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De hecho, ella me miró de hito en hito para comprobar la autenticidad de la foto de mi carnet.

– ¿Es usted escritor? -preguntó distendiendo el ceño.

– Más bien un buscador de hombres salvajes -dije en tono de broma.

– Yo soy precisamente del Centro Cultural.

Era algo inesperado.

– ¿Cómo se llama usted, por favor? -le pregunté.

Ella dijo que su nombre no tenía importancia, que había leído mis obras y que le gustaban mucho. El Centro Cultural no contaba más que con una sola habitación de huéspedes para los mandos de las aldeas circunvecinas que venían a la ciudad. Era menos cara y más limpia que el hotel. A esas horas, las oficinas estaban cerradas, pero podía conducirme directamente al domicilio del director.

Me aclaró:

– El director es un ignorante redomado.

Luego añadió:

– Pero es una persona muy agradable.

El director, un hombre entrado en años, pequeño y grueso, quiso en primer lugar ver mi carnet. Lo examinó con la más extrema atención. El sello estampado sobre la foto no podía ser falso, por supuesto. A continuación reflexionó largamente, luego su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y me devolvió mi carnet.

– Normalmente, cuando nos mandan a escritores o a periodistas, éstos son recibidos por la oficina del comité del distrito y su departamento de propaganda. En su defecto, es el director de la oficina de asuntos culturales el que interviene.

Sabía, por supuesto, que el puesto de director del Centro Cultural del distrito era una verdadera sinecura. Ser nombrado para este puesto equivalía a ser enviado a un asilo de ancianos. Aun en el supuesto de que hubiera leído algún documento acerca de mi persona, no podía tener tan buena memoria como para acordarse. ¡Qué suerte haber encontrar a un anciano tan gentil e ignorante!

– No soy más que un modesto escritor -me apresuré a afirmar-, es inútil molestar a nadie.

– Aquí -continuó-, no hacemos más que organizar actividades populares de vulgarización cultural. Por ejemplo, vamos a los campos a recopilar canciones folclóricas…

– Eso es lo que más me apasiona -dije yo cortándole la palabra-, tengo justamente la intención de recopilar materiales sobre este particular.

– ¿La habitación de huéspedes en el piso de arriba no está libre?

Con mirada chispeante de inteligencia, la muchacha había estado esperando el momento para intervenir.

– Nuestras condiciones de alojamiento no son buenas -repuso él-, no tenemos cantina, tendrá que comer en la calle.

– Mejor que mejor, puesto que querría dirigirme a las aldeas de los alrededores.

– Entonces, tendrá que contentarse con lo que hay.

Se mostraba lleno de consideración hacia mí.

Y así fue como me instalé. Ella me condujo al piso del Centro Cultural, a la habitación de huéspedes en lo alto de la escalera. Dejé allí mi mochila, y ella me informó que su habitación se encontraba al final del pasillo. Me invitaba a ir a pasar un momento en ella.

En la pequeña estancia flotaba un perfume a polvos y cremas de belleza. Cerca de la ventana, sobre un estante, un pequeño espejo redondo, botecitos y frascos. Ahora, incluso las muchachas de estos lugares utilizan productos de belleza. Las paredes estaban cubiertas de carteles de cine, sin duda las estrellas que idolatraba. También había, recortada de una revista, la foto de una bailarina hindú, descalza, ataviada con un vestido de gasa transparente. Bajo el mosquitero, sobre las mantas bien arregladas, destacaba un pequeño panda de peluche blanquinegro. Otra moda de nuestros días. El único objeto de artesanía local era un cubo de agua finamente trabajado, laqueado de bermellón, colocado en un rincón. Yo acababa de recorrer las altas montañas durante varios meses, había vivido con los mandos y los campesinos de las aldeas, dormido sobre esterillas de paja, hablando groseramente, bebiendo aguardientes para echar a perder la garganta. Esa pequeña estancia clara con perfume a polvos y cremas me sumergió de inmediato en una ebriedad total.

– Estoy seguramente cubierto de pulgas -dije a modo de excusa.

Ella se rió en tono de reproche:

– Tómese, pues, un baño, los termos están llenos de agua caliente. La subí a mediodía. Aquí encontrará todo lo que usted necesite.

– Me siento verdaderamente incómodo, voy a irme a mi habitación, ¿puedo pedirle prestada su palangana?

– ¿Para qué puede servirle? Hay agua fresca en el cubo.

Diciendo esto, sacó de debajo de la cama un barreño de madera barnizada de rojo y listo ya con jabón y toalla.

– No se preocupe, voy a irme a la oficina a leer un poco. Al lado está la sala de conservación de objetos antiguos, algo más adelante de la oficina, y al final su habitación.

– ¿Qué clase de vestigios hay aquí?

Preciso era que encontrase alguna cosa que decir.

– No lo sé muy bien. ¿Quiere verlos? Tengo la llave.

– ¡Por supuesto, formidable!

Me explicó que en la primera planta había una sala de lectura de libros y de prensa, así como una sala de recreo cultural donde se ensayaban pequeños espectáculos. Me llevaría allí un poco más tarde.

Una vez lavado, sentía en mi cuerpo el mismo perfume que en el suyo. A continuación regresó para prepararme una taza de té. Me sentía bien en su habitación, no tenía ya ganas de ver los objetos antiguos.

Le pregunté acerca de su trabajo. Estaba titulada por el Instituto Pedagógico local, donde había aprendido música y danza. Pero la anciana que se hallaba al cargo de la biblioteca del Centro Cultural había caído enferma y ella la sustituía para vigilar la sala de lectura. Pronto haría un año que trabajaba allí. Dijo también que iba a cumplir veintiún años.

– ¿Podría cantar alguna canción de la tierra?

– No me atrevo.

– ¿Quedan aún viejos cantores?

– Por supuesto. En un pequeño pueblo, a unos cuarenta lis de aquí, hay un viejo que conoce muchos cantos.

– ¿Podría verlo?

– Vive en Seis Tiendas, una de nuestras aldeas de canciones. En autobús, puede ir y volver en el día.

Pero añadió que lamentablemente ella no podría acompañarme. Sin duda que el director no querría, pues no iba a encontrar a nadie para sustituirla: un domingo hubiera sido posible. Con todo, podía hacer una llamada, pues era precisamente su pueblo natal, podría telefonear al Ayuntamiento donde conocía a todo el mundo para que le rogasen al cantor que me recibiera. Dado que el autobús de vuelta salía a las cuatro, me invitaba a cenar con ella cuando regresara. Al vivir sola, tenía que preparar ella algo de comer.

A continuación me contó que en aquel pueblo vivía una costurera, la hermana de una de sus compañeras de escuela, una mujer especialmente hermosa, de una rara belleza, con la piel muy blanca, como una estatua de jade.

– Vaya usted a verla, le garantizo que…

– ¿Qué me garantiza?

Me dijo que lo había dicho en broma. Esa muchacha vivía de la tienda de confección que había abierto en una callejuela de Seis Tiendas. Podía vérsela desde la calle, pero todo el mundo decía que tenía la lepra.

– Es una verdadera tragedia, nadie se atreve a casarse con ella -dijo.