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Avanzas a duras penas. La gente está cada vez más apretujada, ni siquiera puedes ya posar los pies. Temes romperle los huesos a alguno de estos hombres al pisarle. Debes prestar mucha atención para elegir un espacio libre en este enredo de piernas y de pies, contienes el aliento y avanzas con extrema lentitud.

Ninguno levanta el rostro hacia ti. Llevan en la cabeza, quien un turbante, quien un pañuelo de tela. No puedes distinguir sus rasgos. En ese instante, entonan un canto a coro; escuchando atentamente, captas las palabras:

Todos habéis venido, seis veces habéis corrido en un día, seis leguas habéis recorrido cada vez, repartid el arroz en los infiernos y habréis cumplido con vuestra tarea.

La voz aguda que conduce el canto es la de una anciana sentada en el umbral de una puerta de piedra, muy cerca de ti. Se distingue de los otros: con la cabeza y los hombros cubiertos enteramente de negro, se golpea la rodilla con mano temblorosa y balancea su cuerpo de adelante hacia atrás al compás de la melodía. Ha depositado cerca de ella un cuenco de agua fresca, un tubo de bambú lleno de arroz, así como un montón de cuartillas de grueso papel, punteadas con líneas de agujeritos. Moja su dedo sumergiéndolo en el cuenco y acto seguido separa una hoja de papel de plata que lanza al aire.

No se sabe cuándo habéis venido, ni tampoco cuándo partiréis, vais hasta el confín de la tierra, allí, al este, ¡Ay, Doudan! ¡Oh, Doudan! * Para matar a un hombre basta con medio grano de arroz, para salvar a un hombre basta con una pequeña moneda, menester es salvar a aquellos que sufren, ¡venid todos!

Quieres rodearla, pero tienes miedo de golpear su espalda, pues seguro que se caería. Prefieres pasar por encima de sus pies, pero la anciana se pone a gritar con voz penetrante:

¡Ay, Doudan! ¡Oh, Doudan! Sus piernas cual palillos, su cabeza cual una jaula de patos, si viene, se hará rápido, si habla, se podrá contar con él, que venga pronto, ¡decidle que no tarde!

Mientras grita, termina por incorporarse lentamente y agita los brazos hacia ti, sus uñas, como garras de pollo, apuntadas hacia tus ojos. No sabes qué fuerza te impulsa a separar sus manos, a arrancar la tela negra que recubre su cabeza. Entonces aparece un pequeño rostro reseco, dos órbitas sin mirada que se hunden profundamente en el cráneo, unos labios abiertos que no descubren más que un solo diente, luciendo una sonrisa que no lo es. Ella continúa gritando mientras salta:

Serpientes rojas abigarradas reptan por doquier, aparecen tigres y leopardos, las puertas de las montañas se abren entre crujidos, todos cruzan la puerta de piedra, por doquier gritan a coro, todos se unen a este grito, ¡apresuraos a salvar a este hombre en peligro!

Quieres desembarazarte de ella, pero los ancianos secos cual madera muerta se incorporan lentamente, te rodean y continúan gritando con trémula voz:

¡Ah, Dondan! ¡Oh, Dondan! ¡Rápido, abrid la puerta e invitad a los cuatro vientos, la hora yin llama a la hora mao, rogadle al Padre Trueno y a la Madre Rayo, montad sobre los caballos, echemos mano a su dinero!

La multitud se precipita hacia ti, grita, las palabras se quedan bloqueadas en tu garganta. Tú les empujas, caen uno tras otro al suelo, ligeros como si fueran de papel, sin un ruido, y se hace un profundo silencio. En ese instante, comprendes que el hombre tendido detrás de la cortina no es otro que tú. No quieres morir así, quieres retornar al mundo de los humanos.

43

Una vez dejada la aldea miao, avanzo por un camino de montaña desierto, desde el amanecer hasta la tarde. Ninguno de los camiones con remolque cargados de madera o de bambú, ninguno de los autobuses de línea se detienen cuando les hago una señal.

Tengo el sol de cara y un viento frío se levanta en el pequeño valle. En la carretera general sinuosa, donde no hay ni aldea ni caminante alguno, me embarga la tristeza. ¿Llegaré a la capital del distrito antes de que anochezca? Si ningún vehículo quiere cogerme, ignoro dónde pasaré la noche. De repente me acuerdo de que tengo una cámara fotográfica en mi mochila. ¿Por qué no tratar de hacerme pasar por un periodista?

Oigo acercarse un vehículo. Me pongo decididamente en medio de la carretera para impedirle el paso enarbolando mi cámara. Un camión entoldado llega traqueteando. Se me echa casi encima y no frena hasta el último momento con gran estrépito.

– ¿Quién es el hijo de puta que anda cortando la carretera de este modo? ¿Es que buscas tu muerte o qué? -espeta el conductor, con la cabeza fuera de la cabina.

Es un han, por lo menos comprendo lo que dice.

Me precipito hacia la puerta del camión.

– ¡Perdone, soy periodista, he venido a hacer un reportaje en una aldea miao, tengo mucha prisa, pues he de mandar un telegrama desde la cabeza de distrito antes de la noche!

Este tipo de hombre de rostro alargado, mejillas prominentes y boca carnosa, resulta fácil por lo general de convencer. Me mira de arriba abajo y frunce el ceño:

– Mi camión transporta cerdos, no hombres, y además no va a la cabeza de distrito.

Y es cierto, pues oigo gruñidos en su interior.

Exhibo una sonrisa de oreja a oreja:

– Con tal de que no me lleve al matadero, me doy por contento.

De mala gana, abre la puerta. Salto dentro de la cabina y le doy las más rendidas gracias.

Rehúsa el cigarrillo que le ofrezco. Circulamos sin decirnos una palabra. Ahora que estoy confortablemente instalado, no tengo ninguna necesidad de dar más explicaciones. De vez en cuando, echa una mirada a la cámara fotográfica que he colgado con toda intención de mi cuello. Sé que a los ojos de los habitantes de esta región, Pekín representa el centro del poder, y que un periodista venido del centro es forzosamente «alguien», pero ningún mando del distrito me acompaña y ningún jeep ha sido enviado para venir a buscarme. ¿Cómo explicar esto? Es difícil disipar sus sospechas.

Probablemente, cree que soy un estafador. He oído decir que realmente existen. Provistos de una cámara sin carrete, dándose grandes aires, van a la montaña a sacar fotos a casa de los campesinos, afirmando que sus tarifas no serán muy altas. Se dedican a esto durante un tiempo, para ir luego a gastarse el dinero que han estafado a la ciudad. Me divierte pensar que me toma por unos de esos tipejos. De vez en cuando, sienta bien que me divierta un poco, si no este largo viaje sería verdaderamente demasiado penoso. De repente, me echa una mirada y me pregunta de sopetón:

– ¿Adonde va, finalmente?