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Un instante más tarde, la puerta se abrió y apareció la monja, llevando su rosario. Iba totalmente vestida, avanzó hasta el altar donde el incienso acababa de apagarse en el pebetero. Encima de la varilla, un hilillo de humo agonizaba. Fue a cambiarlo tan tranquila.

Como si despertara penosamente de un sueño incomprensible, incapaz de contenerse, el general se puso a interrogar a la monja. Ella respondió con voz inmutable: «Señor, si aspiráis al trono, vuestra suerte será la misma que acabáis de ver». Y desde ese día, el general que, de hecho, fomentaba una conjura para apoderarse del trono, se sintió fuertemente decepcionado y no se atrevió ya a apartarse del recto camino, conservando su reputación de ministro general íntegro. Al principio, esta historia tenía, pues, un significado político.

Tú dices que, cambiando la conclusión, puede hacerse de ella un sermón moralizador, poniendo en guardia al género humano contra la lujuria.

Esta historia puede constituir también una enseñanza religiosa que incite a los hombres a convertirse al budismo.

Puede ser igualmente considerada como una filosofía de vida, que enseña al hombre de bien que debe efectuar cada día tres exámenes de conciencia, o mostrar que la vida humana no está hecha más que de sufrimiento, o bien que los sufrimientos de la vida no dependen más que de uno mismo, o también cabe deducir de ella otras muchas teorías sutiles y refinadas. Todo depende de la explicación última que dé de ella el narrador.

Además, el protagonista de esta historia, el gran general, posee un nombre y un apellido que pueden ser contrastados en los libros de historia y en los documentos antiguos. Tú no eres historiador y careces de ambición política. Y menos aún tienes intención de ser un maestro del tao, de predicar o de proponerte como modelo. Lo que te gusta es la historia en sí, en su pureza perfecta. En realidad ninguna explicación tiene incidencia directa sobre ella. Te contentas con contarla una vez más por mediación del lenguaje.

49

En una vieja calle del pueblo, delante de un pequeño bazar, ha instalado los dos tableros de su puesto de caligrafía. Cuelgan de ellos unas sentencias paralelas de la buena fortuna trazadas sobre un papel de parafina rojo. «Dragones y fénix conducen a la felicidad, un casamiento llama a la puerta», «Encontrar la felicidad fuera, recoger el dinero del suelo», «Un comercio floreciente en los cuatro mares, una riqueza próspera en los tres ríos». Se trata de esas viejas sentencias que fueron sustituidas por citas y eslóganes revolucionarios. Otras dos dicen: «Cuando se conoce a un hombre, una sonrisa vale tres partes de la felicidad», «La desgracia involuntaria desaparece por sí sola». No sé si es él quien las ha compuesto o las ha heredado de sus antepasados. Escribe en un estilo florido: el trazo de los caracteres está bastante logrado, se dirían poco menos que talismanes taoístas.

Ya bastante entrado en años, está sentado detrás de su puesto, ataviado con un traje de estilo antiguo con dos faldones cruzados y tocado, en lo alto del cráneo, con una vieja gorra militar de colores desvaídos que le da un aire cómico. En su puesto, veo también una brújula de los ocho trigramas que hace las veces de pisapapeles. Me acerco para entablar conversación.

– ¿Marcha el negocio?

– Marcha.

– ¿Cuánto cuesta un juego de dos sentencias?

– Los hay de dos o tres yuanes, eso depende del número de caracteres.

– ¿Y concretamente por el carácter «felicidad»?

– Un yuan.

– ¿Por un solo carácter?

– Sí, pero se lo haré delante mismo de usted.

– ¿Y por un talismán que ahuyente catástrofes e infortunios?

– Eso no es fácil de escribir -dice alzando la cabeza hacia mí.

– ¿Por qué?

– Es usted mando, sabe bien por qué.

– No soy mando.

– Pero bien que come de la olla del Estado -afirma de manera categórica.

– Anciano -digo yo acercándome-, ¿no será usted monje taoísta?

– Hace ya mucho que no ejerzo.

– Me lo temía, pero me gustaría saber si se acuerda aún de los ritos taoístas.

– Por supuesto, pero el Gobierno tiene prohibidas las supersticiones.

– Nadie le pide que se entregue a las supersticiones. Yo recopilo las músicas que acompañan a las oraciones, ¿podría cantarme alguna? La Asociación Taoísta de los montes Qingcheng ha reanudado ahora oficialmente sus actividades: ¿qué teme usted?

– Hay un gran templo, pero a nosotros, los practicantes taoístas de aldea, no se nos deja ejercer.

Aún estoy más interesado:

– Es justamente un practicante como usted lo que ando buscando. ¿Podría cantarme una o dos estrofas? Por ejemplo, las plegarias para los enterramientos o la oración para ahuyentar las desgracias y espantar a los fantasmas.

Canta dos versos y se detiene al punto:

– No es bueno provocar así a los diablos y a los dioses, primero hay que implorar y quemar incienso.

Mientras canta, se han acercado varias personas y una de ellas le reconviene, desencadenando un estallido de risa general.

– ¡Eh tú, viejo, cántanos alguna cosa un poco más ligera!

– Voy a cantaros una canción montañesa -declara entonces el anciano como para darse ánimos a sí mismo.

– ¡Venga, venga! -exclama la gente.

De repente el anciano entona con voz sobreaguda:

La pequeña hermana de la montaña recoge el té,

en la llanura tu prometido ha cortado los juncos,

provocando que los patos mandarines emprendieran el vuelo hacia ambos lados,

pronto una pareja formarán la pequeña hermana y su prometido.

La gente le aclama, luego algunos le animan con fuerza:

– ¡Canta una canción ligera!

– ¡Venga, viejo!

El anciano agita la mano en dirección de la gente:

– Imposible, imposible, pues si lo hago será una falta grave.

– ¡No es tan grave cantar una canción!

– ¡No te preocupes por ello, viejo, canta!

La multitud vocifera, la callejuela está atestada de gente, las bicicletas que ya no pueden pasar hacen sonar sus timbres.

– ¡Bueno, vosotros lo habéis querido! -dice el anciano levantándose, incitado por la multitud.

– ¡Cántanos la canción del mono con el sombrero de piel de sandía que entra en la habitación de las mujeres!

Todos aclaman la elección propuesta. El anciano se seca un poco la boca y se dispone a cantar cuando de repente dice en voz baja:

– ¡La policía!

Todo el mundo vuelve la cabeza. No lejos, un policía patrulla, cubierto con su amplia gorra blanca adornada con una cinta roja.

– ¿Qué mal hacemos con ello?

– ¿Es que no se puede bromear un poco, eh?

– ¡La policía no se ocupa de este tipo de cosas!

– Decid lo que queráis, pero despejad, ¿u os creéis que mi negocio va a funcionar así? -espeta el anciano volviéndose a sentar.

Una vez que el policía se presenta, el gentío se dispersa de mala gana. Yo le pregunto:

– Anciano, ¿puedo invitarle a venir a cantar a mi habitación? Una vez que haya recogido su puesto, le llevaré primero a comer al restaurante y a tomar algo conmigo, ¿de acuerdo?

El anciano se siente atraído por la propuesta:

– De acuerdo, cierro. Recogeré mi muestrario, espere a que haya guardado mis tableros.

– Pero le hago perder tiempo -le digo a manera de excusa.

– No pasa nada, somos amigos. No me gano la vida con esto. Vengo a la ciudad a vender caligrafías para ganar un poco más de dinero. Si no hiciera más que esto, haría mucho tiempo que me hubiera muerto de hambre.