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Dices que los bonzos oyeron entonces su dulce voz: «Buda nos enseña que, para alcanzar la iluminación, no hay que conocer a Buda por su aspecto corporal; lo que se denomina la figura corporal de Buda son las figuras ilusorias de su cuerpo, las figuras que se ven no son su figura, sino la negación de su figura. Lo que os transmito es que hasta las mismas palabras de Buda no pueden ser aceptadas, y al mismo tiempo tienen que ser aceptadas, no pueden ser transmitidas, y lo que no puede ser transmitido no puede ser admitido, pero al mismo tiempo tiene que ser admitido, eso es lo que yo os transmito, y ésta es la gran ley que Buda os transmite, ¿alguna pregunta?».

Dices que entre la multitud de los discípulos, nadie ha comprendido el sentido de sus palabras y nadie se atreve tampoco a hacer ninguna pregunta. Pero el aprieto mayor es para los dos discípulos que le velan a su diestra y a su siniestra. Desde hace siete días, no se atreven a relajarse un solo instante, en callada espera de que el maestro les haga partícipes de sus intenciones y de su enseñanza. En el pebetero, la última varilla de incienso acaba de consumirse. Por fin, el primer discípulo se arma de valor. Avanza un paso, se arrodilla y acto seguido se prosterna, juntas las manos: «Vuestro discípulo tiene una pregunta que haceros, pero no sabe si debe hacerla».

El viejo monje abre ligeramente los ojos y pregunta cuál es la pregunta. El discípulo alza la cabeza, pasea su mirada alrededor y pregunta: «Antes de alcanzar el nirvana, ¿transmitirá el maestro su enseñanza a un sucesor?». Todos han comprendido: es absolutamente necesario que designe a un sucesor para que se ocupe de un tan vasto monasterio con tantos bonzos, cirios e incienso. ¿Cómo sería posible que no tuviera sucesor un gran maestro como él?

El viejo maestro menea la cabeza, coge contra su pecho su cuenco de las ofrendas y dice: «Toma este cuenco…». El incienso está casi enteramente consumido, las volutas de humo se elevan por los aires formando unos círculos incompletos antes de disiparse. La pesada campana de hierro de doce mil libras del templo del Gran Tesoro, fundida durante la era Zhenyuan de los Tang, se pone a resonar, seguida de los sones de los tambores. En la sala de las sutras, los monjes se apresuran a golpear sus peces de madera y sus piedras sonoras. Comprendiendo que el viejo maestro ha transmitido ya su enseñanza y designado a su sucesor, la multitud salmodia las sutras y declama el nombre de Buda Amithaba.

Pero los dos primeros discípulos permanecen un tanto atónitos, no han oído que después de las palabras «coge este cuenco» ha añadido «y ve a mendigar». Tan sólo ven moverse los labios del maestro, pero ni el uno ni el otro consiguen recoger su enseñanza. Alargan la mano al mismo tiempo para apoderarse del cuenco de las ofrendas y ninguno quiere soltarlo. El cuenco acaba rompiéndose. Los dos hombres se quedan estupefactos de la impresión. Comprenden cuál era la intención del maestro, pero no se atreven a dirigirle la palabra. Únicamente el viejo monje ha tomado conciencia de que el templo caerá un día en ruinas. Incapaz de soportarlo más, cierra los ojos y, sentado, hace el vacío en su interior, sobre su asiento en forma de flor de loto, cruzado de manos. Concentra su atención sobre el punto «puerta de la vida» y, por propia voluntad, pone fin a su existencia.

Dices que la campana y el tambor resuenan en la sala de las sutras y también afuera. En el interior, los monjes recitan al unísono unas oraciones que se propagan hasta el patio. Allí la multitud de monjes las repite a coro hasta las tres salas y las dos alas laterales, luego hasta el exterior del templo donde se concentran los fieles con sus palanquines, asnos y caballos. Los fieles que no han podido acceder al edificio no quieren quedarse al margen y vociferan a voz en grito el nombre de Buda Amithaba con tanta fuerza que se les oye incluso desde el interior del templo.

Los monjes levantan la gran urna sellada donde ha sido colocado el viejo monje en estado de beatitud, escoltado de sagradas banderolas de bordados brocados, franco está el camino para los dos primeros discípulos que agitan los espantamoscas y asperjan aguardiente para purificar almas y cuerpos, y cada vez es mayor la masa de los fieles que se precipita en el interior del templo para tener la dicha de contemplar la figura mortuoria del gran maestro. Quienes alcanzan a verle exclaman: «¡Misericordia!» y los que no lo consiguen se hallan en el colmo de la excitación, con la cabeza levantada se apretujan de puntillas, perdiendo su sombrero y sus zapatos, derribando los pebeteros, indiferentes al carácter solemne del lugar.

Una vez sellada la tapa de la urna, ésta es instalada sobre una pira delante del templo del Gran Tesoro, y a continuación, antes de encender el fuego, da comienzo una sesión de lectura de sutras con miras a la liberación del alma, no es posible el menor error en el ceremonial, resultaría inconcebible la menor negligencia, pero ningún templo podría contener a decenas de miles de personas apretujándose y empujándose, ni los mozos más fuertes podrían resistir la oleada de la muchedumbre, las gentes zarandeadas y pisoteadas lanzan gritos de dolor. Nadie sabría decir dónde se inició el fuego, ni cuántas víctimas perecieron quemadas o aplastadas, si hubo más muertos por ahogamiento o abrasados, de todas formas el fuego duró por espacio de tres días y tres noches antes de que el Señor de las alturas se apiadara, dejando caer por fin una lluvia bienhechora que no dejó más que una extensión de ruinas y de estelas rotas, objetos de estudio para las generaciones venideras.

37

Detrás del muro en ruinas, están sentados a la mesa mi padre, mi madre y mi abuela materna, todos ellos muertos. Me esperan para comer. Pienso que ya he vagabundeado bastante de un lado para otro, y hace ya demasiado tiempo que no me siento en familia. Tengo ganas de sentarme a la misma mesa que ellos para charlar de todo y de nada, como cuando estaba en casa de mi hermano pequeño, cuando el doctor me diagnosticó un cáncer y hablábamos de cosas de las que no es posible hablar más que en familia. En aquel tiempo, a la hora de la comida, mi sobrinita siempre quería ver la televisión, pero era imposible que comprendiera que todos los programas estaban centrados exclusivamente en la campaña contra la contaminación espiritual, explicada para todo el mundo por las figuras del mundo cultural que tomaban postura unas tras otra recurriendo a la palabrería de los documentos oficiales. No eran programas para niños y tampoco eran en absoluto apropiados para la hora de las comidas. Yo estaba harto de las noticias difundidas por la radio, la prensa escrita y la televisión, y no aspiraba más que a volver a mi propia vida, a hablar del pasado de mi familia que había sido ya olvidado, por ejemplo, de ese bisabuelo loco que no tenía más que un deseo: convertirse en mandarín y que había hecho donación a este fin de todo su patrimonio, una calle entera, aunque en vano, ya que no logró ni tan siquiera obtener un mediocre puesto de funcionario y que enloqueció al comprender que había sido burlado. Entonces prendió fuego a su última morada, aquella en la que vivía, y murió a la edad de apenas treinta años, más joven de lo que yo soy ahora. Los treinta, etapa de la que dijo el Confucio que la personalidad apenas está formada, sigue siendo cuando menos una edad frágil en la que resulta fácil caer en la esquizofrenia. Mi hermano pequeño y yo no habíamos visto jamás ninguna foto de este bisabuelo, acaso porque en sus tiempos la fotografía no había sido introducida aún en China, o bien porque estaba reservada a la familia imperial. Pero mi hermano pequeño y yo probamos los deliciosos platos que preparaba nuestra abuela, y el que más fuerte impresión nos había dejado era la gamba emborrachada, cuya carne temblaba aún cuando la tenías en la boca. Antes de comernos una, teníamos que armarnos de valor. También me acuerdo aún de que mi abuelo, paralizado como consecuencia de un ataque de apoplejía, había alquilado en el campo una vieja casa de campesino para evitar los bombardeos de los aviones japoneses. Se quedaba tumbado en la pieza principal en una hamaca de bambú, el rostro aureolado por sus plateados cabellos agitados por el viento que penetraba por la puerta abierta de par en par. Tan pronto como sonaba una alerta aérea, era presa del terror. Mi madre decía que lo único que ella podía hacer era repetirle al oído sin cesar que los japoneses no tenían bombas suficientes y que las reservaban para las ciudades. En aquella época, yo era más joven de lo que mi sobrinita es ahora, y acababa justo de aprender a andar. Recuerdo que para ir hasta el patio trasero había que cruzar un umbral muy alto más allá del cual había que bajar aún un escalón. Yo no podía franquearlo solo, y este patio era para mí siempre un lugar misterioso. Delante de la puerta de entrada se extendía una era, y me acuerdo de que, con los hijos de los campesinos, me revolcaba por la paja que se estaba secando. En las apacibles aguas del río que bordea la era se había ahogado un perrito. No sé si algún asqueroso individuo lo arrojó al agua o si se ahogó él solo, pero lo cierto es que su cadáver permaneció largo tiempo en la orilla. Mi madre me tenía formalmente prohibido jugar en la orilla del río y yo no podía ir a excavar en la arena más que yendo detrás de los adultos que iban allí a sacar agua. Hacían unos agujeros en la orilla y recogían el agua filtrada por la arena.