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Al llegar de Changsha, había cambiado de tren en Zhuzhou. Al principio, no pensaba hacer una parada allí, pues no tenía ni parientes ni amigos. No había allí folclore ni antigüedades que prospectar, y anduve errante un día entero por la ciudad y por las riberas del Xiang. Sólo más tarde me di cuenta de que no había hecho otra cosa que andar en busca de impresiones, en suma, algo sin mayor interés.

Había partido de Pekín con mi hatillo a cuestas, como si fuera un refugiado, para llegar a la región montañosa adonde había huido de niño y a los lugares donde había ido a hacerme «reeducar» en una Escuela de Mandos del 7 de Mayo, doce o trece años antes. En esa época, las relaciones entre colegas de un mismo organismo, sin cesar agitados por los movimientos políticos, eran terriblemente tensas. Todo el mundo gritaba eslóganes, defendiendo hasta la muerte a su propia facción, temiendo sin cesar verse abatido por sus adversarios. Nadie habría imaginado que una nueva «dirección suprema» fuese a ordenar que los representantes del ejército vinieran a retirarse a los organismos culturales y que todo el mundo, de no importa qué facción, iba a tener que partir hacia el campo.

Yo soy un refugiado desde mi nacimiento. Mi madre decía que me había dado a luz en pleno bombardeo. Los cristales de la sala de partos del hospital estaban protegidos por tiras de papel, para amortiguar la onda expansiva de las bombas. Felizmente, ella había escapado a las bombas y yo había venido al mundo sano y salvo. Sin embargo, era incapaz de llorar. No di mi primer grito hasta que el tocólogo me dio una pequeña azotaina. He aquí probablemente lo que me ha predestinado a huir durante toda mi vida. Me he acostumbrado a ello y he aprendido a encontrar un poco de placer en los espacios vacíos entre estos períodos de desorden. Mientras todo el mundo permanecía en el andén, sentado sobre su hatillo a la espera, confié mi equipaje a alguien y, como un perro vagabundo, anduve errante por las calles de la ciudad. Incluso terminé por reencontrar en una fonda a un obstinado adversario de mi facción. En aquellos tiempos, la carne de cerdo estaba racionada, y cada uno recibía un vale por una libra de carne al mes. Yo pensaba que también a él le apetecería. En esta fonda, había inesperadamente en el menú un plato de carne de perro a la pimienta, del que cada uno pidió una ración. Compartiendo la misma suerte, sentados a la misma mesa, sin decir ni mu, pidiendo unas rondas de aguardiente. Bebimos y comimos carne de perro juntos, como si la despiadada lucha de clases ya no existiera, como si nadie fuese ya el enemigo de nadie. Pero, por supuesto, ni él ni yo, ninguno de los dos, sacó a relucir la situación política. De hecho, sentados a esa mesa, había tantas cosas de las que se podía hablar, ya fuera de la vieja calle, del papel de arroz con olor a paja que podía adquirirse aquí, de las telas locales hechas a mano que podían comprarse sin necesidad de vales de algodón, del té que se vendía también sin vales y, por último, de los cacahuetes a las cinco especies totalmente inencontrables en Pekín. Él y yo habíamos comprado y los habíamos sacado de nuestras bolsas para comérnoslos con el aguardiente. Y son estos pequeños recuerdos insignificantes los que me han impulsado a pasar toda una jornada en Zhuzhou, después de transbordar de tren en Changsha. En este caso, no tenía ninguna razón para no ir a ver a mi buen amigo de infancia; ¿por qué no darle esta alegría inesperada?

Reservo una cama en un hotel próximo a la pequeña estación y dejo allí mi mochila. En caso de no encontrar a mi amigo, siempre puedo descabezar un sueño en el hotel, mientras hago tiempo para coger el primer tren de la mañana.

En una pequeña tienda que abre de noche, tomo un cuenco de caldo de arroz con alubias mungo que disipa totalmente mi fatiga. Voy a preguntarle a un mando que está tomando el fresco, tumbado en un sillón delante de la oficina del recaudador, para averiguar si existe aquí un equipo de prospección geológica. Se incorpora al punto y me dice que sí, a unos dos lis de aquí, dice en un primer momento, no, a unos tres lis, todo lo más cinco. Al final de esta calle, allí donde no hay ya ninguna farola, hay que doblar una callejuela, atravesar unos arrozales, y luego un pequeño río, por un puente. Del otro lado, no muy lejos, hay algunas casas de pisos de estilo moderno, completamente aisladas, que albergan al equipo de prospección geológica.

A la salida del pueblo, el cielo está tachonado de una multitud de estrellas que iluminan la noche estival. Por doquier resuena el croar de las ranas. Ando metiendo los pies en los charcos de agua, pero no me fijo en ello, pues pienso únicamente en encontrar a mi amigo. Y a eso de medianoche termino por llamar a su puerta en la oscuridad.

– ¡Tú por aquí! -exclama él, loco de alegría.

Es fuerte y corpulento y de una estatura imponente. Vestido con pantalón corto, el torso desnudo, me asesta unos golpes con el abanico de junco que lleva en la mano, lo que me da un poco de aire. Era también una costumbre entre los compañeros ésa de darse unas buenas palmadas en la espalda. En aquella época, yo era el pequeño de la clase y mis compañeros me llamaban «diablillo». Hoy en día, evidentemente, soy un «viejo diablo».

– ¿De dónde sales?

– ¡De debajo de la tierra!

También yo estoy loco de alegría.

– Trae aguardiente, o mejor no, sandía, pues hace demasiado calor -le dice a su mujer.

Ésta es una mujer robusta que trasluce honestidad. Debe de ser natural de aquí. Se limita a reír, sin decir palabra. Es evidente que, al crear una familia, él no ha perdido su amabilidad de antaño.

Me pregunta si recibí el manuscrito que me envió y me explica que ha leído las obras que yo he ido publicando estos últimos años. Pensando que debía de tratarse de mí, dirigió su manuscrito a la redacción de una revista que publicó uno de mis artículos, pidiendo que me lo hicieran llegar.

Me explica que escribió eso porque tenía ganas de pelea, porque no podía aguantarse más. Un globo sonda, en cierto modo.

¿Qué podía decirle yo? Su novela contaba la historia de un niño del campo cuyo abuelo era un viejo hacendado. En la escuela estaba mal visto por sus compañeros y, cada día, oía al profesor explicar que era preciso desmarcarse claramente de los enemigos de clase. Pensando que, al fin y al cabo, todas sus desgracias provenían de este anciano enfermo que no se acababa de morir nunca, ponía en su infusión una flor salvaje venenosa, esa misma que hay que retirar cuando se corta la hierba para los cerdos. Al amanecer, a la hora en que los altavoces difundían El Oriente es rojo para llamar a los campesinos al trabajo, el chiquillo encontraba a su abuelo muerto, tendido en el suelo, con la boca llena de una negra sangre. Describía el estado de ánimo de este niño que miraba este mundo incomprensible con los ojos de un pequeño campesino. Yo le pasé este manuscrito a un redactor conocido mío. Me lo devolvió sin emplear las fórmulas que habitualmente se utilizan en los medios literarios cuando se devuelve un manuscrito. No era el tono oficial del tipo: la intriga no está suficientemente trabajada, la concepción general de la obra no es lo bastante elevada, los caracteres no están del todo elaborados, o bien la obra no es lo suficientemente típica, no, me dijo simplemente que estaba bien escrito, pero que el autor iba demasiado lejos y que las autoridades no permitirían nunca su publicación. Yo lo único que había podido decirle es que el autor trabajaba en el campo como prospector geológico, que estaba habituado a los senderos de montaña y que no podía conocer los límites impuestos en el mundo literario que no era posible transgredir. Le cuento esto con franqueza.