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– ¿Así terminó la cosa?

– Sí -dijo-. Pero yo he imaginado otro final, tal vez inexacto.

– Dilo, a ver.

– Al día siguiente, tras haber comido y bebido hasta el hartazgo, se despierta después de un sueño reparador y de repente rompe ruidosamente en sollozos. Imposible comprender lo que le pasa. Le preguntan. Llorando a lágrima viva, él no consigue pronunciar más que una frase en medio de sus sollozos: «¡De haber sabido que en el mundo existían personas tan buenas, no hubiera sufrido en vano las injusticias de estos últimos años!».

Tengo ganas de echarme a reír, pero me contengo.

Advierto tras sus gafas un destello de divertida malicia.

– Esta conclusión es superflua -digo yo tras un instante de reflexión.

– La he añadido con toda intención -reconoce dejando las gafas sobre la mesa.

Descubro que la malicia que yo creía advertir en su mirada es más bien tristeza. Es otro hombre cuando lleva puestas las gafas, con su apariencia alegre y sencilla. Nunca le había visto bajo este aspecto de ahora.

– ¿Quieres echarte un momento? -me pregunta.

– No me urge, no tengo sueño por el momento.

Por la ventana, se ven ya los primeros resplandores de la mañana. Fuera, el calor estival se ha disipado y se ha levantado un vientecillo fresco.

– También podemos charlar tumbados -dice él.

Instala para mí una tumbona de bambú y para él una hamaca. Luego apaga la luz y se tumba.

– Debes saber que en aquella época, durante el Movimiento, hicieron indagaciones sobre mí, y fue justamente el equipo que capturó al hombre salvaje el que me detuvo. Estuve a punto de morir fusilado, la bala me rozó el cuero cabelludo, fallaron el tiro, tuve suerte. Aparte de eso, son buena gente.

– Eso es lo que está bien en tu historia del hombre salvaje. Es alegre, mientras que la gente es en extremo cruel. No deberías contarlo todo.

– Para ti es una novela, pero para mí es la vida misma. De hecho, no podré escribir nunca la novela.

– Tan pronto como se habla de piojos, todo el mundo, temiendo serlo, quiere atraparlos, ¿qué se le puede hacer?

– ¿Y si a todo el mundo le importa un bledo?

– La gente tiene miedo de que la detengan, eso es todo.

– Pero tú, precisamente, ¿no quieres atraparlos, verdad?

– Y por dicha razón quieren atraparme a mí.

– ¿Es por eso por lo que vas a seguir corriendo mundo por esas carreteras?

– En cualquier caso, es mejor así, ¿no? ¿Me habría atrevido, de lo contrario, a venir a tomar algo contigo? Me hubiera largado hace ya tiempo, como el hombre salvaje.

– Y tampoco yo te daría protección en mi casa. O bien, ¿nos largamos los dos como unos hombres salvajes?

Y se sienta entre risas en la hamaca.

– Este final es mejor dejarlo correr -dice a su vez tras un momento de reflexión.

62

Tú dices que él ha perdido la llave.

Ella dice que comprende.

Tú dices que él había visto perfectamente esa llave dejada sobre la mesa, pero que ha desaparecido tan pronto como se ha dado la vuelta.

Ella dice que sí, que así es.

Dices que era una llave muy sencilla, sin llavero; al principio tenía uno, que era un perrito de pelaje rizado, un pequinés, de plástico rojo. Se lo había regalado una amiga, amiga nada más, no una amiguita.

Ella dice que está claro.

Tú dices que a continuación el perrito se rompió, era cómico, se había roto por el cuello, no quedaba de él más que una cabecita roja; a él eso le pareció un poco cruel y lo había separado de la llave.

¡Claro!, dice ella.

Tú dices que él creía haber dejado la llave sobre el pie de la lámpara del escritorio, al lado de unas chinchetas; éstas siguen allí, pero la llave ha desaparecido. Ha apartado los libros que había encima de la mesa: también había allí unas cartas, en espera de una hipotética respuesta, amontonadas cerca de la lámpara. El interruptor estaba tapado por un sobre. Pero la llave seguía inencontrable.

Son cosas que pasan a menudo, dice ella.

Él quería salir para ir a una cita, pero no podía dejar la puerta abierta. Si la hubiera cerrado, no habría podido entrar sin llave. Tenía que encontrarla. Entre los libros, papeles, correspondencia, monedas sueltas que cubrían la mesa, una llave hubiera tenido que verse fácilmente.

Es cierto.

Pero no había manera de encontrarla. Se había puesto a gatas debajo de la mesa, había retirado con la ayuda de una escoba un montón de pelotillas e incluso un billete de autobús. Cuando una llave cae al suelo, siempre hace un ruido, ahora bien, allí, en el suelo, no había más que algunos libros apilados, pero de llave nada. Imposible confundir una llave con un libro.

Por supuesto.

Pura y simplemente se había volatilizado.

¿Y en los cajones?

Ha buscado también. Recordaba que había abierto los cajones. Tenía la costumbre de guardar en ellos la llave a la derecha, era una vieja costumbre. El cajón estaba lleno de toda clase de documentos: cartas, manuscritos, chapas de matrícula de bicis, comprobantes de atención médica gratuita, recibos del gas. También algunas medallas, el estuche de una pluma, un cuchillo mongol y una pequeña espada de esmalte cloisonné, todos modestos objetos sin valor, meros recordatorios.

Todo el mundo tiene, son preciosos a los ojos de sus propietarios.

Los recuerdos no son necesariamente todos preciosos.

Es cierto.

A veces es incluso una liberación olvidarlos. Un botón, por ejemplo, que ya no se utilizará nunca más; el traje en el cual estaba cosido este botón de cristal azul oscuro se ha convertido desde hace tiempo en una fregona, pero el botón no ha sido tirado.

Bueno, ¿y a continuación?

A continuación, ha abierto todos los cajones y ha rebuscado en ellos.

No podía estar allí.

Lo sabía, pero ha rebuscado por todas partes.

Por supuesto. ¿Y sus bolsillos, los ha revisado?

Los ha revisado todos. Los bolsillos delanteros y los bolsillos traseros de su pantalón, que ha tenido que palpar por lo menos cinco o seis veces, los bolsillos de su chaqueta puesta sobre la cama también. Ha rebuscado en los bolsillos de toda la ropa que había sacado, no en los de la que tenía guardada en su maleta.

Y a continuación…

A continuación, ha desparramado por el suelo todo cuanto había encima de la mesa, ha puesto un poco de orden en las revistas colocadas en la estantería de la cabecera de la cama, incluso ha abierto los armarios de los libros, ha sacudido las mantas, el colchón, ha mirado debajo de la cama, ¡ah!, sí, y también en los zapatos, porque un día una moneda de cinco fens se cayó dentro de uno de sus zapatos y no se dio cuenta de ello más que al salir, pues le molestaba al andar.

Pero sus zapatos, ¿no los llevaba puestos?

Sí, pero como los libros de la mesa de trabajo estaban ahora en el suelo, no tenía ya sitio para andar y no quería pisotear los libros con sus zapatos. Se descalzó con determinación y se puso a buscar agachado.