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Canta a voz en grito hasta la extenuación. Su voz ronca se asemeja a una caña de bambú hendida que el viento hace gemir. Su garganta está seca. Bebe unos sorbos de vino. Sabe que ésta es la última vez, su alma ya le abandona siguiendo a su voz que se escapa por los aires.

¿Quién podría oírle en la orilla de este río oscuro y desierto? Por fortuna, una anciana abre su puerta para arrojar el agua sucia y le parece percibir un canto a lo lejos. Entonces distingue el resplandor del fuego en la orilla y piensa que se trata de un han que está pescando. Se les ve por todas partes a estos han, por todas partes donde hay algún dinero que ganar. Ella cierra su puerta, luego cae de repente en la cuenta de que los han, al igual que los miao, celebran la Nochevieja precisamente esa noche, excepto aquellos que no tienen ni un fen. Tal vez sea un mendigo. Ella llena un cuenco de sobras de la comida de la fiesta y baja hasta donde se halla el fuego. Boquiabierta, reconoce al viejo sacerdote delante de su mesa.

Su marido se levanta para cerrar la puerta abierta que deja que entre el frío en la casa, pero recuerda que su mujer ha salido para llevar un cuenco de comida a un mendigo. También él sale y se queda a su vez mudo de estupor cuando llega delante del fuego. Luego vienen la hija y el hijo de la casa, todos igual de desamparados. Finalmente, el hijo, que ha frecuentado algunos años la escuela del cantón, interviene.

– Se expone a coger frío quedándose así fuera -dice adelantándose-. Le ayudaré a volver a entrar en casa.

El anciano, con la moquita en la nariz, no le presta atención, sigue cantando, con los ojos cerrados y una ronca voz que le tiembla en la garganta, ininteligible.

Las puertas de las otras casas se abren unas tras otras. Ancianas, ancianos seguidos de sus hijos, por fin el pueblo entero se reúne en la orilla. Algunos regresan a sus casas en busca de un cuenco de albóndigas de arroz glutinoso, otros traen un pato, otros también un cuenco de vino, así como un poco de carne de búfalo. Por último, depositan delante de él media cabeza de cerdo.

– Es un crimen olvidar a los antepasados -farfulla sin cesar el anciano.

Emocionada, una muchacha corre a su casa para coger la manta que guardaba para su boda. Recubre con ella al anciano y le seca la nariz con un pañuelo bordado.

– Entre en casa, padre -le recomienda ella.

– ¡Pobre hombre! -exclaman los jóvenes.

– ¡La madre del arce, el padre del roble, si habéis olvidado a vuestros antepasados, algún día tendréis que pagarlo!

Sus palabras remolinean en su garganta. Llora.

– Se va a quedar pronto afónico, padre.

– Entre en casa.

Los jóvenes quieren sostenerlo.

– Moriré aquí…

El viejo forcejea. Termina por gritar como un niño caprichoso.

– Dejad que cante -dice una anciana-. Es su último invierno.

El libro que tengo en mis manos, Canciones de sacrificio, ha sido recopilado y traducido al chino por un amigo miao con el que trabé conocimiento. Si he escrito esta historia, es a modo de agradecimiento.

42

Un día de muy buen tiempo, con un cielo sin nubes. El brillo y lo profundo de la bóveda celeste te dejan mudo de admiración. Abajo, una aldea aislada con sus casas construidas sobre pilotes que se apoyan en el acantilado, como un enjambre de abejas adherido a una roca. Es un sueño, vas de un lado a otro, al pie de la montaña, sin encontrar el menor sendero para dirigirte allí. Tienes la impresión de acercarte a la aldea cuando, en realidad, lo que haces es alejarte de ella. Estos ires y venires te llevan tiempo y desistes. Avanzas al azar y el pueblo desaparece tras los montes. Sientes a pesar de todo un vago pesar. E ignoras adonde lleva el camino bajo tus pies, por más que no tengas una meta precisa.

Andas derecho camino adelante por el sinuoso sendero. En tu vida, nunca has tenido una meta precisa, las metas que te has fijado se han ido modificando con el tiempo, no han dejado de cambiar hasta que al final no has tenida ninguna. Si uno se pone a pensar sobre ello, la meta última de la vida humana es algo que carece de importancia, es como un enjambre de abejas. Si uno lo deja estar acaba lamentándolo, pero si lo coges los insectos te picarán, por lo que es preferible dejarlo estar y observarlo sin tocarlo. Este pensamiento te hace sentirte más ligero, poco importa adonde vayas, con la única condición de que el paisaje sea hermoso.

El sendero bordea un bosque de madroños, pero no es la estación de estos frutos. Cuando hayan madurado, imposible saber dónde estarás. ¿Esperan los madroños a los hombres? ¿O son los hombres los que esperan a los madroños? He aquí un problema metafísico que puede tener infinitas soluciones. Los madroños no cambiarán nunca y el hombre seguirá siendo siempre el mismo. Podría decirse también que los madroños de un año no son los mismos que los del año siguiente, y que el hombre de hoy no es el mismo que el de ayer. La cuestión radica en saber cuál es el verdadero, si el de ayer o el del hoy. ¿Y cómo establecer unos criterios de juicio? Deja a los metafísicos hablar de metafísica y ocúpate sólo de tu camino.

No dejas de subir, con el cuerpo empapado en sudor, y de repente desembocas en la aldea. A la vista de su sombra, te invade una sensación de frescor.

Nunca hubieras pensado que, al pie de las casas construidas sobre pilotes, las largas losas de piedra estarían ocupadas por unos hombres sentados. No puedes abrirte paso más que pasando por medio de sus piernas. Ninguno te mira, tienen la cabeza gacha y mascullan algún texto sagrado, todos tienen un aire muy afligido. Las losas de piedra serpentean a lo largo de las calles. De cada lado, los edificios de madera cuelgan en todos los sentidos, apoyados unos contra otros, como para no caerse. En caso de terremoto o de corrimiento de tierras, todo se vendría abajo.

Estos ancianos sentados, apoyados también unos contra otros, se les asemejan. Bastaría con empujar a uno solo de ellos para que todos cayeran como fichas de dominó. No te atreves a rozarles, temiendo desencadenar una catástrofe.

Posas tus pies entre sus piernas con la más extrema atención. Llevan los pies, delgados cual garras de gallo, envueltos en unos calcetines de tela. Entre sus lamentaciones resuenan unos chirridos, y es imposible saber si son emitidos por los edificios de madera o por sus articulaciones. Su avanzada edad les aflige con temblores y, mientras salmodian balanceándose, su cabeza no cesa de menearse.

A todo lo largo de la sinuosa calle, sin fin, hay sentados sobre las losas de piedra unos hombres, ataviados con las mismas ropas grisáceas de viejo algodón raído y apedazado. En las barandillas de las altas casas hay puestos a secar sábanas, mantas y mosquiteros hechos de un basto ramio. De estos ancianos sumidos en el dolor se desprende una profunda solemnidad.

En sus salmodias retorna un sonido estridente que traspasa como las garras de un gato, te retiene, te atrae, te obliga a ir hacia delante. Imposible decir de dónde procede, pero cuando ves, colgados delante de la puerta de una casa, unos rosarios hechos de hojitas de papel y humo de incienso que se filtra por debajo de las cortinas echadas, comprendes que se llora a un muerto.