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Comprendo en este instante que estoy rodeado de un mundo de muertos y que detrás de ese muro en ruinas se encuentran mis parientes desaparecidos. Tengo ganas de retornar entre ellos, sentarme a la misma mesa, escuchar incluso las conversaciones más fútiles, tengo ganas de oír sus voces, de ver sus miradas, de sentarme con gran comedimiento entre ellos, aun cuando no tome nada. Sé que las comidas del otro mundo poseen un valor de símbolo, que son una especie de ceremonia en la que no les está permitido participar a los vivos, sentarme a su mesa se me antoja de repente la felicidad suprema. Me acerco, pues, a ellos con precaución, pero una vez que he franqueado la pared en ruinas, se levantan y desaparecen en gran silencio detrás de otra pared. Oigo sus sigilosos pasos que se alejan, veo la mesa vacía que han dejado. En un instante, la mesa se cubre de tierno musgo, se resquebraja y queda reducida a un montón de piedras, y entre sus hendiduras crecen hierbajos. También sé que hablan de mí en otra casa en ruinas, que no aprueban mi conducta y que se inquietan por mí. En realidad, nada debería preocuparles, pero sé que lo están. Los muertos se preocupan a menudo por los vivos. Están discutiendo a escondidas, pero se callan una vez que yo aplico mi oído a la pared de húmedas piedras recubierta de musgo. Deben de seguir hablando con los ojos, decir que no puedo continuar así, que me hace falta una familia normal, una esposa prudente y virtuosa que se ocupe de mis comidas y lleve la casa, que si he contraído una enfermedad incurable ello se debe a mi inadecuada alimentación. Traman para saber cómo intervenir en mi vida, yo tengo que decirles que no hay motivo para la inquietud, que llegado a la edad madura tengo mi propio estilo de vida, que ese estilo de vida lo he elegido yo mismo, que no puedo volver al carril que ellos trazaron para mí. No puedo vivir como ellos, máxime cuando su vida no ha sido lo que se dice un éxito, pero no puedo dejar de pensar en ellos, quiero mirarles, escuchar su voz, hablar con ellos del pasado. Quiero preguntarle a mi madre si realmente me llevó en barca por el río Xiang. Recuerdo una barca de madera con una vela de bambú trenzada, en la que se apretujaban unas gentes, sentadas en unos bancos, a cada uno de los lados de la cabina, rodilla contra rodilla. A través de la vela, se veía el agua del río a punto de saltar por encima de la borda. La barca no paraba de cabecear, pero nadie decía ni mu, todos ponían cara de que no pasaba nada, por más que todos se habían dado cuenta de que la barca que iba hasta los topes podía zozobrar de un momento a otro. Nadie quería enfrentarse a la verdad. También yo ponía cara de que no pasaba nada, no lloraba ni me agitaba, esforzándome por no pensar en la catástrofe que podía producirse de un momento a otro. Quiero preguntarle si ella también huía. Si hubiera vuelto a ver ese tipo de barca en el Xiang, ese recuerdo sería perfectamente real. Quiero preguntarle también si es cierto que habíamos escapado a unos bandidos refugiándonos en un chiquero. El tiempo, ese día, era igual que el que hace hoy, lloviznaba; en una curva especialmente pronunciada de una cuesta, el autobús derrapó y el conductor no dejaba de lamentarse diciendo que, de haber tenido mejor cogido el volante, las ruedas del vehículo no habrían ido a parar a la cuneta. Recuerdo que eran las ruedas del lado derecho, porque, a continuación, los ocupantes del autobús se apearon todos y llevaron sus equipajes al lado izquierdo de la carretera, en la ladera de la montaña, y luego fueron a empujar, pero las ruedas seguían patinando en el barro, sin resultado. El autobús iba equipado con un motor de carbón vegetal, pues eran aún los tiempos de la guerra y los vehículos civiles no funcionaban con gasolina. Para hacerlo arrancar, primero era preciso girar con fuerza una manivela, hasta que el motor se ponía a petardear. En aquella época, los vehículos eran como los humanos, no se sentían bien hasta haberse aliviado de los gases que atestaban su vientre, pero en aquella ocasión el autobús, incluso después de haber petardeado, no era capaz más que de hacer patinar sus ruedas manchando de barro la cara de la gente que lo empujaba. El conductor se esforzaba por hacer una señal a los coches que pasaban, pero ninguno quería pararse para sacarle del apuro. Con semejante tiempecito, el cielo estaba realmente oscuro, y ellos no pensaban más que en huir. Pasó un último coche rozando la cuneta, con sus faros amarillos reluciendo como los ojos de una bestia salvaje. A continuación, los pasajeros treparon la pendiente a tientas en medio de la oscuridad, desafiando la lluvia, resbalando sin cesar por el camino de montaña fangoso, cogiéndose todos a las ropas del que les precedía. No eran más que una cuadrilla de ancianos, de mujeres y de niños. El grupo alcanzó por fin con gran esfuerzo una casa de labor sin luz, de la que nadie quiso abrir la puerta. Lo único que podían hacer era resguardarse en el chiquero para protegerse de la lluvia; unos disparos resonaban sin cesar en la montaña. Resplandecían unas antorchas. Sin duda, unos bandidos. El miedo impedía a todos proferir la menor palabra.

Franqueo la pared en ruinas, detrás no hay más que un retoño de boj con unas hojitas, del grosor del dedo meñique, que tiembla al viento en medio de unas casas derruidas, destejadas. Enfrente se alza una media ventana en la que uno puede apoyarse para asomarse al exterior. Entre las matas de azaleas y de bambúes-flechas surgen unas losas de piedra recubiertas de un musgo que parece muy mullido, visto de lejos. Diríase un cuerpo alargado, con las rodillas replegadas, los brazos extendidos. Sobre el tejado dorado del templo, otrora compuesto de miles de salas y de celdas de monjes, habían sido colocadas unas tejas metálicas para resistir el impetuoso viento de la montaña. Los monjes y las monjas que acompañaban a la novena concubina del padre del emperador Wanli de los Ming venían aquí a ejercitarse en la práctica de la perfección. De las grandes ceremonias, en el curso de las cuales se quemaba incienso y resonaban la campana de la mañana y el tambor del atardecer, no puede ser que no quede ningún rastro. Quiero encontrar vestigios de esa época, pero no hago más que dar vueltas a un fragmento de estela roto. ¿Es que hasta las mismas tejas metálicas han sido todas destruidas por la herrumbre quinientos años después?