Detrás de una entrada medio oculta, un pequeño patio húmedo. Un jardincillo yermo, desierto. En una esquina, un montón de escombros. Te acuerdas de este patio situado cerca de tu casa y cuya tapia de piedra se había venido abajo. Te asustaba y te atraía a la vez. Pensabas que las zorras que aparecen en los cuentos venían de allí. Después de clase, no podías evitar el ir allí solo, atenazado por la angustia. Nunca viste zorra alguna, pero este sentimiento de misterio ha acompañado siempre tus recuerdos de infancia. Había allí un banco de piedra roto y un pozo sin duda seco. En pleno otoño, el viento soplaba sobre el tejado donde crecían unas hierbas de un amarillo dorado y el sol brillaba en todo su esplendor. Estas mansiones cuya puerta permanece cerrada tienen su historia. Se parece en todo a una historia antigua. En invierno, el viento silbaba en las callejuelas. Calzado con unos zapatos nuevos forrados, venías con otros niños a golpear los pies en el suelo para calentarlos en la esquina de este muro y, por supuesto, te acuerdas de esta canción infanticlass="underline"
Durante la luna llena, a caballo, quemo el incienso, a la Gran Hermana Lou he matado, a la señorita del guisante he puesto nerviosa, los guisantes ella ha recogido, pero tenían su vaina vacía, con el padre Ji ella se ha casado, el padre Ji es demasiado pequeño, con el cangrejo ella se ha casado, el cangrejo el foso ha atravesado, la babosa ella ha pisado, la babosa la ha denunciado, ante el monje se ha quejado, las sutras ha recitado, a Guanyin ha rezado, a Guanyin ella ha meado, un diablillo ha meado, eso le ha provocado dolor de tripa, al santo de la Riqueza yo he llamado, y en trance él ha entrado, pero de nada ha servido, pues doscientas monedas he malgastado.
Sobre el tejado, las hierbas secas o vivas, blancas o verdes, se mecen suavemente al viento. ¿Cuántos años hace que no habías vuelto a ver estas hierbas en los tejados? Descalzo, haces resonar tus pasos sobre estas losas de piedra profundamente marcadas por las roderas de las carretillas y emerges de tu infancia, emerges en el presente. La planta de tus pies descalzos y sucios resuena delante de ti. Pero que hayas taconeado realmente los pies en el suelo no es lo más importante. De lo que tienes necesidad es de esta imagen interior.
Terminas por salir de este dédalo de callejuelas y llegas a la carretera principal; allí, el autobús procedente de la cabeza de distrito da media vuelta y vuelve a partir al instante. Al borde de la carretera, la estación de autobuses. En el interior, una ventanilla de venta de billetes y unos largos bancos. Ha sido allí donde has bajado del autobús hace un rato. Casi enfrente, una casa baja, un hotel de paredes encaladas con una inscripción: Bonitas habitaciones en el interior. Vas a ver y lo encuentras limpio. En cualquier caso, tienes que encontrar un alojamiento. Entras. Una sirvienta de avanzada edad está barriendo el pasillo. Le preguntas si hay alguna habitación libre. Ella se limita a responder que sí. Le preguntas a qué distancia se encuentra Lingshan. Ella te mira con cara de pocos amigos, lo cual significa que estás en un hotel público. Ella viene aquí a ganarse su salario mensual, no tiene nada que añadir.
– La número dos. -Con el mango de su escoba te señala una puerta abierta.
Entras, con tu mochila en la mano. En el interior, dos camas. En una de ellas hay tumbado un hombre, con las piernas encogidas y un libro entre las manos. Su título, Biografía no oficial de la zorra, está escrito en el papel de embalar con que están forradas las tapas. Haces una seña a este hombre. Él deja su libro y te dirige a su vez un cabeceo.
– Buenos días.
– ¿Acabas de llegar?
– Sí.
– ¿Fumas? -Y te lanza un pitillo.
– Gracias. -Te sientas en la cama de enfrente de la suya. Tiene necesidad de alguien con quien charlar.
– ¿Cuánto tiempo llevas por aquí?
– Unos diez días. -Se sienta y enciende su pitillo.
– ¿Has venido de compras? -preguntas tú como por casualidad.
– Me dedico al negocio de la madera.
– ¿Es fácil la cosa por aquí?
– ¿No conoces las normas? -replica él, muy interesado.
– ¿Qué normas?
– Las normas del plan nacional.
– No.
– Pues, entonces, es difícil. -Se despereza de nuevo.
– ¿Escasea también por estas regiones forestales la madera?
– De madera hay, pero por lo que se refiere a los precios es otro cantar. -Ha advertido que no eres entendido en la materia y responde con desgana.
– ¿Esperas que bajen los precios, no es así?
– Hmm -asiente él vagamente, luego vuelve a coger el libro.
Tienes que hacerle uno o dos cumplidos para poder sacarle un poco de información:
– ¡Muchas cosas debéis de saber vosotros, que vais a todas partes a comprar material!
– En absoluto -responde él con modestia.
– ¿Cómo puede ir uno hasta Lingshan?
No hay respuesta. No te queda más remedio que explicarle que has venido a ver el paisaje y le preguntas dónde se encuentran bellos parajes.
– A orillas del río hay un pabellón. Si uno se sienta allí para contemplar la montaña de enfrente, no está mal.
– Te dejaré descansar -digo en un tono neutro.
Dejas la mochila y te vas a apalabrar el alquiler de la habitación con la sirvienta antes de salir. En el extremo de la carretera principal se encuentra el embarcadero. Unos pronunciados escalones de piedra descienden más de diez metros. Hay atracadas allí unas barcas cubiertas de esterillas negras, provistas de largos bicheros de bambú. El escaso caudal del río fluye en un anchísimo lecho. Salta a la vista que no es la estación de las crecidas. En la orilla de enfrente hay una barcaza en la que la gente se apretuja. Todas las personas sentadas en los escalones de tu lado también la esperan.
Por encima del muelle, en el dique, se alza efectivamente un pabellón de tejado curvo. Alrededor, no se ven más que cestas de bambú trenzado. En el interior hay sentados unos campesinos de la margen opuesta que han terminado de vender su mercancía. En su charla, tienes la impresión de reconocer la lengua de los cuentos de los tiempos de los Song. El pabellón ha sido pintado recientemente. Bajo el alero, unos motivos de dragones y de fénix de vivos colores, y en las dos columnas delanteras, frente por frente, dos sentencias pararelas:
Sentado, de charla, no conviene criticar los defectos ajenos.
En el camino, contemplas las aguas puras de los ríos maravillosos.
Pasas por detrás de estas columnas. Hay allí escritas otras dos sentencias:
Cuando partas, no olvides los deseos que te susurran, al oído. Date la vuelta y contempla el emplazamiento del fénix en la Montaña del Alma.
Al punto el entusiasmo te transporta. La barcaza ha debido de llegar: los hombres que toman el fresco se han marchado, palanca al hombro. Únicamente se ha quedado un anciano.
– Por favor, anciano, este par de frases…
– ¿Te refieres a estas sentencias? -rectifica el anciano al punto.
– Sí, anciano, ¿podría decirme quién es el autor de estas sentencias? -sigues preguntando respetuosamente.
– ¡El gran maestro licenciado Chen Xianning! -responde él diligente, en un tono de manifiesto reproche. Abre una boca que deja ver algunos raros dientes negruzcos.
– Nunca he oído hablar de él. -No puedes sino confesar abiertamente tu ignorancia-. ¿En qué universidad enseña ese maestro?
– Es normal que no le conozca, pues vivió hace más de mil años -responde él en un tono de profundo desdén.
– No se burle usted de mí, anciano -dices tú para tratar de justificarte.