Выбрать главу

La naturaleza es extraña. Puede crear tanto belleza como fealdad. Al sur de la zona de protección de la naturaleza de estos mismos montes Wuyi, he visto un torreya de China inmenso y decrépito, totalmente hueco, en el que pueden anidar las serpientes pitón. Del tronco de un negro metálico se elevaban lateralmente algunas ramas en las que temblaban unas hojitas de un verde oscuro. En la puesta del sol, cuando el pequeño valle estaba envuelto en la sombra del atardecer, se alzaba en medio del mar de bambúes de un verde tenue aún iluminado. Sus ramas rotas, negras y podridas, se desplegaban en todos los sentidos cual maléficos demonios. He revelado esta foto, y, cada vez que la veo, me embarga la mayor de las tristezas, no puedo mirarla largo rato. Me he dado cuenta de que removía en mi interior los aspectos más sombríos de mi alma, los que a mí mismo me aterran. Y, de todas formas, ya sea tanto delante de la belleza como de la fealdad, no puedo sino echarme atrás.

En los montes Wudang he visto probablemente al último viejo maestro taoísta de la secta de El Veraz, una especie de encarnación de la fealdad. Me informé al respecto en el llamado Viejo Campamento. Al otro lado de un muro que resguarda unas estelas dedicadas a un emperador Ming y destruidas por las guerras, vive en una casucha medio en ruinas una vieja monja taoísta. Le he preguntado sobre el período de esplendor en el que el templo era aún rico y hemos acabado hablando de la doctrina taoísta. Ella me ha informado de que no quedaba más que un solo viejo maestro de la secta de El Veraz, que tenía más de ochenta años y que nunca bajaba de las montañas. Se pasaba todo el año en el templo del Tejado de Oro y nadie era capaz de sacarle de allí.

Al despuntar el día, he partido en el primer tren para Nanya y he subido por un camino de la ladera de la montaña en dirección al Tejado de Oro, donde he llegado pasado mediodía. En la cima, el tiempo estaba cubierto y frío, no había ningún paseante. He circulado por un laberinto de desiertos pasillos. Las salidas estaban cerradas, sólo una pesada puerta claveteada se encontraba entreabierta. He tenido que sacar fuerzas de flaqueza para empujarla. Un anciano de cabellos y barba hirsutos que estaba cerca de un brasero se ha levantado. Muy alto y fuerte, con el rostro negro y un aspecto terrible, me ha preguntado brutalmente:

– ¿Qué hace usted aquí?

– Perdone, ¿es usted el señor de estos lugares? -he preguntado yo lo más cortésmente posible.

– ¡Aquí no hay ningún señor!

– Sé que este monasterio no ha reanudado aún sus actividades, pero ¿es usted el antiguo superior de estos lugares?

– ¡Aquí no hay ningún superior!

– En ese caso, disculpe usted, ¿es monje taoísta?

– ¿Y qué puede importarle a usted si soy monje o no?

Frunce el ceño de cejas entrecanas alborotadas.

– Perdóneme, ¿es usted de la secta de El Veraz, no es así? He oído decir que únicamente aquí, en este templo, quedaba un…

– ¡Me traen sin cuidado las sectas!

Sin esperar a que hubiera terminado, me ha echado afuera empujando la puerta.

– Soy periodista -me he apresurado a explicar yo-. Ahora, el Gobierno ha dicho que había que aplicar una nueva política respecto a los asuntos religiosos, ¿no cree que puedo serle de ayuda dando a conocer su situación?

– ¡Me traen sin cuidado los periodistas!

Y me ha cerrado la puerta en las narices.

En aquel momento me he percatado de que cerca del hogar había sentados también una anciana y una muchacha, tal vez su familia. Sabía que los monjes taoístas de la secta de El Veraz pueden tomar mujer, tener hijos e incluso practicar las artes amatorias. No puedo dejar de sospecharlo aviesamente. Con sus dos grandes ojos abiertos de par en par bajo sus pobladas cejas alborotadas, su bronca y sonora voz, debe de ser un apasionado de las artes marciales. No es de extrañar que nadie se haya atrevido a establecer contacto con él desde hace tiempo. Sin duda yo no sacaría nada más llamando de nuevo a su puerta. Por un angosto sendero cerrado por una cadena, bordeando el acantilado, he llegado al templo del Tejado de Oro construido enteramente en cobre amarillo.

Mezclado con la llovizna, el viento aúlla. Delante del templo, una mujer de edad madura, de anchas manos y grandes pies, estaba prosternada, con las manos juntas, ante la puerta de bronce cerrada. Iba ataviada como una campesina, pero su actitud delataba su naturaleza de mujer habituada a vagabundear. Me he alejado, aparentando estar contemplando el paisaje, apoyado en la barandilla de hierro fijada entre las columnas. El aullante viento dobla los pequeños pinos prendidos a los intersticios de las rocas. Unas nubes rozan el sendero, dejando a trechos al descubierto el mar de oscuro bosque que se extiende por el valle.

Me he vuelto para echar un vistazo. Ella se mantenía de pie detrás de mí, con las pierias separadas, los ojos cerrados, sin la menor expresión. Estas gentes tienen su propio mundo, un mundo inaccesible para mí, en el que nunca podré penetrar. Tienen su propia manera de vivir y de defenderse, al margen de la sociedad. Yo no puedo sino volver a vivir mal que bien lo que las gentes consideran como la vida normal, no tengo otra salida, en esto radica probablemente mi drama.

He descendido por el sendero hasta una zona llana donde un restaurante permanecía abierto. No había ningún cliente en su interior, sólo algunos camareros con camisa blanca estaban comiendo. No he entrado.

En la ladera de la montaña, una gran campana de bronce de la altura de un hombre estaba tirada en el suelo, en medio del barro. La he golpeado con la mano, pero no ha salido ningún sonido de ella. Debía de haber aquí un templo, pero ahora, hasta donde alcanza la vista, no hay más que hierbajos inclinados por el viento. He descendido la pendiente hasta que he divisado un sendero empedrado muy escarpado que conduce al pie de la montaña.

Imposible aminorar la marcha. Llevado por mi impulso, he llegado en unos diez minutos a un pequeño valle profundo y tranquilo. Los árboles que se alzaban a cada lado de los escalones de piedra ocultaban el cielo. El ruido del viento se atenuaba y apenas sentía en mi rostro la llovizna que caía sin duda de las nubes que flotaban en la cumbre de las montañas. El bosque era cada vez más tupido. No sabía si era el que yo divisaba en medio de la bruma desde el templo del Tejado de Oro, ni tampoco recordaba haber tomado ese camino en la ascensión. Cuando he visto, al volverme, los innumerables escalones de piedra, me ha faltado valor para volver a subirlos de nuevo a fin de reencontrar mi camino. Más valía seguir bajando.

Las losas de piedra estaban cada vez más desgastadas, nada que ver con el sendero de subida, mejor conservado. Dándome cuenta de que había cruzado al otro lado de la montaña, he empezado a bajar al ritmo de mis pasos. Cuando llega su hora, sin duda el hombre deja descender así su alma hacia los infiernos sin detener su curso.

Al principio estaba aún dubitativo, me volvía por momentos, pero a continuación, fascinado por el espectáculo de los infiernos, he dejado de pensar. De cada lado del sendero, las redondeadas cimas de los pilares de piedra tenían el aspecto de calvas cabezas. Las profundidades del pequeño valle parecían más húmedas aún, los pilares se inclinaban en todos los sentidos, las peñas desgastadas por la erosión semejaban calaveras puestas sobre las dos filas de pilares. He temido que el viejo monje taoísta, debido a la impureza de mi corazón, me hubiera echado mal de ojo con el fin de extraviarme. El espanto se ha apoderado de mí súbitamente, un miedo cerval que ha alterado mis sentidos.