice que nadie la ama de verdad, se pregunta qué sentido tiene la vida en este mundo si nadie la ama. Dice que le teme a eso. El amor de los hombres es tan egoísta, no piensan más que en poseer a las mujeres, ¿y qué dan a cambio de ello?
También dan, dices tú.
Precisamente cuando quieren eso.
Pero las mujeres son, no obstante, incapaces de prescindir de los hombres, ¿no? Dices que es la voluntad del cielo que ha juntado en un mismo molde dos piedras pulidas yin y yang, que es algo inherente a la naturaleza humana, no debe tener ningún miedo.
Dice que eres tú quien la ha empujado.
Le preguntas si eso le disgusta.
No, a condición de que todo sea natural, dice ella.
Sí, cuando una cosa se presenta, conviene aceptarla con cuerpo y alma. La provocas tú.
Ah, dice que tiene ganas de cantar.
¿Cantar el qué?, le preguntas.
Cantar que estoy contigo, dice ella. '
Canta lo que quieras. La animas a cantar a plena voz.
Ella quiere que la acaricies.
Tú dices que quieres que se relaje.
Ella quiere que le beses los pezones…
Y tú se los besas.
Ella dice que ama también tu cuerpo, nada de él la espanta ya, ella hará lo que tú quieras, oh, dice que quiere ver cómo entras en ella.
Tú dices que ella se ha vuelto una verdadera mujer.
Sí, dice ella, una mujer a la que un hombre ha poseído, dice que no sabe ya lo que se dice, asegura que nunca ha disfrutado así, dice que flota en una barca, no sabe hasta dónde va a flotar, su cuerpo ya no le pertenece. Se mece en la superficie del mar de un color negro de laca, ella y tú, no, ella sola, no tiene en absoluto miedo, sólo se siente vacía, quiere morirse, la muerte también la seduce, tiene ganas de caer en el mar para que las negras olas la traguen, te necesita, así como el calor de tu cuerpo, tu presión sobre ella, es una especie de consuelo, te pregunta si lo sabes. ¡Lo necesita de verdad!
¿Necesidad de un hombre? La tientas tú.
¡Sí, necesidad del amor de un hombre, necesidad de ser poseída! ¡Dice que sí, quiere ser poseída, quiere entregarse, olvidarlo todo, ah, ella te está agradecida, dice que la primera vez tenía un poco de miedo, sí, dice que ella quería, sabía que quería pero tenía mucho miedo, no sabía qué hacer, tenía ganas de llorar, de gritar, ganas de que la tempestad la arrojase en un campo desierto, de que la desnudara enteramente, de que las ramas de los árboles la desollasen, de sufrir sin poder liberarse, de que las bestias salvajes la desgarrasen! Dice que ella la vio, a ella, a esa mujer depravada vestida de negro que se acariciaba los pechos con ambas manos, con su risa burlona, su forma de caminar contoneando las caderas, una mujer desvergonzada, dice, tú no comprendes eso. no lo comprendes ciertamente, no comprendes nada, ¡qué idiota estás hecho!
22
Abandono en autocar la región yi en los confines del Yun-nan y del Guizhou y, una vez llegado a Shuicheng, he de esperar el tren durante un largo rato. Desde la estación hasta la cabeza de distrito queda un buen trecho de camino. No sé ya dónde estoy en esta región ni urbana ni rural, sobre todo cuando veo, al borde de lo que se diría una calle, dos sentencias paralelas pegadas en el enrejado de la ventana de una antigua casa de negras vigas: «Los niños juegan afuera, por doquier reina la paz entre los hombres». No tengo ya la impresión de avanzar, sino de volver a mi infancia, como si no hubiera conocido ni guerra, ni revolución, ni luchas sucesivas, ni críticas ni contracríticas, ni, ahora, la vuelta a las reformas que no es tal, como si mi padre y mi madre no estuvieran muertos, como si yo mismo no hubiera sufrido, como si no hubiese crecido; emocionado, he estado a punto de deshacerme en lágrimas.
Voy a sentarme sobre un montón de madera descargado al borde de la vía férrea, para reflexionar un poco acerca de mi situación. Una mujer de unos treinta años, con la desgracia pintada en el rostro, se me acerca. Quiere que yo la ayude para poder comprar un billete de tren. Ha debido de oír, un momento antes, en la ventanilla de la estación, que no hablo el dialecto local. Me dice que quiere ir a Pekín para presentar una queja, pero que no tiene dinero para comprar un billete. Le pregunto contra quién quiere presentar la queja. Me explica largo y tendido, de manera confusa, que su marido murió, víctima de una injusticia, pero que ahora nadie quiere reconocerlo, y que no ha recibido ninguna indemnización por ello. Le doy un yuan para quitármela de encima y me alejo resueltamente para sentarme en la orilla del río. Durante varias horas contemplo el paisaje que tengo enfrente.
Al atardecer, pasadas las ocho, llego por fin a Anshun. Comienzo por dejar en consigna mi mochila cada vez más pesada. Esta contiene un ladrillo decorado que me he traído de Kezhang. Allí los campesinos utilizan los ladrillos de las tumbas de los han para construir chiqueros. Hay una lámpara encendida en la ventanilla de la consigna, pero no se ve a nadie. Llamo varias veces, se presenta una empleada. Toma el dinero que le doy, pega una etiqueta en mi mochila y la coloca en un estante vacío antes de darse media vuelta. La vasta sala de espera desierta no se parece en nada a las salas de espera habitualmente abarrotadas de gente y ruidosas donde las personas se echan incluso en los antepechos de las ventanas, se tumban en los bancos, se sientan sobre sus equipajes, andan de aquí para allá sin objeto y se dedican a mil asuntos. Al salir de esta estación desierta, oigo incluso mis pasos.
Unas negras nubes pasan rápidamente por encima de mi cabeza, pero la noche es de una gran luminosidad. La bruma del crepúsculo, alta en el cielo, se mezcla con las nubes y resplandece de intensos colores. En el fondo de la explanada que se extiende delante de mí se alzan unos montes totalmente redondeados. Dominando las altas mesetas, se asemejan a unas grandes tetas de mujer. Pero, como están tan cerca, parecen gigantescos y se tornan opresivos. No sé si es a causa de las nubes negras que galopan por encima de mi cabeza, pero lo cierto es que tengo la impresión de que la superficie del suelo también se inclina, y titubeo, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Sin embargo, no he bebido. Esta velada en Anshun me deja una extraña impresión.
Frente a la estación, encuentro una pequeña posada. En la penumbra, no se distingue muy bien cómo está construida. En realidad, las habitaciones son tan pequeñas que se asemejan a jaulas de palomos, con la cabeza casi se toca el techo. No se puede estar más que echado.