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Por fin, reaparece en medio de la bruma, gesticulando de manera extraña en dirección a mí. No le oigo gritar hasta que estoy delante de él, siempre en medio de esa maldita niebla.

– ¿Está usted cabreado conmigo? -Trato de pedirle excusas.

– No estoy cabreado, y menos con usted, ¡es más bien usted quien debe disculparme a mí!

Continúa gesticulando mientras grita, pero los sonidos llegan de manera ahogada a través de la niebla. Me doy cuenta de que no estoy siendo razonable.

Ajusto mi paso al suyo, pisándole los talones. Por supuesto, no resulta cómodo, no podemos seguir avanzando mucho más. No he venido a esta montaña para contemplarle los talones a este hombre. ¿A qué he venido, entonces? Tengo un mal presentimiento, debido sin duda al sueño que he tenido y a la sombra demoníaca de esta noche, a mis ropas empapadas por la humedad, a la noche casi en blanco que he pasado, y a mi fatiga. Trato de coger del bolsillo de mi camisa, que está pegada a mi piel, la raíz de hierba medicinal que sirve de antídoto contra las serpientes, pero ya no la encuentro.

– Es mejor regresar.

No me ha oído. Tengo que gritar:

– ¡Regresamos!

La situación se vuelve cómica, pero él no se ríe. Se limita a murmurar:

– Hace ya mucho rato que hubiéramos tenido que regresar.

He terminado, pues, por hacerle caso. Ya en la cueva, él enciende de inmediato un fuego, pero la presión atmosférica es demasiado baja, el humo no puede escapar e invade el espacio entero, impidiéndonos abrir los ojos. Sentado cerca del hogar, masculla algo.

– ¿Qué le dice usted al fuego?

– Que el hombre no puede luchar contra el destino.

Luego se tumba en su yacija. Un instante después, oigo sus sonoros ronquidos. Es un ser simple, tiene la conciencia tranquila, mientras que yo soy un ser pagado de mí mismo, en perpetua búsqueda de una espiritualidad que tal vez no sería siquiera capaz de entender si alguna vez se me revelase. Ignoro a qué me conducirá esto.

Me siento aburrido, en esta húmeda cueva, con estas ropas empapadas y heladas que se pegan a mi piel. En este instante, mi mayor deseo sería tener una ventana, una ventana iluminada, con un poco de calor detrás, una persona a la que yo amase y que me amase a mí. Es todo. Todo lo demás sería inútil. Pero esta ventana no es más que otra sombra ilusoria.

Sueño a menudo que voy en busca de la casa de mi infancia, en busca de mis recuerdos más dulces, en sueños veo una sucesión de patios en fila como un laberinto con unos pasadizos oscuros, estrechos y tortuosos, cuya salida jamás encuentro. Cada vez que tengo este sueño, los caminos son distintos, a veces el patio interior donde vivía mi familia es un paso vecinal, y no puedo hacer nada sin que los vecinos lo vean, y tampoco puedo disfrutar de un sentimiento de dulce intimidad e, incluso si estoy en casa, los tabiques no llegan hasta el techo o el papel pintado de las paredes está desgarrado o incluso una pared está completamente derrumbada, subo por una escalera que lleva al piso y miro hacia abajo, al interior de la estancia, todo está reducido a escombros, afuera hay un plantío de calabaceras bajo las cuales me he arrastrado para coger grillos, los pelos de los tallos de las calabaceras mezclados con la transpiración de mi cuello y de mis brazos me producen un prurito por todo el cuerpo, a veces a pleno sol, otras bajo una helada lluvia, en este patio atestado de escombros se han construido casas nuevas, no sé cuándo, con ventanas siempre cerradas, bajo este pabellón desprovisto casi de paredes, mi abuela materna está trasladando el baúl de la ropa de palisandro, tan viejo como ella, cuya tapa ha sido levantada, ella está muerta desde hace mucho tiempo, pero a pesar de todo he de recuperar mis recuerdos más dulces, mis sueños infantiles, o mejor dicho, mis sueños de infancia, a mis pequeños compañeros de entonces cuyos nombres ya he olvidado, había un chaval que tenía el labio inferior marcado por una cicatriz, de aspecto muy honesto, tenía un tarro de gres de color violeta donde criaba unos grillos, él decía que había sido su abuelo quien se lo había dado, también me gustaba su hermana mayor, una chica talludita muy dulce, pero nunca le dirigí la palabra, y luego me enteré de que se había casado, por lo que de nada serviría volver en su busca, y tampoco encontraría ya a mi pequeño compañero de infancia con su cicatriz en el labio, he recorrido la callejuela donde se suceden las puertas de las casas, sus aleros que desbordan hasta casi la mitad de la calle, me apresuro a volver a mi casa, mi abuela materna me espera para comer, cuando es la hora me llama a grandes gritos, y cuando la oigo llamarme creo que está discutiendo con alguien, discute a menudo con mi madre, tiene el genio muy vivo, cuanto más envejece, más extraño se vuelve su carácter, no se entiende con su propia hija, tuvo que regresar a su tierra a vivir con su familia, y luego ellos dijeron que murió en un hospicio, tengo que localizar ese lugar para ser digno de mi madre que ha muerto, en este momento pienso mucho en las personas que han desaparecido, tal vez porque en tiempos normales no lo hice a menudo, y sin embargo son las personas que me eran más próximas, en esta cueva de montaña, frente al fuego, las danzarinas llamas hacen evocar recuerdos, froto mis ojos llenos de humo que no consigo abrir.

Me levanto para salir. La niebla se ha disipado ligeramente, se ve ya a más de diez pasos. Cae la llovizna. Descubro que en las hendiduras de las rocas hay restos de varillas de incienso, así como una rama de árbol en la que hay atada una tela roja. ¿Es la Roca del Alma donde las mujeres vienen a implorar un hijo varón?

Arriba del todo, unos inmensos pilares de piedra se funden con la bruma. No pensaba descubrir una ciudad muerta sobre esta cresta.

36

¿Qué más se puede contar?

Tú hablas de esas ruinas invadidas de zarzales y azotadas por los violentos vientos de las cumbres, de las piedras quebradas, cubiertas de musgos y de líquenes, del gecko que trepa sobre una losa hendida.

Le dices que, en otro tiempo, resonaban aquí la campana de la mañana y el tambor del atardecer, que el humo del incienso remolineaba, que novecientos noventa y nueve bonzos vivían en las mil celdas que poseía el templo, que, en los días de nirvana, se realizaban suntuosas reuniones religiosas.

Cuentas que cuando los humos del incienso se elevaban del sinfín de pebeteros, los fieles acudían desde cien lis a la redonda para ver con sus propios ojos al viejo monje entrar en un estado de beatitud. Los peregrinos se apresuraban por los caminos a través de la floresta.

Cuentas que las salmodias de las sutras resonaban más allá de la gran puerta de la pagoda. No quedaba la menor esterilla disponible en todo el templo. Los últimos en llegar se arrodillaban en el mismo suelo y los que lo hacían más tarde aún tenían que esperar afuera. Y detrás de la masa de los fíeles que no lograban entrar se apretujaba también un gentío inmenso. Era una concentración excepcional.

Dices que no había un solo fiel que no quisiera obtener la gracia del viejo monje. Cada discípulo esperaba recoger su mensaje, pues, antes de entrar en beatitud, el gran maestro enseñaba el dharma. La sala de las sutras donde él estaba se hallaba en la planta baja del pabellón de las obras canónicas, a la izquierda del templo del Gran Tesoro.

Dices que en el patio, delante de esa sala, dos canelos en plena floración perfumaban el aire, el uno rojo y el otro blanco, y que el suelo estaba cubierto de esterillas desde la sala hasta el patio. Bajo el agradable sol del otoño, los bonzos esperaban sentados, con el corazón apaciguado, a que el viejo monje enseñara por última vez el dharma.

Dices que permanecía sentado con las piernas cruzadas sobre un estrado de madera de sándalo negro, tallado con unas flores de loto, que practicaba una purificación y una abstinencia totales desde hacía siete días y siete noches, sin comer ni beber, manteniendo los ojos cerrados, una larga túnica apedazada flotando sobre sus hombros. Delante del altar, en los pebeteros de cincelado bronce, se consumían unos pequeños leños de madera de sándalo blanco cuyo aroma se expandía por toda la sala. Estaba flanqueado por dos de sus discípulos y una decena de bonzos que habían recibido la tonsura de su propia mano aguardaban respetuosamente al pie del estrado. En la mano izquierda, retorcía un rosario y, en la derecha, sostenía una campanilla que golpeaba suavemente con un fino palillo de metal apretado entre los dedos. Como una ligera seda, el sonido de la campanilla emprendía el vuelo y flotaba entre las banderolas suspendidas en la sala.