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– ¡Eh!, ¿Me compra mi serpiente?

Y sin esperar la respuesta, se echa a reír de nuevo, y luego coge la serpiente con una mano y la levanta hacia mí con su palanca. Felizmente, el jefe de la estación llega a tiempo y le grita en tono de reproche:

– ¡Lárgate a tu casa! ¿Entendido? ¡Vamos, deprisa!

De mala gana, la mujer retrocede hasta el puente y se aleja obedientemente.

– Es una perturbada. Tan pronto ve llegar a un extraño, maquina algo.

Él ha encontrado a un campesino que me servirá de porteador y de guía. Tiene cosas aún que hacer en su casa, pero a continuación preparará arroz y verduras para varios días. Yo puedo partir primero y luego él se reunirá conmigo. Los montañeses conocen bien el camino, mi guía me alcanzará rápidamente con las provisiones. No hay más que un único sendero, por lo que no tiene pérdida. Más lejos, a siete u ocho lis, se encuentra una mina de cobre que fue temporalmente explotada y luego dejada abandonada hace mucho tiempo. Si no veo llegar a mi hombre, siempre puedo descansar allí.

Me aconseja asimismo que deje mi mochila, el campesino ya me la traerá. Y a continuación me entrega un bastón que me evitará esfuerzos en la subida y me permitirá ahuyentar a las serpientes. Por último, me recomienda que mastique un trozo de la raíz que me ha dado. Me despido, él agita la mano en dirección a mí y se mete en su casa. Su cabeza achatada, su semblante moreno y flaco, su rostro cubierto por una barba incipiente han desaparecido.

Y ahora no puedo dejar de pensar en él, en su actitud completamente desinteresada hacia la vida. Y pienso también en la orilla oscura, del otro lado del puente, en las casas de madera renegrida de la aldehuela, en el perro ladrador de negro y ceniciento pelaje, en la mujer que juega con una serpiente sobre su palanca; todos parecen querer decirme algo, así como la gigantesca montaña detrás del pequeño edificio; tengo la impresión de que se desprende de ellos un encanto inmenso, sin que pueda penetrar en su sentido.

34

Avanzas por el barro, mientras cae la llovizna, el camino está tranquilo y silencioso, salvo por el ruido de succión de tus pasos sobre la tierra mojada. Le aconsejas que camine por allí por donde el suelo está más duro, cuando oyes un batacazo. Te vuelves y la ves tendida en el barro, con un brazo apoyado en el suelo, el rostro descompuesto. Te apresuras a ayudarla, pero ella patina una vez más y se ensucia con su manchada mano. Le aconsejas que se quite de una vez por todas los zapatos de tacón alto, ella se echa a llorar lastimeramente y se sienta de lleno en el barro. Tú le dices que no pasa nada porque esté sucia, que no es nada grave, que hay que encontrar una casa para lavarse, pero ella se niega a seguir.

Típico de las mujeres, dices tú. Quieren subir a la montaña, pero sin pasarlo mal.

Ella dice que no hubiera tenido que seguirte nunca por este condenado sendero.

Tú le dices que en la montaña no sólo hay bellos paisajes, sino que también está la lluvia y el viento. Ya que ha llegado hasta aquí, no tiene por qué lamentarse de nada.

Ella dice que la has engañado, que no se ve nunca a nadie por el camino que lleva a esa condenada Montaña del Alma.

Tú dices que si son seres humanos lo que ella quiere ver y no montañas, que ya ve bastantes en las calles, en la ciudad. Para ello no tiene más que ir a pasearse por un supermercado, en la sección de repostería o de cosmética, allí donde las mujeres encuentran su felicidad.

Entonces ella rompe a sollozar cubriéndose el rostro con sus sucias manos, como un niño que se pone muy triste. Tú te apiadas de ella, la obligas a levantarse y la sostienes para avanzar.

Dices que, de todos modos, no conviene quedarse allí bajo la lluvia, que más lejos tal vez haya una casa, que en esa casa seguro que hay un fuego, que si hay un fuego habrá calor, que no se sentirá ya tan perdida, que encontrará un poco de alivio.

Tú, por supuesto, sabes que detrás de esos muros deteriorados, los hogares estarán sin duda en ruinas y que las ollas estarán herrumbradas desde hace mucho tiempo. En este cerrillo invadido por los hierbajos, detrás de las tumbas donde hay prendidos unos banderines de papel descolorido, nadie podrá oír los lamentos del fantasma de una mujer. ¡Cómo te gustaría, en este concreto instante, encontrar una casa en la montaña para poderte poner unas ropas secas y limpias, sentarte en un sillón de mimbre delante del fuego, con una taza de té caliente en la mano, frente a la lluvia que cae del alero, y contarle a ella una historia para niños que no tuviera ninguna relación con el mundo de los humanos! Ella sería la niña buena de un montañés solitario y se acurrucaría contra ti, sentada en tus rodillas.

Dirías que el genio del fuego es un chiquillo rojo totalmente desnudo al que le encanta gastar bromas. Aparece siempre en los bosques recién talados. Remueve intencionadamente la espesa capa de hojas secas y, a culo pajarero, trepa y salta entre las ramas.

Ella en cambio te cuenta su primer amor, una inclinación hacia el amor más bien, un amor de muchacha candorosa. Dice que en esa época él acababa de regresar de una granja de reeducación por el trabajo. No había cambiado, muy cetrino, muy flaco, como en otro tiempo, con las mejillas surcadas de profundas arrugas. Su corazón se seguía sintiendo inclinado hacia él. Ella le escuchaba con pasión contar los padecimientos que había sufrido.

Tú dices que ésa es una historia muy antigua, que la conoces por tu bisabuelo. El decía que vio, con sus propios ojos, al niño rojo salir de debajo del árbol que había cortado el año antes, y dirigirse hacia una camelia. Sacudió la cabeza, convencido de que sus viejos ojos estaban deslumhrados. Había ido a la montaña para cortar un tronco de acerolo, encargo de un constructor de barcos de Xiangshui. El acerolo es ligero, y constituye un buen material para las embarcaciones.

Dice que ella no tenía a la sazón más que dieciséis años y él contaba ya cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Habría podido ser su padre. Era, por otra parte, un antiguo compañero de universidad de su padre, un viejo amigo suyo. Tras su rehabilitación, a su vuelta a la ciudad, no conocía ya a nadie. Venía siempre a su casa a contarle a su padre, mientras tomaban aguardiente, su vida de «derechista» en el campamento de reeducación. Ella escuchaba y escuchaba, con los ojos húmedos. Él no había recobrado totalmente su vitalidad, estaba flaco, muy distinto del aspecto que tenía luego cuando encontró un trabajo de ingeniero en jefe. Llevaba entonces un traje a la occidental, con una camisa de cuello blanco bien planchado, muy abierto, que le confería una gran elegancia. Pero por aquella época ella estaba como emborrachada de él y le amaba. Quería llorar por él, no pensaba más que en reconfortarle para que pasara de manera feliz lo que le quedara de vida. Únicamente deseaba que él aceptase su amor de muchacha, es cierto, dice ella, que no le importaba otra cosa.

Tú dices que en aquel tiempo tu bisabuelo bajaba de la montaña, cargado con un tronco de acerolo, cuando vio al genio del fuego trepar sobre una camelia. No aminoró la marcha y, sin atreverse a mirar demasiado, regresó a su casa a depositar su cargamento. Antes incluso de entrar, exclamó: «¡Qué desgracia!». Por aquel entonces tu abuelo, que aún vivía, le preguntó: «¿Qué pasa, papá?». Tu bisabuelo explicó que había visto al genio del fuego, Zhurong, ¡y que se habían acabado, por tanto, los buenos tiempos!

Pero ella dice que él, el amigo de su padre, no sabía nada, que era un imbécil. No se lo dijo hasta mucho más tarde, cuando ella estaba en la universidad. Él le dijo que tenía mujer e hijo. Cuando se marchó al campamento, su mujer le esperó veinte años, su hijo era mayor que ella. Además, el padre de ella era uno de sus viejos amigos, ¿cómo podría hacerle una cosa así? ¡Qué cagado! ¡Qué cagado! Ella dice que en aquella época le insultó llorando. Dice que incluso ese encuentro fue ella quien lo propició. Él se despidió de su padre y ella puso como excusa que quería ir a ver a una amiga que había vivido en el mismo inmueble que ella en otro tiempo para salir juntos. Normalmente, le llamaba Tío Cai. Ella le dijo: «Tío Cai, tengo algo que decirte». «Entendido, vamos, charlaremos mientras caminamos.» No, ella no podía hablar así, en plena calle. Tras pensárselo un poco, él quedó con ella en un restaurante cerca de la entrada de un parque.