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Nadie quiere marcharse. La mujer de mediana edad, de pie delante de la puerta, les llama entonces uno por uno por su propio nombre. El viejo golpea con el pie en el suelo, como si estuviera enfadado, y se pone a gritar:

– ¡Salid todos! ¡Vamos a cerrar, a cerrar, id a dormir!

La mujer avanza por la estancia y empuja a las chiquillas afuera mientras les grita a los chicos:

– ¡Salid, vosotros también!

¡Los jóvenes sacan la lengua y lanzan un extraño grito!

– Yé…

Finalmente, dos muchachas algo mayores abandonan obedientemente la casa. La gente echa fuera a los otros niños. La mujer va a cerrar la puerta y los adultos que se han quedado en el exterior aprovechan la ocasión para introducirse en la estancia. Una vez echada la tranca, el calor aumenta, así como un fuerte olor a transpiración. El anciano se aclara un poco la voz, escupe al suelo, guiña un ojo hacia el gentío. Ha cambiado de fisonomía. Con expresión maliciosa, avanza con andares de gato. Guiñando los ojos a los presentes, canta con voz contenida:

El hombre prepara, ¿qué prepara? prepara su bastón, la mujer prepara, ¿qué prepara? prepara su acequia.

El gentío le aclama. El anciano se seca la boca con la mano:

El bastón ha caído dentro, ¡se agita como una locha!

Las carcajadas estallan, la gente se parte de la risa, algunos patalean.

– ¡Cántanos también «El pequeño idiota se casa»! -se alza una voz.

Los jóvenes pegan un grito:

– ¡Tcha!

El anciano desplaza la mesa a un lado y hace un espacio en medio de la estancia. Se acuclilla en el suelo, cuando de repente llaman a la puerta. Disgustado, pregunta:

– ¿Quién hay?

– Yo -responde del exterior una voz de hombre.

Abren la puerta y entra un joven, con la chaqueta echada sobre los hombros, el cabello peinado con raya. La gente cuchichea:

– El jefe de la aldea, el jefe de la aldea, el jefe de la aldea…

El anciano se levanta. El recién llegado muestra una sonrisita que refrena al punto cuando su mirada cae sobre el magnetófono puesto sobre la mesa, luego se dirige hacia mí.

– Es mi invitado.

El viejo se vuelve para presentarme al joven.

– Es mi hijo mayor.

Le tiendo la mano. Él se quita la chaqueta que lleva echada sobre los hombros y pregunta sin estrechar la mano:

– ¿De dónde viene?

– Es un profesor de Pekín -se apresura a explicar el anciano.

Su hijo frunce el ceño:

– ¿Tiene usted una carta oficial?

– Tengo un documento -digo sacando mi carnet de miembro de la Asociación de Escritores.

Él lo examina del derecho y del revés, luego me lo devuelve.

– Si no tiene usted una carta oficial, esto no sirve de nada.

– ¿Qué clase de carta oficial quiere usted?

– Una carta del Ayuntamiento del cantón o bien un sello del Ayuntamiento del distrito.

– ¡Pero si mi carnet lleva el sello!

Se queda perplejo, vuelve a coger el carnet y va a examinarlo atentamente bajo la lámpara. Me lo devuelve una vez más:

– No se ve bien.

– ¡He venido especialmente de Pekín con el fin de recopilar canciones populares!

No doy mi brazo a torcer, por supuesto, sin andarme con muchos cumplidos. Como me mantengo firme, se vuelve hacia su padre y le gruñe en tono severo:

– ¡Papá, sabes perfectamente que esto va contra los principios!

– Es un amigo al que acabo de conocer.

El padre quisiera continuar explicándose, pero delante de su hijo, jefe de la aldea, no se ve con valor.

– ¡Volved todos a acostaros! Esto va contra los principios.

El hijo repite una vez más esta frase a los presentes. Algunos han ahuecado ya el ala y sus hermanos menores han recogido los instrumentos musicales y los utensilios. No soy el único en sentirme decepcionado, pues el anciano está en verdad desolado, como si hubiera recibido un jarro de agua fría en la cara. Toda su vitalidad y su espíritu le han abandonado, tiene la mirada extraviada, se encoge de manera que inspira lástima. Me siento obligado a explicarme:

– Su padre es un artista popular como ya no quedan, he venido especialmente para instruirme con él. Sus principios están bien, en principio, pero existen también principios más elevados que están por encima de los suyos…

Sin embargo, sería incapaz de explicarle en este momento cuáles son esos grandes principios.

– Vaya usted mañana al Ayuntamiento del cantón, allí le dirán si esto es legal y regrese con un sello.

Se aplaca un poco, se lleva a su padre a un rincón y le cuchichea alguna cosa más. Por último, se echa de nuevo la chaqueta sobre los hombros y sale.

Una vez que todo el mundo se ha ido, el anciano vuelve a echar la tranca a la puerta y se dirige hacia la cocina. Un instante más tarde, su endeble mujer trae un gran cuenco de queso de soja cocido con carne salada y toda clase de verduras en conserva. Yo me niego a comer, pero el anciano insiste. En la mesa, nadie abre el pico. A continuación, me instalo para dormir con él en una habitación que comunica con la pocilga, al lado de la cocina. Es pasada la una de la noche.

Apenas la lámpara ha sido apagada cuando los mosquitos atacan. Golpeo sin cesar mi rostro, mi cabeza, mis orejas y mis manos. La atmósfera resulta asfixiante, reina en la estancia un olor nauseabundo. El perro de la casa está excitadísimo a causa de mi presencia. Entra y sale, provocando los gruñidos incesantes de los cerdos que se agitan sin cesar. Debajo de la cama, algunas gallinas que han olvidado encerrar en el gallinero están también alteradas a causa del perro. Por momentos, baten las alas. Por más que esté agotado, no consigo conciliar el sueño. Poco tiempo después, un gallo debajo de la cama entona sus cocoricós, pero el anciano sigue roncando. No sé si los mosquitos le pican o si pican solamente a los desconocidos. A menos que mi amigo no pierda toda percepción una vez caído en el sueño. No pudiendo aguantar más, me levanto resueltamente, abro la puerta de la estancia principal y me quedo sentado en el umbral.

Se levanta un viento fresco y dejo de sudar. A través de los contornos confusos de los árboles del bosque, no discierno ninguna estrella en medio de la grisura de la noche. La gente duerme aún profundamente en las dispersas casas de tejados de negras tejas. Nunca habría imaginado que podría pasar una velada tan alegre en esta pequeña aldea de montaña, de apenas una docena de hogares. La decepción de haber sido interrumpido se disipa cuando se apodera de mí el fresco; lo que normalmente llamamos la vida permanece en lo indecible.

50

¡Ella dice que basta, que no cuentes más! Bordeas con ella la orilla abrupta del río cuyas aguas se arremolinan con violencia. Delante de vosotros se extiende una profunda ensenada. Cuando el agua entra en ella, describe un arco de círculo, luego su superficie, perfectamente tersa, se vuelve de un verde oscuro, sin una ola. El camino es cada vez más angosto. Ella no quiere seguir avanzando contigo.

Dice que quiere volver, tiene miedo de que la empujes dentro del río.

La cólera asciende en ti, le preguntas si se ha vuelto loca.

Ella dice que es justamente porque está con un demonio como tú por lo que está vacía, por lo que su corazón ahora está tan seco; es imposible para ella no volverse loca. Sabe muy bien que, si sigues caminando con ella a lo largo del río, es porque buscas la primera ocasión para empujarla dentro del agua. Quieres ahogarla para que no deje el menor rastro.

¡Vete al diablo! No puedes dejar de insultarla.

Ella dice, ves, ves, es eso lo que piensas verdaderamente, tu corazón es pérfido, en realidad no la amas, si no la amas, pues tanto peor, pero ¿por qué querer seducirla? ¿Por qué atraerla delante de estas aguas profundas?