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La conocí mientras esperaba la barcaza en un embarcadero. Con sus dos coletas, las mejillas encarnadas, su animación y sus vivos ojos, parecía conservar una curiosidad intacta hacia este mundo caótico. Al preguntarle yo sobre su destino, me respondió que iba a Huangshi. ¿Qué había de interesante para ver en esa ciudad cubierta de polvo gris, de atmósfera totalmente saturada por las negras humaredas de las acerías? Iba a ver a su tía. Y yo, ¿adonde iba? Me devolvió la pregunta. Le expliqué que no tenía ninguna meta precisa, que iba de aquí para allá. Ella puso unos ojos como platos y me preguntó a qué me dedicaba. «Soy especulador», le dije. Ella reprimió la risa. No me creía. Le pregunté de nuevo:

– ¿Acaso tengo pinta de estafador?

Ella negó con la cabeza.

– En absoluto.

– En tu opinión, ¿de qué dirías que tengo pinta?

– No lo sé, pero de estafador no, en cualquier caso.

– Bueno, en tal caso, soy un vagabundo.

– Los vagabundos no son por fuerza mala gente.

Su voz dejaba traslucir cierta convicción. Yo abundé en el sentido de lo que ella acababa de decir:

– Los vagabundos son gente que por lo general está muy bien. Con harta frecuencia son las personas serias y formales las que son unos estafadores.

No pudo dejar de reír como si alguien le hiciera cosquillas, era una muchacha verdaderamente alegre.

Me dijo que también a ella le hubiera gustado viajar, pero que sus padres no querían. Tan sólo le habían autorizado a ir a casa de su tía. Le habían advertido de que, una vez se sacara el título, tendría que ponerse a trabajar de inmediato, que aquéllas eran sus últimas vacaciones de verano y que, por tanto, debía aprovecharlas bien. La compadecí. Ella dejó escapar un suspiro:

– De hecho, me gustaría mucho ir a Pekín. Pero por desgracia no conozco a nadie allí y mis padres no quieren que vaya sola. ¿Es usted pequinés?

– Que hable el pequinés no quiere decir que sea de Pekín. Aunque vivo en Pekín, encuentro allí la vida asfixiante.

– Vaya, ¿y por qué? -Estaba estupefacta.

– Hay demasiada gente, viven hacinados. Al menor descuido, tienes a alguien que te anda pisando los talones.

Hizo un mohín de displicencia. Le había hecho otra pregunta:

– ¿Dónde vives tú?

– En Guixi.

– ¿No es allí donde se encuentran los montes Longhu?

– En realidad, no es más que una montaña desierta, el templo fue destruido hace mucho tiempo.

Le dije que justamente quería visitar esa montaña, que cuanto más desiertos eran los lugares, más ganas tenía de visitarlos.

– ¿Para poder estafar a la gente? -preguntó ella con un guiño picarón.

No pude sino responderle riendo:

– Quiero hacerme ermitaño taoísta.

– No habrá nadie para recibirle. Los monjes de antaño se han ido o bien han muerto. No va a encontrar dónde alojarse. Sin embargo, el paisaje allí es soberbio. No hay más que veinte lis desde la cabeza de distrito, se puede ir y volver a pie, yo he ido de paseo hasta allí con unos amigos. Si de veras quiere dirigirse a ese lugar, puede hospedarse en mi casa, mis padres son muy hospitalarios.

Tenía todo el aspecto de decirlo en serio.

– Pero tú has de ir primero a Huangshi y tus padres además no me conocen.

– Regresaré dentro de unos diez días. ¿No va a seguir sus vagabundeos?

Mientras charlábamos, la barcaza había atracado.

Por la ventanilla del tren, de vez en cuando veo surgir en el horizonte unas montañas grisáceas. Los montes Longhu deben de encontrarse detrás. Estas montañas son probablemente los Acantilados de las Inmortales. Un director de museo, que conocí en mi periplo, me había mostrado unas fotos de ellos. En unas cuevas que se abren en la ladera del acantilado, por encima del río, se habían descubierto unos ataúdes suspendidos. Se trataba de una necrópolis del antiguo país de Yue, que databa de la época de los Remos Combatientes. Los excavadores habían encontrado un tambor plano laqueado de negro y un laúd de madera de trece cuerdas, tal como lo atestiguaban los agujeros en su astil, de casi dos metros de largo. Pero, aunque yo hubiera ido a los montes Longhu, no habría oído los redobles de tambor de los pescadores, ni tampoco los claros y amplios acordes del laúd.

Los Acantilados de las Inmortales se alejan poco a poco hasta desaparecer totalmente. Al bajar de la embarcación, y separarnos, nos intercambiamos nombre y dirección.

Me tomo una taza de té. Siento un amargo pesar. Tal vez ella venga a verme algún día, pero no es seguro. Este encuentro fortuito me ha procurado cierta alegría. Soy incapaz de hacerle la corte a una joven tan candida, en realidad soy sin duda incapaz de amar verdaderamente a una mujer. El amor es demasiado pesado, quiero vivir con ligereza y alegría, sin tener que asumir responsabilidades. El matrimonio y todos los quebraderos de cabeza y rencores que lleva aparejados son demasiado agotadores. Me vuelvo cada vez más distante, nadie podrá provocar ya mi entusiasmo. Soy ya viejo, y sólo me motiva algo que se asemeja a la curiosidad, sin tratar no obstante de obtener un resultado que es perfectamente previsible y, de todos modos, demasiado pesado. Prefiero vagar de aquí para allá, sin dejar huella. En este inmenso mundo hay tanta gente, tantos destinos, no tengo ningún lugar donde echar raíces, hacer un pequeño nido para vivir tranquilamente, encontrar siempre los mismos vecinos, decirles las mismas cosas, buenos días, buenas tardes, y volver a enfrascarme en los mil banales enredos de la vida cotidiana. Antes incluso de comenzar, me siento ya asqueado. Lo sé, no puedo hacer feliz ya a nadie.

También conocí a una joven monja taoísta. De su bonito rostro grave de una delicada palidez, de su cuerpo erguido drapeado con un largo vestido, emanaba una frescura que era indicio de una gran pureza. Me instaló en una habitación de huéspedes, en una de las alas del templo; el viejo entarimado dejaba adivinar su color original y las venas de la madera. La habitación era de una limpieza perfecta y las mantas dispuestas sobre la cama exhalaban un olor a ropa recién lavada y almidonada. Fue así como me instalé en el templo de Shangqing.

Todas las mañanas me traía una palangana de agua caliente para mi aseo, luego me preparaba una infusión de té verde mientras charlaba conmigo. Su voz era tan dulce como el té fresco, hablaba y reía con gracia y naturalidad. Tras sacarse su título de secundaria, ella misma se había presentado como candidata al noviciado, pero yo no me atrevía a preguntarle por qué había abandonado a su familia.

En este monasterio taoísta habían sido reclutados una decena de jóvenes novicios, chicos y chicas, todos con un nivel de estudios de segundo ciclo de secundaria como mínimo. El superior era un hombre alto, de voz clara y de paso firme y seguro, ya más que octogenario. Había luchado ímprobamente durante varios años para negociar con el gobierno local y los organismos de diferentes niveles, y reunido a varios viejos ermitaños taoístas perdidos en las montañas para lograr que se procediera a la restauración del monasterio de los montes Qingcheng. Todos, jóvenes y viejos, hablaban conmigo con total libertad y, como decía la monja: «Todo el mundo aquí le quiere», pero decía «todo el mundo», no «yo».