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– ¿Por qué no le despiertas despacito?

– Estás detrás de él, sigues su cuerpo, se diría que quiere ir aún a alguna parte.

– ¿Regresa a su casa? ¿A su habitación?

– No estás seguro, te limitas a seguirle, atraviesas una avenida, entras en una callejuela, luego vuelves a salir, acto seguido llegas a otra avenida, entras en otra callejuela, sales de nuevo.

– ¡Ha vuelto a la misma avenida!

– Pronto va a hacerse de día.

– Pues bien, una vez más…

65

Desde hace tiempo estoy cansado de las luchas insensatas que desgarran este bajo mundo. En cada discusión, en cada polémica, en cada debate, me encuentro en plena línea de mira, soy juzgado, sermoneado, condenado. En espera del veredicto, aguardo en vano que algún genio bueno capaz de invertir el curso de las cosas intervenga en un arranque de generosidad para sacarme de este mal paso. Pero cuando éste termina por aparecer, cambia de chaqueta o desvía abiertamente la mirada.

A la gente le encanta dárselas de maestro, de dirigente, de juez, de médico, de consejero, de arbitro, de hermano mayor, de confesor, de crítico autorizado, de director de conciencia, de jefe míos, nunca se preocupan por saber si realmente tengo necesidad de ellos, todos quieren ser mi salvador, mi esbirro (los que me asestan alguna puñalada trapera, no los que dan la cara por mí), mis nuevos padres y madres, puesto que los auténticos están muertos, o incluso quieren decididamente ponerse en el lugar de mi patria cuando no sé siquiera lo que es, ni siquiera si tengo una. En cambio, mis amigos, mis defensores, todos los que toman partido por mí se ven en la misma situación que yo; he aquí mi destino.

Por otra parte, tampoco me veo capaz de hacer el papel de héroe trágico que ha fracasado en su pulso con el destino, aunque siento un gran respeto por aquellos que nunca han temido la derrota, como Xingtian, el héroe legendario, que recogió su cabeza cortada y siguió batiéndose. Y con todo, no podría más que mirarles de lejos y darles mis silenciosas condolencias.

Soy igualmente incapaz de hacer vida de ermitaño. No sé por qué he abandonado precipitadamente el templo de Shangqing: ¿era porque no soportaba ya esta «no-acción» en la serenidad? ¿Era porque no tenía paciencia para leer las láminas grabadas de los miles de volúmenes del Canon taoísta en una edición Ming que, felizmente, no había sido quemada gracias a la intervención de algunos viejos monjes? ¿Era porque me daba pereza saber más cosas de la vida de estos ancianos que conocieron mil dificultades? ¿Acaso tenía miedo también de sondear los secretos interiores de estas jóvenes monjas? ¿Era para no arruinar completamente mis propias aptitudes mentales? A fin de cuentas, no soy más que un simple esteta.

En la ruta del Tibet, a más de cuatro mil metros de altitud, me he puesto a calentarme al amor del fuego con un equipo de peones camineros. Viven éstos en una casa de piedra, cuyo interior está completamente renegrido por el humo. Alrededor, no hay más que altas montañas blancas cubiertas de nieve y de hielo. Por la carretera ha llegado un autobús del que ha bajado un grupo muy animado, algunos con una mochila a la espalda, otros con pequeños martillos de hierro, o con archivadores llenos de muestras: al parecer son estudiantes que están realizando un cursillo de investigación. Han introducido la cabeza por la ventana para ver la estancia negra y ahumada, pero únicamente ha entrado una muchacha que llevaba un pequeño paraguas rojo. Fuera, flotaban unos copos de nieve.

Creyendo sin duda que era yo un peón caminero, ella me ha pedido agua. Le he sacado un cacillo del caldero negro de hollín suspendido encima del hogar. Ella ha lanzado un grito. Se ha quemado en la boca al beber. Yo me he excusado. Acercándose a la lumbre, me ha preguntado:

– ¿No es usted de aquí?

Su rostro ceñido por el pañuelo estaba colorado por el frío. Desde que ando por estas montañas, no he visto en parte alguna una muchacha de tan esplendorosa belleza. He querido pincharla un poco:

– ¿Acaso cree que los montañeses son incapaces de pedir excusas?

Ella se ha puesto todavía más colorada.

– ¿Está usted también de cursillo? -me ha preguntado.

A mí me incomodaba decirle que habría podido ser su profesor.

– He venido a sacar unas fotos.

– ¿Es usted fotógrafo?

– Si así lo quiere.

– Nosotros venimos a recoger muestras. ¡Aquí el paisaje es verdaderamente magnífico! -ha exclamado ella.

– Es muy cierto.

A fin de cuentas, yo no soy en verdad más que un esteta. Imposible no sentirse emocionado al ver a una muchacha tan hermosa.

– ¿Le puedo sacar una foto?

– ¿Con mi paraguas abierto? -ha replicado ella al punto haciendo girar su pequeño paraguas rojo.

– Pero mi carrete es en blanco y negro.

No le he explicado que en realidad llevaba un carrete de profesional.

– No importa, las verdaderas fotografías artísticas se hacen siempre con carretes en blanco y negro.

Daba la impresión de saber de lo que hablaba.

Ha salido conmigo. Unos pequeños copos de nieve revoloteaban por los aires. Se protegía del viento con su paraguas de color rojo vivo.

Por más que estemos ya en el mes de mayo, la nieve de esta vertiente no se ha fundido por completo. En las zonas en que aún queda una poca, brotan por doquier las florecillas púrpura de la fritilaria, y a veces matas de telefios rojos; bajo las peñas desnudas, unas plantas de artemisia extienden sus tallos verdes vellosos en los que se abren pujantes flores amarillas.

– Póngase allí -le he ordenado.

En segundo término, las montañas nevadas que habían relumbrado por la mañana no eran más que siluetas en medio de la grisalla formada por los finos copos.

– ¿Está bien así?

Ella inclina la cabeza, se pone en pose. El viento redobla su violencia y le impide mantener derecho su paraguas.

Está aún mejor así, tratando de resistir al viento.

Delante de nosotros discurre un riachuelo cuajado por el hielo. En la orilla, enormes botones de oro se abren en una extraordinaria exuberancia.

Ella ha exclamado señalando al río:

– ¡Vayamos abajo!

Ella corre pugnando contra el viento con su paraguas. Yo he puesto el zoom. En contacto con su respiración, los copos se transforman en vaho. Sobre su pañuelo y su pelo resplandecen unas gotas de agua. Le he hecho una seña.

– ¿Ya ha terminado? -exclama ella en medio del viento.

Unas finas perlas de agua brillan en sus cejas. Ahora está perfecta. Por desgracia se me ha acabado el carrete.

– ¿Puede enviarme estas fotos? -me ha preguntado llena de esperanza.

– Sí, si me da su dirección.

Ella ha vuelto a subir al autobús y me ha alargado por la ventanilla una página arrancada de su cuaderno en la que ha anotado su nombre y el número de su calle en Chengdu. Me ha gritado que sería bienvenido en su casa y me ha saludado con la mano.

Más tarde, de paso por Chengdu, fui a esa calle. Me acordaba del número, pero no me detuve. Y nunca le he enviado sus fotos. Al hacer revelar todos mis carretes, no he hecho sacar más que unos pocos clichés de ellos, tan sólo aquellos que podían tener alguna utilidad para mí. No sé si algún día los revelaré e ignoro si esta muchacha seguiría siendo tan turbadora sobre el papel.

En el Huanggang, pico principal de los montes Wuyi, he fotografiado, en el límite de los pastos, un soberbio alerce solitario en un bosque de coníferas. A media altura, el tronco se dividía en dos ramas casi horizontales, como un halcón gigante que despliega las alas para emprender el vuelo. En medio de las alas, una rama hacía pensar en la cabeza inclinada de un ave, con la mirada fija hacia abajo.