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Decido salir a echar un vistazo. Más abajo del edificio discurre un arroyuelo impetuoso, de azules aguas iluminadas por el sol. Alrededor, las cumbres montañosas, aunque no están cubiertas de bosques, tienen pese a todo un manto vegetal abundante. Al final de la pendiente, una pista de tierra se dirige hacia un pequeño pueblo situado a uno o dos lis de distancia. A la izquierda, al pie de las cimas verdeantes, se encuentra la escuela. Ni un alumno en el terreno de deportes, tal vez estén todos en clase. De todos modos, los maestros de este pueblo de montaña no pueden enseñar a sus alumnos cantos fúnebres. Por otra parte, reina aquí una calma perfecta. No se oye más que el rugir del viento en la montaña y el murmullo del arroyuelo. En su orilla se encuentra un refugio de trabajo, pero no veo a nadie en el exterior. El canto se apaga insensiblemente. Vuelvo a mi habitación y me instalo en la mesa de trabajo, cerca de la ventana, para volver a copiar mis documentos sobre las canciones folclóricas, pero en ese instante oigo reanudarse el sonido como si, tras el dolor, expresase ahora una tristeza apaciguada, pero incontenible, que se expandiera lentamente. Comienzo a encontrar esto en verdad extraño y quisiera saber a qué atenerme: ¿hay alguien realmente cantando o bien soy yo el que desvarío? Cuando alzo la cabeza, el sonido viene de detrás de mi nuca, y cuando me vuelvo se queda como suspendido en el aire, tan claro como un hilo de telaraña. Sin embargo, un hilo de telaraña que flota al viento tiene una forma; él no tiene ninguna, es inasible. Me siento sobre el brazo de un sillón intentando seguirlo. Descubro, por fin, que viene del montante de encima de la puerta. Me subo a una silla para abrir el cristal limpio como un chorro de oro: da a la galería. Saco la silla de la habitación, pero no estoy aún lo bastante alto para ver de dónde sube el sonido. Delante de la galería, se extiende un pequeño patio de cemento expuesto a pleno sol, donde he tendido un alambre para poner a secar la ropas que he lavado esta misma mañana. Evidentemente, ellas no saben cantar. Más lejos, se halla el muro del recinto al pie de la montaña, y detrás, la pendiente, que termina en una extensión yerma y unos zarzales. Ningún camino. Salgo de la galería y avanzo en medio del sol. El sonido es más claro, como si viniera de la luz deslumbrante, por encima de los tejados. Guiño los ojos hacia el cielo, es un sonido metálico, penetrante y nítido. Mi mirada se enturbia, pero cuando el sol que me ciega se transforma en un reflejo azul negruzco, gracias a la protección de mi mano, diviso sobre un acantilado desnudo, en la ladera de la montaña, algunas siluetas minúsculas que se agitan. El sonido metálico viene de allí. Distingo, al fin, que se trata de unos picapedreros. Uno de ellos parece llevar una camiseta roja, mientras que el torso desnudo de los otros apenas contrasta sobre el acantilado pardo amarillento horadado a base de explosivos. El canto vuela en los rayos del sol siguiendo la dirección del viento, unas veces muy vivo, otras más atenuado.

Se me ocurre que puedo servirme del zoom de mi cámara fotográfica para acercarlos. Vuelvo a la habitación para cogerlo. Efectivamente, un hombre vestido con una camiseta roja maneja una masa; el sonido, que se asemeja a los cantos fúnebres de las campesinas, responde al ruido del taladro, y el hombre que sostiene el taladro, con los brazos desnudos, parece hacerle de eco.

Tal vez han observado el reflejo del sol en el objetivo del aparato, pues el canto se ha detenido. Los picapedreros han interrumpido su trabajo y miran en dirección a mí. Ya no hay ningún sonido de voz, un silencio casi inquietante. Con todo, estoy contento. Por fin, tengo la prueba de que no soy yo quien anda mal y que mi oído está normal.

Tras volver a mi habitación, tengo ganas de escribir alguna cosa, pero ¿el qué? ¿Por qué no las canciones de los picapedreros? Pero no consigo escribir la más mínima palabra.

Me digo que nada me impide ir a tomar un trago y a charlar con ellos por la tarde. Eso me distraerá. Dejo entonces mi pluma y bajo al pueblo.

En una pequeña tienda, compro una botella de aguardiente y cacahuetes. Me encuentro casualmente por el camino al amigo que me ha prestado los documentos. Me dice que ha reunido también una verdadera montaña de libros manuscritos de canciones folclóricas. No puedo pedir nada mejor y le invito a venir a charlar conmigo. Como está ocupado en esos momentos, me da una cita para después de la cena.

Por la noche, le espero hasta pasadas las diez. Soy el único huésped del centro de acogida y el silencio es opresivo. Lamento de veras no haber ido a charlar con los picapedreros, cuando de repente llaman al cristal. Reconozco la voz de mi amigo y abro la ventana. Él me explica que los encargados del piso han cerrado la puerta principal con llave. Le libero de la linterna y de la bolsa de papel que lleva consigo; entra por la ventana, cosa que me pone de buen humor. Abro al punto la botella de aguardiente y cada uno se sirve más de medio vaso.

Ahora soy incapaz de recordar su aspecto físico. Me parece que debía de ser pequeño y flaco, de talle fino y esbelto. Parecía un poco tímido, pero mostraba en su modo de hablar un entusiasmo que la vida no había apagado aún. Su fisonomía carece de importancia, pero lo que me alegra es que me muestra su tesoro. Abre su bolsa de papel. Salvo algunos cuadernos de notas, el resto está compuesto de recopilaciones manuscritas de canciones folclóricas que se cantan todavía en nuestros días. Les echo un vistazo una por una. Cuando ve hasta qué punto estoy contento, me declara con ardor:

– Basta con que copie las que le gusten. En estas montañas, las canciones folclóricas abundan desde hace mucho tiempo. Si uno encuentra un viejo maestro de canto, éste será capaz de cantar días y noches seguidos.

Le pregunto entonces por las canciones de los picapedreros.

– Oh, son de una tonalidad sobreaguda. Ellos son oriundos de la parte de Badong. En sus montañas, han sido talados todos los árboles. Abandonan su tierra para ir a picar piedra.

– ¿Tienen melodías y letras específicas?

– Existen más o menos partituras para las melodías, pero para las letras improvisan. Cantan lo que se les pasa por la cabeza y la mayor parte de las veces son cosas muy chabacanas.

– ¿Aparecen muchas obscenidades en sus canciones?

– Estos trabajadores -me explica entre risas- permanecen mucho tiempo lejos de casa sin mujeres, y se desahogan así mientras pican piedra.

– He escuchado sus melodías. ¿Cómo es que parecen tan tristes y conmovedoras?

– Así es. Si uno no entiende lo que dicen, creería que se trata de un lamento muy grato al oído, pero en realidad las letras no tienen el menor interés. Es mejor que eche un vistazo a éstas.

Saca un cuaderno de su bolsa y me lo alarga abierto. Después de La crónica de las tinieblas (Canto introductorio), puede leerse:

En un día propicio, cielo y tierra se han separado. La afligida familia y la multitud de amigos nos invitan a cantar y a bailar.
Llegados a la era del canto, se entona el comienzo. Uno, dos, tres, cuatro, chico, oro, madera, agua, metal y tierra. Difícil resulta cantar mi canción, pues antes de abrir la boca ya se transpira.
Noche profunda, los hombres están tranquilos, brilla la luna y pocas son las estrellas.
Estamos listos para entonar nuestra canción. Si es larga, profunda será la noche, si es corta, antes del amanecer concluirá, si nuestra canción no es ni corta ni larga, no haremos retrasarse a los demás cantores.