Выбрать главу

Por más que vivas en la ciudad, que hayas crecido en la ciudad, que hayas pasado casi toda tu vida en ella, sigues sin poder considerar las ciudades como tu tierra natal. Tal vez porque son demasiado gigantescas, todo lo más un rincón, una habitación, un instante pueden despertar en ti un recuerdo. Y es tan sólo en estos recuerdos donde puedes protegerte sin sufrir heridas. A fin de cuentas, en este mundo inmenso, no eres más que una gota de agua en el mar, débil y minúscula.

Debes saber que lo que buscas en este mundo es raro, tu avidez es exagerada. Todo cuanto puedes obtener en definitiva son vagos recuerdos, indistintos como tus sueños, nunca recuerdos que puedan valerse de las palabras. Cuando quieres contarlos, no quedan más que frases bien ordenadas, algunos fragmentos pasados por la criba de las estructuras del lenguaje.

55

Llego a una ciudad ruidosa, inundada de luz. Las calles están de nuevo repletas de gente, la circulación incesante de coches, el parpadear de los semáforos tricolores, las miríadas de bicicletas desfilando como un torrente que ha roto sus compuertas, y están las camisetas, los letreros de neón, los anuncios publicitarios que exhiben bellas mujeres.

Quería encontrar un hotel correcto cerca de la estación, tomar una ducha caliente, comer decentemente, recuperarme un poco y dormir un buen rato para disipar más de diez días de cansancio. Pero tras haber recorrido varías calles, he tenido que rendirme a la evidencia: todas las habitaciones individuales estaban ocupadas, era como para creer que todo el mundo se había enriquecido después de haber hecho un buen negocio. Dado que he decidido gastar algo de dinero esta noche y no dormir de nuevo en un dormitorio común impregnado de olores a sudor o en una cama añadida en un pasillo, de donde sería echado al amanecer, prefiero seguir velando en el vestíbulo de un hotel y aguardar a que algún cliente que tome un tren nocturno deje libre su habitación. En medio de mi aburrimiento, me acuerdo de repente que llevo encima el número de teléfono del amigo de uno de mis viejos amigos de Pekín. Me había dicho que no dejara de ir a verle si pasaba por esta ciudad. Lo intento por si acaso. Alguien descuelga. En un tono poco cortés, una voz me dice que espere. En el auricular, oigo ruidos extraños, me mantengo a la espera pacientemente un buen rato: han debido de colgar. Siempre temo telefonear. En primer lugar, no tengo teléfono propio, y luego sé que la gente de un cierto rango que tienen teléfono no dudan en hacer decir que no se encuentran en casa y en colgar abiertamente cuando no desean hablar con desconocidos. La mayoría de mis amigos no tienen teléfono propio, pero el amigo de este amigo tal vez sea un mando. No tengo ningún prejuicio contra los mandos, no soy todavía misántropo hasta tal punto, pero considero que el teléfono es un instrumento que no permite transmitir los sentimientos y que no conviene utilizar más que en último extremo. El auricular sigue haciendo ruiditos. Si cuelgo, tendré que esperar en el vestíbulo de este hotel, por lo que es mejor seguir a la escucha, eso al menos me distrae.

Finalmente, una voz poco amable me responde. Me hace repetir mi nombre y al punto me pregunta vociferando dónde estoy: ¡quiere venir a buscarme de inmediato! Es efectivamente el amigo de mi amigo, que no me ha visto nunca, pero que se comporta como si fuéramos viejos conocidos. Abandono la idea de quedarme en el hotel, cojo mi mochila y me voy, después de haberle preguntado qué autobús lleva a su casa.

En el momento de llamar a su puerta, dudo un poco. El amo de casa abre y me libera de mis cosas. No me estrecha la mano como exigiría la cortesía, sino que me coge por los hombros para hacerme entrar.

La casa es confortable, con dos habitaciones que dan a un recibidor; está amueblada con gusto: sillones de bejuco, mesa de té cubierta por una superficie de cristal, figurillas antiguas, un armario de estilo occidental. En las paredes cuelgan platos de porcelana decorados, el suelo reluce de un ocre tan brillante que uno no se atreve a poner el pie encima. Contemplo primero mis zapatos sucios, luego me veo en el espejo, con el pelo desgreñado, el rostro mugriento. No he pasado por la peluquería desde hace varios meses, a duras penas si me reconozco a mí mismo. Me siento lleno de vergüenza:

– Llego de las montañas, parezco un verdadero salvaje.

– Nunca hubiéramos tenido la oportunidad de verle de no ser por esta ocasión -dice el amo de casa.

Su esposa me estrecha la mano, luego se apresura a preparar té. Su hija pequeña de diez años apenas me saluda, apostada contra la puerta, y ríe mirándome de hito en hito.

El amo de casa me explica que, por una carta de su amigo de Pekín, se enteró de que estoy haciendo un largo viaje y que me esperaba desde hacía tiempo. Luego me pone al corriente de las noticias del mundo de las artes y de las letras y de la política: tal ha salido a flote, tal otro se ha ido a pique, tal o cual ha pronunciado tal o cual discurso, tal otro ha puesto también el acento en los grandes principios de base. En un artículo incluso se ha mencionado mi nombre. Han escrito que, aunque algunas de mis obras sean malas, no hay que cargarse a su autor. Yo explico que no siento ya el menor interés por tales artículos, que de lo que tengo necesidad es de la vida, y que, por ejemplo, lo que necesitaría ahora sería un buen baño caliente. Su mujer rompe a reír y se apresura a ir a poner agua a calentar.

Tras el baño, el amo de casa me conduce a la habitación de su hija, que hace las veces de biblioteca. Me propone descansar un poco, me llamará dentro de un momento para la cena. Oigo a su mujer que trajina en la cocina.

Tumbado en la cama limpia de su hija, la cabeza descansando sobre una almohada bordada con unos gatos, me felicito por haberme atrevido a telefonear. Después de todo, el teléfono es algo que no está tan mal. Le he preguntado si era mando para tener acceso a teléfono, pero él me ha explicado que en realidad hay un teléfono público en la planta baja. El encargado ha venido a darle aviso. Algunos de sus jóvenes amigos querrán sin duda verme. En verano, aquí, uno se acuesta muy tarde. Algunos viven en inmuebles de la vecindad, a otros se les puede llamar por teléfono si tengo ganas de conocerles. Asiento al punto. Oigo una puerta que se abre, ruidos de pasos en la escalera y voces en la sala de estar. Hablan de ti, de tus obras, de tus dificultades, eres poco menos que un enderezador de entuertos, te opones a las desigualdades sociales, tú dices que no puedes oponerte a ellas, que crees que la distinción entre lo que es absurdo y lo que no lo es no se refiere sólo a los mandos, que cuanto más observa uno el mundo y a la propia humanidad, más extraños los encuentra, nunca hubieras creído que pudieran existir todavía amigos así, que se interesen por ti, que te hagan sentir que esta vida vale la pena a pesar de todo ser vivida, entonces ellos se ponen a discutir para saber cómo podrían ir al día siguiente en busca de unas chicas para salir a bailar. ¿Por qué no? Eso eres tú quien lo has dicho. Se trata de chicas alegres, actrices en ciernes, estudiantes recién salidas de la universidad, ellas deciden en medio de una gran pelotera ir a coger setas a un bosque de pinos, esa sí que es una idea excelente, ¿no tenéis miedo a intoxicaros? ¿Es que no puedes probarlas tú primero? Y una vez que las hayas probado, todo el mundo comerá, ¿quién ha dicho que eras un héroe? ¡Los héroes deben sacrificarse por las jóvenes! Ellos no quieren ceder bajo ningún concepto, tú dices que morir por una muchacha es el ideal, ellas dicen que no son tan crueles como para eso, que no son a pesar de todo como la nueva Wu Zetian, Jiang Qing, ni como la emperatriz Ci Xi, * les importa un bledo que estas viejas arpías estén muertas o vivas, quieren que te quedes con ellas para que enciendas el fuego para poder asar las setas, y diciendo esto se van a buscar una cubeta, recogen leña, y tú te pones boca abajo para soplar sobre las hojas y las agujas de pino secas, tus ojos enrojecen a causa del humo, las llamas comienzan a ascender, todo el mundo grita y baila en torno al fuego, alguien toca la guitarra, tú das unas volteretas en la hierba, y todo el mundo aplaude y te aclama, un chaval hace el pino y no deja de importunar a una muchacha, exigiendo que haga la rueda, ella dice que puede bailar cualquier baile, pero que todo el mundo es capaz de hacerlo, no, lo que quieren ellos ver es el número en el que ella destaca, ella dice que va con faldas, y bien, ¿y eso qué importa? No es la falda lo que ellos quieren mirar, sino el ejercicio físico en toda su gracia. Los jóvenes ya no la dejan en paz, uno de ellos dice que ¡incluso ha sido campeona! Las chicas le hacen cosquillas y la hacen rodar por encima de la hierba sin dejarle recuperar el aliento, tú dices que en las montañas has aprendido brujería, que sabes hacer morir a los vivos y resucitar a los muertos, ellos dicen que alardeas, si no me creéis, ¿quién quiere probarlo? Ellos la señalan a ella, la chica tumbada en el suelo cierra los ojos y se hace la muerta, cortas una rama de sauce que agitas, pones los ojos en blanco, murmuras entre dientes, das vueltas en torno a ella para ahuyentar a los demonios de las cuatro direcciones, los jóvenes se arrodillan alrededor, rezan con las manos juntas, las chicas se ponen celosas, le gritan ¡que se levante, que abra los ojos, que mire a todos estos hombres que le hacen la corte! Tú lanzas un gran grito y entras en liza con el torso desnudo, sacas la lengua, bailas entre alaridos, ¡todo el mundo inicia un baile en endiablado corro alrededor de ella y la levantan en sacrificio a los dioses! ¡En sacrificio a los dioses! ¡Tirémosla al río para ofrecerla al genio de las aguas! Ella no se aguanta más y pide socorro con voz estridente. «¡Socorro!» ¡Dice que bailará, que bailará todo lo que ellos quieran, pero que por favor no la tiren al río, los chicos le exigen entonces como prenda que haga el grand écart, con las dos manos levantadas, sin moverse, para martirizarla hasta la locura! ¡Hasta la locura! Las chicas se oponen a ello y se lo impiden, todo el mundo acababa rodando sobre la hierba y revienta de risa, ya vale, ya vale, cuéntanos, ¿contar el qué? Cuéntanos lo que viste durante tu viaje, tú dices que has ido en busca del hombre salvaje, ah, bueno, ¿lo has visto realmente? Dices que has visto un panda, ¿qué tiene ello de extraño? En los zoos también se pueden ver, tú dices que ése que tú viste entró en la tienda de campaña en busca de comida, que metió la cabeza debajo de tus mantas, ¡eso es mentira, es mentira! Dices que te gustaría ir de veras a Shennongjia porque todo el mundo cuenta que el hombre salvaje vive allí, que querrías incluso capturar uno y enseñarle el lenguaje de los hombres pero sin llegar a considerarle un niño, dices que tú mismo no llegas a considerarte como un niño, que únicamente te gustaría volver a tu infancia, dices que andas buscando sus huellas por todas partes, y ellas, ellas dicen también que la infancia es lo mejor, se guardan buenos recuerdos de ella, yo no, se alza una voz, mi infancia no tenía ningún interés, prefiero vivir ahora y mirar las estrellas por encima de mi cabeza, o bien discutir sobre tus obras, otra voz, femenina ésta: lo que has escrito ha sido íntegramente publicado, lo que no has podido publicar, en realidad, es como si no lo hubieras escrito aún, no eres realmente alguien serio, tú dices que eres demasiado serio, es por eso por lo que no quieres serlo ya en absoluto, no eres feliz en absoluto. Otra voz suspira ¡Lalalalala, atención, voy a cantar! Eres la única bonita, la única en ser tan agresiva, os peleáis, la que gane será la más hermosa, pero ellas no quieren que tú hagas de arbitro, dices que todo el mundo quiere juzgarte, ¿no quieres hacerte célebre? Reconoces que has pensado un poco en ello, pero que nunca hubieras creído que eso te acarreara tantos sinsabores. Todo el mundo ríe, alguien dice: ¿y si cruzáramos el río? ¡Cogidos de la mano entremos en la cueva! El que va a la cabeza lanza un grito extraño, se ha dado un golpe, desencadenando la hilaridad general, en la cueva, negra como boca de lobo, hay que agacharse para no darse un coscorrón, pero la gente se da contra las nalgas del que va delante, ¡lo mejor sería besarse en esta cueva! Nadie ve a nadie, no se sabe quién besa a quién, no es divertido, vamos más bien a darnos un baño y a saltar en el agua, ¡que nadie haga guarradas a los otros! ¿A quién? ¡El que lo hace lo sabe! ¿Y si cantáramos todos juntos? Cantemos la canción de la palmera, no, siempre ésta no, mejor el barquero del dragón, ¿quién pasa a quién? Eres el único en amar tu tierra, el único que aburre a los demás, el único que me da la lata, no discutáis, ¿de acuerdo? Venerables amigos… ¡voy a ahogarme! ¿Quién es tan aburrido? Voy a buscar setas en las aguas negras del río… ¿Qué?, ¿qué?, no hay ni una, no se encuentra nada, lo único que se encuentra es la tristeza, juguemos a las cartas, ¿de acuerdo? No, ¿hay que pensar demasiado? Bueno, saquemos la tortuga negra, ¿quién la tiene?… ¡Yo he sacado el rey! Tengo realmente suerte, a los que no la persiguen siempre les sonríe, es el destino, ¡ah!, ¿crees en el destino? El destino se burla de los hombres, ¡que se vaya al diablo! No mientes al diablo, pues tengo miedo cuando se habla del diablo por la noche, has caminado por un río profundo, ¿no has ido a Fengdu, la ciudad de los demonios? Cuéntanos si es agradable esa ciudad. Actualmente, han fijado allí unos carteles con un par de sentencias paralelas destinadas a poner fin a las supersticiones. «Lo que crees es, lo que no crees no es.» ¿Qué son esas sentencias? ¿Acaso sólo las sentencias paralelas tienen derecho a ser verdaderas sentencias? ¿Es que no puede haber sentencias libres? Tú que quieres dinamitarlo todo, ¿serás capaz de dinamitar la verdad? No te des grandes aires para amedrentar a la gente, ¿acaso no eres un hombre sin dios, que no le teme a nada? Dices que has tenido miedo, ¿de qué? ¡Has tenido miedo de la soledad, eres un buen chico y además un héroe! Héroe o no, les temes a las mujeres hermosas, ¿qué tienen ellas de tan espantoso? Tienes miedo de ser hechizado, ¡menuda novedad! ¡Eh, queridos compatriotas! ¿Qué haces? ¿Hay que salvar a la patria? ¡Tú no te salvas más que a ti mismo, incorregible individualista! Tu cuerpo se cubre de sudor frío de tanto miedo como tienes, quisieras, quisieras, quisieras volver entre ellos, pero ya no encuentras a nadie…