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– ¡Regreso a la cabeza de distrito!

– ¿Qué cabeza de distrito?

Como he viajado en el coche del rey de los miao, no he retenido el nombre de las capitales por las que he pasado. Me veo incapaz de responderle.

– ¡En cualquier caso, voy al centro de alojamiento del comité del distrito más próximo! -digo.

– Pues bien, bájese aquí.

Delante de nosotros, hay un cruce de caminos, desierto también, sin un alma. No comprendo si trata de intimidarme o bien si también él quiere dar muestras de humor.

El camión aminora la marcha y se para.

– Yo giro aquí -añade.

– Pero ¿usted adonde va?

– A la compañía de compra de cerdos en vivo.

Se inclina para abrirme la puerta. Es una invitación a bajar. Naturalmente, no se trata de ninguna broma, no puedo sino saltar de la cabina y preguntarle:

– ¿Hemos salido de la zona miao?

– Hace ya rato, desde aquí no está a más de diez kilómetros de la ciudad, caminando llegará allí antes de que anochezca -responde siempre con la misma frialdad.

Un chasquido de puerta, una nube de polvo y el camión desaparece en la lejanía.

Me digo que de haber sido una mujer sola, el conductor no se habría mostrado tan frío conmigo. Sé, por otra parte, que en este tipo de carretera, los camioneros han abusado de mujeres solas, pero en realidad, en tal supuesto, yo no me hubiera montado a la ligera en un camión. Existe siempre una desconfianza mutua.

El sol ha desaparecido y la bruma de la tarde se estira en el cielo en forma de escamas de pez. Delante de mí, una larga cinta grisácea. Tengo agujetas en las piernas, la espalda empapada en sudor, ya no estoy pendiente de los coches, a lo único que aspiro es a descansar en lo alto de la cuesta antes de ponerme en camino por la noche.

Nunca hubiera pensado en dar por estos parajes con un semejante. El alcanza la cima casi al mismo tiempo que yo. Con el pelo desgreñado, la barba sin afeitar desde hace varios días, también él lleva una mochila. Yo la llevo a la espalda, él en la mano. Viste un pantalón de trabajo grisáceo, el tipo de pantalón que llevan los mineros o los albañiles. Yo, mis vaqueros, que no he lavado en todos los meses que llevo en la carretera.

A la primera ojeada que le dirijo, comprendo que este encuentro no augura nada bueno. Él me mira atentamente de arriba abajo, luego su mirada se desplaza hacia mi mochila. Tengo la impresión de encontrarme frente a un lobo. La única diferencia es que el lobo considera a aquel con el que se cruza en su camino como una presa en sí, mientras que el hombre siente interés por el botín que pueda reportarle su víctima. No puedo dejar de mirarle de arriba abajo a mi vez. Miro fijamente también su mochila. ¿Lleva un arma dentro de ella? ¿Si le adelanto, me atacará por la espalda? Me detengo.

Mi mochila no es ligera, sobre todo con mi cámara fotográfica; blandida, sería bastante pesada para servirme de arma. La hago deslizarse de mi hombro a la mano, y acto seguido me siento en el talud. Aprovecho para recuperar el aliento y me dispongo a hacerle frente. También él recupera el aliento y se sienta sobre una piedra, al otro lado de la carretera. Apenas diez pasos nos separan.

Salta a la vista que es más fuerte que yo. Si nos batimos, no estaré a su altura. Pero sé que en mi mochila hay un cuchillo de electricista que me llevo siempre de viaje. Podría serme de utilidad en caso de ataque. El no parece contar con nada equivalente. Si se sirve de un cuchillo más pequeño, no es seguro que gane la pelea. Siempre me queda como último recurso emprender la huida, pero ello no haría sino despertar sus sospechas, haciéndole creer que llevo encima algo de dinero y que soy débil. Esto podría incitarle a atacarme. Por su mirada, intuyo que la carretera está tan desierta detrás de mí como detrás de él. Debo demostrarle que estoy en guardia y que no le tengo ningún miedo.

Enciendo un pitillo y adopto la pose de estar descansando. También él saca un pitillo del bolsillo trasero de su pantalón. Evitamos mirarnos frontalmente, pero nos espiamos con el rabillo del ojo.

Si no está seguro de que llevo algo valioso encima, no habrá lucha. En mi mochila, no tengo más que un viejo magnetófono portátil casi inaudible, que habría tenido que tirar desde hace tiempo de haber tenido dinero para comprarme otro. El único objeto en realidad de valor que tengo es esta cámara japonesa de prestaciones bastante completas, pero no vale en ningún caso la pena arriesgar la vida por ella. Tengo también un centenar de yuanes en metálico. Aún valdría menos la pena derramar la propia sangre por tan poco. Mando una bocanada de humo hacia mis zapatos grisáceos. Ahora que estoy sentado, mi camiseta empapada se me pega a la piel, tengo la espalda helada y oigo rugir el viento en las alturas.

El exhibe una mueca displicente, descubriendo sus encías. Tal vez yo tengo también la misma expresión. Tal vez muestro también los dientes, sin duda con la misma cara de malaje. Si yo abriera la boca, vomitaría las mismas sucias palabras, podría volverme violento, coger un cuchillo para traspasarle y salir huyendo inmediatamente. ¿Le domina también a él el mismo estado de ánimo que a mí, pese a esa apariencia que adopta apretando su colilla entre las dos manos, presto también a protegerse?

Es imposible que descubra que lo único que llevo que tenga valor para mí son mis zapatos. Los compré especialmente para este largo viaje, pero la lluvia, el barro y el agua de los ríos los han deformado. Están sucios, difícil de reconocer a un viajero por ellos. Doy una intensa calada a mi pitillo, luego lo aplasto contra el suelo. Al punto él arroja también su colilla, con furioso ademán, como para responder a mi gesto. Desprecio por su parte, pero también una actitud defensiva.

Nos levantamos al mismo tiempo, sin tratar de evitarnos, avanzamos hacia el centro de la carretera y pasamos uno al lado del otro rozándonos un hombro. A fin de cuentas, no somos unos lobos, sino más bien dos perros salvajes que se alejan después de haberse olfateado.

Delante de mí, una gran pendiente de bajada. Salgo pitando hasta la zona llana. Cuando me vuelvo, la cinta grisácea que asciende hacia la cresta montañosa desierta me parece aún más solitaria a la hora del crepúsculo.

44

Ella dice que ha envejecido, cuando se arregla por la mañana delante del espejo ve sus arrugas que las cremas y los polvos no consiguen eliminar. El espejo le indica a las claras que ha malgastado los mejores años de su vida. Cada mañana al despertar está abatida, amorfa. Si no tuviera que ir al trabajo, se negaría a levantarse, se negaría a ver a gente. Una vez que está allí, se ve obligada a tener contacto con los demás, y entonces comienza a hablar y a reír, se olvida, se reconcilia un poco consigo misma. Tú dices que la comprendes.

No, no puedes comprender, ella dice que tú no puedes comprender el abatimiento de una mujer que descubre que a esta edad no ha conocido aún a nadie que la ame de veras. No es hasta la noche cuando siente un poco de cólera. Le gustaría tener todas sus veladas ocupadas, tener una razón para salir o hacer visitas, no puede soportar la soledad. Quiere darse prisa por vivir, ¿comprendes tú este sentimiento de urgencia? No, no lo comprendes.

Dice que no tiene realmente la sensación de vivir más que cuando va a bailar, cuando su pareja la toca y ella cierra los ojos. Sabe que ningún hombre podrá ya amarla, no puede soportar más el verse escrutada con la mirada, teme las patas de gallo, su tez cada día más estropeada. Sabe que vosotros los hombres, cuando tenéis necesidad de una mujer, os deshacéis en palabras melosas y, una vez satisfechos, os vais detrás de una nueva conquista. Cuando encontráis a una joven y bonita, volvéis a comenzar al punto vuestros requiebros. ¿Qué dura, sin embargo, la juventud de una mujer? Ésta es su suerte. Tú no le diriges palabras de consuelo más que de noche, en la cama, cuando no puedes ver sus arrugas, cuando ella te da placer. ¡Déjame que te siga contando! Dice que sabe que vas a desembarazarte de ella, que todo no es más que un pretexto, que esperas una oportunidad para dejarla. No hables.