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– Bromeas. ¿Le viste con tus propios ojos?

– ¡No sólo lo vi, sino que además lo capturamos! Algunos estábamos buscando un atajo en la montaña para volver al campamento antes de que cayera la noche. Debajo de una cresta, había un bosque que había sido quemado y había sido plantado de maíz. En ese campo, totalmente amarillo, se veía moverse algo, sin duda una bestia salvaje. Para nuestra seguridad, íbamos armados cuando andábamos por esos lugares. Enseguida pensamos que se trataba de un oso o de un jabalí. No habíamos encontrado oro, pero la suerte nos sonreía a pesar de todo, ya que íbamos a conseguir carne. Algunos rodearon el lugar donde se le veía moverse, pero la cosa aquella debía de habernos oído, dado que emprendió la huida en dirección al bosque. Debían de ser más o menos las tres de la tarde. El sol declinaba ya hacia el oeste, pero el pequeño valle estaba aún perfectamente iluminado. Cuando la cosa aquella se puso a moverse, su cabeza asomó entre los tallos de maíz. ¡Y allí descubrimos a un hombre salvaje con unos pelos que le llegaban hasta los hombros! Todos los muchachos le vieron. Estaban en el colmo de la excitación y exclamaban a voz en grito: «¡Es el hombre salvaje! ¡Es el hombre salvaje!». «¡No dejéis que se escape!», gritaba otro mientras disparaba. Trabajaban durante todo el año en las montañas y raramente tenían ocasión de pegar un tiro. Se desquitaban. Llevados por el entusiasmo, corrían, daban gritos, descargaban sus armas. Al final, le obligaron a salir. Desnudo como vino al mundo, con sus partes al aire, se rindió, manos en alto, pero dio un traspié y se cayó al suelo cuan largo era. No llevaba más que un par de gafas atadas detrás de la cabeza con un hilo bramante. Los cristales totalmente redondos estaban gastados, como de cristal deslustrado.

– ¿Es esto un cuento? -digo.

– ¡Es la pura verdad! -dice su mujer desde la habitación. Todavía no se ha dormido.

– Si quisiera contarle cuentos a alguien, ése no serías tú. Ahora eres novelista.

– El verdadero novelista es él -digo yo dirigiéndome a su mujer-. Tiene dotes innatas de narrador. En nuestros tiempos, en clase, nadie le superaba en este terreno. Una vez que empezaba, los demás nos quedábamos boquiabiertos escuchándole. Lástima que su novela se haya visto abortada antes incluso de haber podido ver la luz.

No podía dejar de sentir un poco de compasión por él.

– Él es así. Sólo habla de este modo porque estás tú aquí; normalmente, nunca dice una palabra de más -dice su mujer desde su cuarto.

– ¡Escucha, pues! -le dice a su mujer.

– ¡Continúa! -Ha excitado verdaderamente mi curiosidad.

Toma un trago de aguardiente para recuperar fuerzas.

– Nuestro grupito se acerca, le quita las gafas y le zarandea un poco con los cañones de los fusiles. Le preguntan en tono severo: «Si eres un hombre, ¿por qué huyes?». Presa de los temblores, él no deja de gemir. Uno de los chavales le da unos cuantos cachetes en la cabeza y le amenaza: «¡Si sigues haciendo ver que eres un diablo, te fusilarán!». En ese momento, él estalla en sollozos diciendo que se escapó de un campo de reeducación y que no se atreve a volver. Le preguntan qué crimen ha cometido. Él dice que es «derechista». «¡Pero si hace tiempo que los "derechistas" han sido rehabilitados! -exclaman mis compañeros-. ¿Tú no has regresado a tu casa?» Explica que su familia no se ha atrevido a darle protección y que se ha refugiado en estas montañas. «¿Dónde tienes a tu familia?», le preguntan de nuevo. «En Shanghai.» Mis compañeros exclaman: «¡Menudos hijos de perra los de tu familia! ¿Y por qué no te protegen?». Dice que tienen miedo de verse comprometidos. Y todos exclaman: «¿Qué historias son éstas de verse comprometidos? ¡Si los "derechistas" han recibido todos indemnizaciones y todo el mundo anda ahora loco por tener un elemento de derechas en su familia!». Y le preguntan también: «¿No estarás mal de la cabeza?». Él dice que no, pero que es muy miope. Y todo el mundo da rienda suelta a sus ganas de reír.

Su mujer se echa también a reír en el cuarto de al lado.

– Realmente no hay otro como tú para contar este tipo de historias -digo sin poder aguantarme la risa. No me sentía tan contento desde hace mucho tiempo.

– Había sido tachado de «elemento derechista» en 1957 y enviado en 1958 a una granja de rehabilitación por el trabajo.

En 1960 estalló la hambruna, ya no había nada de comer. Cubierto de edemas, a un paso de la muerte, huyó para regresar a Shanghai. Permaneció oculto dos meses en casa de los suyos, que se habían empeñado en que regresara al campamento, pues en esa época las raciones de cereal eran insuficientes. ¿Cómo habrían podido tenerle escondido largo tiempo en su casa? Por consiguiente, había vuelvo a partir a la ventura por esas altas montañas donde llevaba viviendo desde hacía más de veinte años. Cuando le preguntaron cómo se las había arreglado para sobrevivir, él explicó que, el primer año, le había recogido una familia de montañeses. Él les ayudaba a cortar leña y a hacer algunas labores agrícolas. A continuación, oyó decir, en la comuna popular que se encontraba un poco más abajo, que iba a venir gente a indagar acerca de su persona y se refugió aún más lejos. Sobrevivió gracias a esta familia que le ayudaba a escondidas y le traía cerillas, un poco de sal y aceite. ¿Cómo se había vuelto «derechista»? Él explicó que en la universidad llevaba a cabo investigaciones sobre las inscripciones oraculares en caparazones de tortuga. En aquella época, lleno de un ardor juvenil, había pronunciado en el transcurso de una discusión algunas palabras insensatas sobre la situación del momento. «¡Levántate, síguenos, que vas a reanudar tus investigaciones sobre las inscripciones oraculares!» Pero él se negó con obstinación, diciendo que tenía que cosechar el maizal que representaba su reserva de cereales para el año, que temía que los jabalíes vinieran a pisotearlo todo si él se iba. Exclamaron todos: «¡Déjales que hagan lo que les venga en gana!». Él quería ir a buscar sus ropas. «Pero ¿dónde las tienes?» «En una cueva, al pie de un acantilado.» Cuando no hacía frío, no se las ponía. Alguien le dio una chaqueta para que se la atara alrededor de la cintura. Luego se lo llevaron al campamento.

– ¿Así terminó la cosa?

– Sí -dijo-. Pero yo he imaginado otro final, tal vez inexacto.

– Dilo, a ver.

– Al día siguiente, tras haber comido y bebido hasta el hartazgo, se despierta después de un sueño reparador y de repente rompe ruidosamente en sollozos. Imposible comprender lo que le pasa. Le preguntan. Llorando a lágrima viva, él no consigue pronunciar más que una frase en medio de sus sollozos: «¡De haber sabido que en el mundo existían personas tan buenas, no hubiera sufrido en vano las injusticias de estos últimos años!».

Tengo ganas de echarme a reír, pero me contengo.

Advierto tras sus gafas un destello de divertida malicia.

– Esta conclusión es superflua -digo yo tras un instante de reflexión.

– La he añadido con toda intención -reconoce dejando las gafas sobre la mesa.

Descubro que la malicia que yo creía advertir en su mirada es más bien tristeza. Es otro hombre cuando lleva puestas las gafas, con su apariencia alegre y sencilla. Nunca le había visto bajo este aspecto de ahora.

– ¿Quieres echarte un momento? -me pregunta.

– No me urge, no tengo sueño por el momento.

Por la ventana, se ven ya los primeros resplandores de la mañana. Fuera, el calor estival se ha disipado y se ha levantado un vientecillo fresco.

– También podemos charlar tumbados -dice él.