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Hace un círculo con el pulgar y el índice y abre los otros tres dedos.

– Éste era su signo de reconocimiento. Se llamaban unos a otros Viejo Quinto, Viejo Noveno, y las mujeres Cuarta Hermana, Séptima Hermana. Los que no eran de la misma generación se llamaban Padre e Hijo, Maestro o Maestra. Los de la Banda Roja se llamaban Señor entre ellos, los de la Banda Verde, Hermano Mayor. En las casas de té, les bastaba con sentarse y poner sobre la mesa su sombrero con el reborde vuelto para que de inmediato se les invitara a té y cigarrillos.

– ¿Fue también usted miembro de alguna banda? -pregunto prudentemente.

Toma un sorbo de té mientras ríe levemente.

– En aquella época, sin tener algunos contactos, era imposible convertirse en jefe de distrito.

Luego añade meneando la cabeza:

– Todo esto son cosas del pasado.

– ¿Cree usted que, durante la Revolución Cultural, las facciones se asemejaban un poco a esto?

– Se trataba de relaciones entre camaradas revolucionarios, no es comparable -replica con firmeza.

Se hace un frío silencio. Se levanta y vuelve a deshacerse en atenciones conmigo ofreciéndome té y pipas de sandía.

– A mí el Gobierno no me trató mal. Si no hubiera sido encarcelado, yo, un delincuente, habría tenido que presentarme delante de los movimientos de masas y tal vez no habría sobrevivido.

– Los períodos de gran paz son raros -digo yo.

– ¡Es la situación actual! Atravesamos un período en el que el país está en paz y el pueblo tranquilo, ¿o no? -me pregunta prudentemente.

– La gente tiene de comer y aguardiente para tomar.

– ¿Qué más se puede pedir?

– Es cierto.

– Yo mientras pueda leer, soy feliz. Uno no comienza a saber lo que es la felicidad hasta que no ha visto a la gente mezclarse en los asuntos ajenos -dice mirando al patio.

La llovizna se ha puesto a caer de nuevo.

58

Cuando Niu Gua creó al hombre, hizo su desgracia. Las entrañas de Niu Gua se transformaron en hombre, nacido de la sangre de la mujer, nunca se purificará.

No conviene sondear las almas, no conviene buscar las causas y los efectos, no conviene buscar el sentido, todo no es más que caos.

El hombre no grita más que cuando no comprende, el que ha gritado no ha comprendido nada. El hombre es un ser difícil que se crea sus propios tormentos.

Este «yo» en medio de «tú» no es más que un reflejo en el espejo, la imagen invertida de las flores en el agua; si no eres capaz de entrar en el espejo, no llegarás a repescar nada y no harás más que apiadarte de ti mismo en vano.

Es preferible para ti que continúes queriendo perdidamente la imagen de todos los seres animados, ahogándote en el océano de los deseos, las pretendidas necesidades espirituales no son más que una especie de masturbación, tienes el aspecto descompuesto.

La sabiduría es también una especie de lujo, una especie de gasto suntuario.

No tienes ganas más que de exponer los hechos valiéndote de un lenguaje que trasciende las relaciones de causa y efecto y la lógica. Se han contado ya tantas tonterías que nada te impide seguir contando más.

Inventas de un tirón, juegas con el lenguaje como un niño juega con los cubos. Pero con los cubos no es posible construir más que figuras fijas, todas las estructuras están sin duda contenidas en los cubos, imposible hacer algo nuevo, sea cual sea la manera en que se dispongan.

El lenguaje es como una bola de pasta con la que moldeas frases. Tan pronto abandonas las frases es como si penetraras en un cenagal del que te es imposible volver a salir.

En los problemas, en las preocupaciones, el hombre está solo. Una vez que estás metido en ellos, debes salir por ti mismo, no existe ningún salvador que se ocupe de estas fruslerías.

Progresas en el lenguaje cargando con tus pesados pensamientos. Quisieras encontrar un hilo conductor que te fuera de ayuda para conseguirlo, pero cuanto más progresas, más agobiado te sientes, porque estás atado por el hilo conductor del lenguaje; como un gusano de seda que teje su hilo, fabricas una red en torno tuyo, que te ciñe en unas tinieblas cada vez más densas. La débil luz al fondo de tu corazón es cada vez más tenue y, justo en el extremo de la red, no hay más que el caos.

Cuando se pierden las imágenes, también se pierde el espacio. Cuando se pierde el sonido, también se pierde el lenguaje. Se masculla sin ruido, no se sabe ya finalmente lo que se cuenta, en el centro mismo de la conciencia subsiste todavía un poco de deseo, pero si este resto de deseo desaparece, se accede al nirvana.

¿Cómo encontrar, por último, un lenguaje puro y cristalino, musical, inmarcesible, más elevado que la melodía, más allá de los límites establecidos por la morfología y la sintaxis, sin distinción entre el objeto y el sujeto, que trascienda a las personas, se desembarace de la lógica, en constante desarrollo, que no recurra ni a las imágenes, ni a las metáforas, ni a las asociaciones de ideas ni a los símbolos? Un lenguaje que pudiera expresar enteramente los sufrimientos de la vida y el temor a la muerte, las penas y las alegrías, la soledad y el consuelo, la perplejidad y la espera, la vacilación y la determinación, la debilidad y el valor, los celos y el remordimiento, la calma, la impaciencia y la confianza en uno mismo, la generosidad y el tormento, la bondad y el odio, la piedad y el desánimo, la indiferencia y la paz, la villanía y la maldad, la nobleza y la crueldad, la ferocidad y la bondad, el entusiasmo y la frialdad, la impasibilidad, la sinceridad y la indecencia, la vanidad y la codicia, el desdén y el respeto, la jactancia y la duda, la modestia y el orgullo, la obstinación y la indignación, la aflicción y la vergüenza, la duda y el asombro, y la lasitud y la decrepitud y el intento perpetuo de comprender y no menos perpetuo de no comprender y la impotencia de no lograrlo.

59

Estoy tumbado en una cama de muelles guarnecida con un cubrecama inmaculado. En la pared, un papel pintado amarillo pálido, con motivos de flores recamadas; y en las ventanas, unas cortinas blancas de labor de ganchillo; una alfombra roja oscura en el suelo y, enfrente, un par de grandes sillones resguardados por dos grandes telas. La habitación está equipada con un cuarto de baño con bañera. Si no tuviera en la mano la fotocopia de una recopilación de canciones campesinas, Tambores y gongs para la época de escardar, me costaría lo mío darme cuenta de que me encuentro en la región forestal de Shennongjia. Esta casa de una planta nueva flamante fue construida por un equipo de prospección americano, pero como no pudo venir por algún motivo desconocido, ha sido transformada en centro de acogida para los dirigentes que vienen a hacer una ronda de inspección. Gracias a la solicitud del jefe de sección, disfruto de un trato de favor en la zona forestal. Me cuentan los gastos de estancia a un precio mínimo y a cada comida me sirven incluso cerveza, aunque en realidad prefiero el aguardiente de arroz. Esta comodidad y esta limpieza me producen un apaciguamiento profundo y prefiero quedarme algunos días más aquí. Bien pensado, nada me obliga a retomar el camino a toda prisa.

Oigo una especie de chirrido. Pienso primero en un insecto, pero inspeccionando bien la habitación advierto que es imposible que haya alguno en ninguna parte, pues el techo y el tragaluz son de un blanco de leche. El chirrido prosigue, como suspendido en los aires. Aguzando el oído, tengo la impresión de que se trata de una voz femenina que anda a mi alrededor y desaparece cuando dejo mi libro. Lo vuelvo a coger y oigo de nuevo esta voz en mi oído. Creyendo tener zumbidos, me levanto resueltamente y abro la ventana.

Delante del edificio se extiende una superficie engravada, bañada por el sol. Es mediodía, ni el menor rastro humano; tal vez este sonido proviene de mí mismo. Es un ritmo difícil de seguir, con unas palabras indistintas, pero a pesar de todo se me antoja familiar, se asemeja un poco a los cantos fúnebres de las campesinas de las regiones montañosas.