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– Si verdaderamente tuviera la lepra, habría sido hospitalizada.

– La gente lo dice para desprestigiarla, pero yo no me lo creo.

– Podría ir al hospital a hacerse examinar y obtener un certificado médico -sugerí yo.

– Son aquellos que la tienen en el punto de mira los que mantienen el rumor, la gente es mala. ¿De qué serviría un certificado?

A continuación me contó que una amiga que era como una hermana para ella, y con la que se llevaba estupendamente, se había casado con un empleado que era recaudador de impuestos. El le pegaba tanto que tenía el cuerpo cubierto de morados.

Le pregunté por qué.

– ¡Porque la noche de bodas su marido descubrió que no era virgen! Las gentes de aquí son muy patanes, muy zafios, no como en la ciudad.

– ¿Ha estado usted enamorada alguna vez?

No sentí ninguna incomodidad en hacerle la pregunta.

– Hubo un compañero de clase. Yo estaba muy bien con él y, después de sacarnos el título, seguimos escribiéndonos, pero recientemente se ha casado, no me lo esperaba. En realidad, no tenía una relación regular con él, nos apreciábamos, eso sí, pero nunca llegamos a hablar de salir juntos. Cuando recibí la carta en la que me anunciaba su boda, lloré. ¿Le gusta a usted escuchar este tipo de historias?

– Ah, no -dije-, es difícil escribir sobre eso en una novela.

– No le he pedido que lo haga. Pero ¿por qué no, dado que ustedes los que escriben inventan lo que sea?

– Si tengo ganas.

– ¡La pobre! -suspiró ella.

Yo no sabía si suspiraba por la costurera de la pequeña localidad o por su hermana.

– Es cierto.

Estaba obligado a dar muestras de compasión.

– ¿Cuántos días piensa quedarse aquí?

– Unos dos. Voy a descansar un poco y luego me iré.

– ¿Desea visitar aún muchos lugares?

– Sí, todavía me quedan no pocos lugares adonde no he ido.

– Y adonde yo, en toda mi vida, no podré ir jamás.

– ¿No tiene ninguna oportunidad de ir a realizar alguna misión? También podría pedir unas vacaciones y viajar por su cuenta.

– Me gustaría visitar Shanghai y Pekín algún día. Si fuera a verle, ¿me reconocería?

– ¿Por qué no?

– Seguro que haría tiempo que me habría olvidado.

– Es usted demasiado dura conmigo.

– Digo la pura verdad, ¿es usted muy conocido, no?

– En mi oficio, se está en contacto con mucha gente, pero la gente simpática es más bien poca.

– Ustedes los escritores sí que saben expresarse de verdad. ¿No podría quedarse algunos días más? No sólo la gente de Seis Tiendas sabe cantar canciones populares.

– Sí, claro que puedo.

Me sentía presa en las redes de la ternura de niña pequeña que ella desplegaba en torno a mí. Pero pensar en esto no me hacía sentir muy bien.

– ¿No está usted cansado?

– Un poco.

Me di cuenta de que tenía que dejarla y le pregunté por la hora de salida del autobús del día siguiente para Seis Tiendas.

Nunca hubiera pensado que a la mañana siguiente, siguiendo sus instrucciones, partiría para un día entero, sin remolonear en la cama, ni haber lavado mis ropas sucias. Y que además me pasaría el tiempo esperando la noche para volver a verla.

A mi regreso, la cena estaba ya lista. El infiernillo de alcohol estaba encendido y una sopa se estaba haciendo a fuego lento. En vista de todos los platos que había preparado, le propuse ir a comprar aguardiente.

– Ya tengo.

– ¿Toma usted alcohol?

– Sólo un poquito.

Saqué un poco de carne en salazón y de oca asada envuelta en unas hojas de loto que había comprado en una pequeña tienda, enfrente de la estación de autobuses. En esta cabeza de distrito, se ha conservado la costumbre de envolver la carne de este modo. Me acordaba de que cuando era pequeño, en los restaurantes, se seguía también esta práctica y eso daba a la carne un olor especial. El entarimado que rechinaba a cada paso, la atmósfera de aislamiento creada por el mosquitero y el pequeño cubo de madera cuidadosamente laqueado de bermellón, todo me retrotraía a mi infancia.

– ¿Ha visto usted al viejo cantor? -me preguntó mientras me servía aguardiente de buena calidad en el vaso.

– Sí, le he visto.

– ¿Ha cantado?

– Sí, ha cantado.

– ¿Ha cantado también sus canciones un poco especiales?

– ¿Cuáles?

– ¿No se las ha hecho escuchar? Claro, delante de un extraño, no se habrá atrevido.

– ¿Se refiere a canciones de amor subidas de color?

Ella se rió, incómoda.

– Tampoco las canta delante de las mujeres -aclaró.

– Eso depende. Sé que, si está con gente conocida, las canta con tanto más gusto si hay mujeres presentes. Pero delante de las jovencitas, no.

– ¿Ha recopilado algún material útil? -Cambiaba de conversación-. Después de irse usted, hice inmediatamente una llamada a la oficina del Ayuntamiento del pueblo para pedirles que avisaran al viejo cantor de que un escritor de Pekín iba a ir expresamente a hacerle una visita. ¿Cómo? ¿No le dieron el recado?

– Había salido a despachar unos asuntos, he visto a su mujer.

– Así pues, ha hecho usted el viaje en balde -exclamó ella.

– No, no ha sido en balde. He ido a sentarme un buen rato en una casa de té donde me he enterado de muchas cosas. Nunca hubiera creído que existieran aún tales establecimientos. Tanto la planta baja como la de arriba estaban llenas hasta los topes de campesinos que venían al mercado.

– Yo voy raras veces a ese tipo de sitios.

– Es muy interesante. Allí se habla de negocios, se charla, hay mucha animación. He discutido de todo con ellos, eso también forma parte de la vida.

– Los escritores son seres extraños.

– Yo hablo con hombres de toda índole. Uno de ellos me ha preguntado si tenía medios para comprar un vehículo para él. ¿De qué tipo?, le he preguntado. ¿Una Jiefang o un camión de dos toneladas y media?

Ella se echó a reír conmigo.

– Algunos se han hecho realmente ricos. Uno de ellos no hablaba nada más que de negocios que excedían los diez mil yuanes. También he conocido a un criador de insectos. Tenía varias decenas en tinajas llenas. Iba a vender más de diez mil ciempiés a cinco fen mínimo la pieza…

– ¡No me hable de ciempiés, pues les tengo un miedo terrible!

– Entendido, hablemos de otra cosa.

He dicho que me había pasado todo el día en una casa de té. En realidad, habría podido tomar un autobús a mediodía para regresar un poco antes con objeto de lavar mi ropa sucia, pero temía que ella se quedara decepcionada. Preferí regresar por la noche, a la hora que ella había fijado. Fui a dar una vuelta por las aldeas de los alrededores, pero no le hablé de ello.

– He intentado hacer algún negocio -le dije irreflexivamente.

– ¿Ha funcionado?

– No, no he hecho más que charlar, no conozco a nadie con quien hacer negocios y además no valgo para ello.

Ella me invitó a beber:

– Beba, que esto le entonará.

– Habitualmente, ¿toma aguardiente blanco?

– No, este aguardiente lo compré porque un antiguo compañero de clase pasó a verme hace unos meses. Aquí, cuando se tiene un invitado, se le ofrece de beber.

– ¡A su salud, entonces!

Sin dudarlo, ella se mandó al coleto su vaso de un solo trago.

Afuera, un golpeteo.

– ¿Llueve?

Fue a mirar por la ventana:

– Felizmente que ha vuelto usted, si no estaría calado hasta los huesos.

– Así es perfecto. Esta pequeña habitación y la lluvia cayendo afuera.

Ella rió dulcemente, ruborizada. La lluvia golpeteaba sobre el tejado de su casa o sobre las tejas de la casa vecina.

– ¿Por qué no dice nada?

– Escucho llover.

Luego añadió:

– ¿Y si cerrase la ventana?

– Sí, por supuesto, se estaría aún mejor.