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Y todo había comenzado a propósito de las modelos.

Ella quiere que la sigas escuchando, él le dijo que si subía a la pasarela. ataviada con su vestido con los hombros descubiertos, podría rivalizar con esas modelos, que tenía un cuerpo particularmente bonito. Pero ella sabía muy bien que estaba demasiado delgada. Y él replicó que las modelos no tenían por qué tener los pechos demasiado grandes, que les bastaba con tener unas largas piernas y una bonita figura. Y añadió que su silueta era particularmente esbelta, sobre todo cuando llevaba ese vestido. Dice que también a ella le gustaba mucho ponerse ese vestido para ir al trabajo, porque se lo hizo ella misma, y que, cada vez que se lo ponía, él la escrutaba minuciosamente con la mirada. En cierta ocasión, cuando acababa de cambiarse, no le quitó los ojos de encima, y luego la invitó a cenar. Ella aceptó.

No, dice que declinó la invitación, porque tenía que ir a recoger a su hijo a la guardería, no podía dejarle en casa por la noche sin ocuparse de él. Él le preguntó si su marido le prohibía salir sola por las noches. No, pero por lo general, cuando salía, se llevaba al niño y regresaba temprano porque tenía que meterlo en la cama. Por supuesto, había dejado ya a su hijo al cuidado de su marido, pero aquella noche no podía ir a cenar con él. En otra ocasión, él la invitó a almorzar en su casa al día siguiente, durante la pausa de mediodía, para darle a probar el plato que mejor sabía hacer, las «albóndigas de las cuatro felicidades».

Ella volvió a declinar la invitación.

No, primero aceptó. Pero él añadió que esperaba que se pusiera su vestido de algodón azul.

¿Había aceptado?

No, y añadió que no estaba segura de poder ir. Pero, al día siguiente, fue a pesar de todo al trabajo con su vestido. Y al mediodía se presentó en casa de él. Ella no sabía qué tenía de especial ese vestido, pues no había hecho más que coser juntos dos retales y esa pañoleta de seda estampada que, por sí sola, era más bien de mal gusto. El conjunto resultaba original. No creía que su figura tuviera nada de agradable, su marido decía por otra parte bromeando que ella era demasiado plana, que no era muy sexy, ¿estaba en verdad tan bella cuando se ponía ese vestido?

Tú dices que el problema no radicaba en el vestido.

¿En qué, entonces? Ella dice saber a qué te refieres.

Tú dices que no sabes donde está el problema, pero que en cualquier caso no en el vestido.

¡Está en el hecho de que a su marido le importan muy poco los vestidos que ella se ponga, le importan un comino! Ella dice que no quería seducir a nadie.

Tú te apresuras a negar que hayas sugerido nada en este sentido.

Ella dice que no dirá nada más. Tú le preguntas si no buscaba a alguien para desahogarse. Hablar un poco de sus tormentos. ¿De los tormentos de su amiga? Tú la incitas a continuar.

Ella no sabe qué más puede contar.

Habla de las «albóndigas de las cuatro felicidades», el plato con el que él se luce.

Ella dice que lo había preparado todo por adelantado, al estar su mujer en una misión.

Tú le haces notar que en principio no había ido a casa de él a ver a su mujer, sino a comer, que habría tenido que darse cuenta de que, si su mujer no estaba allí, motivos tenía para desconfiar.

Ella reconoce que así es, que cuanto más se mantenía ella en guardia, más aumentaba la tensión.

¿Y menos capaz era ella de controlarse?

No pudo negarse.

¿Cuando él vio el vestido?

Ella no pudo sino cerrar los ojos.

¿Acaso no quería verse perdiendo la razón?

Sí. eso es.

¿No quiso ver que estaba loquita también?

Dice que fue una estúpida, que no pensó en hacer eso, que en esa época sabía que en cualquier caso ella no lo amaba en absoluto. Su marido estaba mejor que él.

Tú dices que en realidad ella no ama a nadie.

Ella dice que no quiere más que a su hijo.

Tú dices que ella no se ama más que a sí misma.

Tal vez sí, tal vez no. Dice que después se fue, que no quiso ya verle a solas.

Pero ¿lo vio al menos?

Sí.

¿En casa de él?

Dice que quería tener una explicación con él…

Tú dices que es inexplicable.

Es cierto, no, ella lo odia, ella se odia a sí misma.

¿Y te volvió a coger la locura?

¡No hables más de ello! Ella se siente terriblemente atormentada, no sabe por qué, debe hablar de todo eso, lo único que quería era que todo acabase rápido.

Tú preguntas cómo quería que acabase.

Dice que tampoco lo sabe.

41

Murió dos años antes de mi llegada aquí. En aquella época, era el último sacerdote superviviente en el centenar de aldeas de la etnia miao de los contornos, y desde hacía varias décadas no se organizaba ya el gran ceremonial de sacrificio a los antepasados. Él sabía que no tardaría en alcanzar el cielo y que, si había podido vivir hasta edad tan avanzada, se lo debía a los numerosos sacrificios que había realizado; los espíritus no osaban venir a atormentarle por una nimiedad. Temía que una mañana no pudiera ya levantarse y acabar de pasar el invierno.

La víspera de Año Nuevo, aprovechando que sus piernas todavía pueden llevarle, saca de casa la mesa cuadrada y la instala delante de ella, construida en saledizo sobre el río. La orilla silenciosa está desierta. Todos están encerrados en sus casas para la cena de Nochevieja. Ahora las gentes proceden a realizar el sacrificio a los antepasados igual que la cena de Nochevieja: de manera cada vez más sencilla. De generación en generación, los hombres se van volviendo de forma irremediable más flojos.

Pone en la mesa varios cuencos llenos de vino de arroz, queso de soja, pastel de Año Nuevo de arroz glutinoso y tripas de búfalo regaladas por los vecinos. Debajo de la mesa, deposita una gavilla de arroz, y, delante, amontona carbón vegetal. Más relajado, se queda inmóvil un instante para recuperar el aliento. Luego sube las escaleras y vuelve a la entrada para buscar en el hogar un ascua incandescente. Se acuclilla lentamente y se inclina para soplar sobre ella. El humo hace brotar unas lágrimas de sus secos ojos. Unas llamas se elevan súbitamente y tose un momento. No se calma su tos hasta que no se ha tomado un trago de vino ofrecido en sacrificio.

En la margen opuesta, los últimos resplandores del día desaparecen sobre las cumbres montañosas de un verde intenso, el viento de la noche comienza a cantar sobre el agua. Sin aliento, se sienta en el alto banco, frente a la mesa, con los pies puestos sobre la gavilla de arroz. Recobra su calma interior y levanta la cabeza para contemplar la oscura cadena de montañas, sintiendo enfriarse sus lágrimas y la moquita que le pende de la nariz.

En otro tiempo, cuando realizaba un sacrificio a los antepasados, tenían que secundarle veinticuatro personas. Dos mensajeros, dos intendentes, dos portadores de accesorios, dos asistentes, dos portadores de cuchillos, dos escanciadores de vino, dos servidores de platos, dos chicas-dragones, dos heraldos, algunos portadores de arroz, ¡un fasto inmenso! Se sacrificaban un mínimo de tres búfalos y un máximo de nueve.

A modo de compensación, el comanditario del sacrificio debía ofrecerle siete veces arroz glutinoso: la primera vez, siete tinajas para que fuera a la montaña a cortar el árbol-tambor. La segunda vez, ocho tinajas para que transportara los tambores a la cueva. La tercera vez, nueve tinajas por llevarlas a la aldea. La cuarta vez, diez tinajas para atar los tambores entre sí. La quinta vez, once tinajas por matar el búfalo y ofrecerlo en sacrificio a los tambores. La sexta vez, doce tinajas para la danza de los tambores. La séptima vez, trece tinajas para la ofrenda a los tambores. Éstas eran las reglas ancestrales.