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– No quiero que invente usted, si va a utilizar su verdadero nombre. No tengo bastante dinero para pagarle a un escritor y además los derechos de autor. Si lo tuviera, tal vez lo haría. Lo que le pido es nada más que un favor, quisiera que escribiera usted sobre ella.

Me incorporo ligeramente para agradecerle que me haya recibido:

– Pero hay…

– No es mi intención comprarle, si le parece a usted que esta muchacha ha sido víctima de una injusticia, si siente piedad por ella, escriba ese libro. Es una lástima que no pueda ver usted su foto.

Su mirada se pierde en el vacío. Esa muchacha muerta permanece en ella como una pesada carga.

– Desde mi infancia, he sido poco agraciada. Por ello envidiaba tanto a las chicas bonitas y deseaba tanto hacerme amiga suya. Yo no estaba en la misma escuela que ella, pero me la encontraba todos los días, antes y después de clase, por el camino de la escuela. Su porte no sólo emocionaba a los hombres, sino que impresionaba también a las mujeres. Yo quería entrar en contacto con ella. Y como estaba siempre sola, un día aguardé a que pasara, la alcancé y le dije que tenía muchas ganas de hablar con ella, que esperaba que no se molestase por ello. Ella me dijo que de acuerdo y yo la acompañé. En lo sucesivo, yo la esperaba siempre cerca de su casa para ir a clase y así fue como la conocí. ¡Sírvase sin cumplidos!

El congrio y la sopa son deliciosos.

Mientras saboreo mi sopa, la escucho contarme cómo entró en la familia de su amiga, cómo su madre la trataba como si fuera hija suya. A menudo, no volvía a casa y se quedaba a dormir en la cama de su amiga.

– No vaya a creerse usted que hubo nada entre nosotras. Yo no comprendí lo que sucede entre los hombres y las mujeres hasta después de su condena a diez años de cárcel. Nos habíamos peleado, ella no quería que yo fuera a visitarla. Entonces me casé. Mantenía con ella una relación de lo más pura, como pueden hacerlo dos muchachas. Es imposible que pueda comprender usted eso. A los hombres les gustan las mujeres como si fueran animales, no a usted, pues usted es escritor, pero ¡coma cangrejo!

Ella pela un cangrejo muy fresco, con un fuerte olor a yodo, y lo deposita en mi cuenco, acompañado de unas navajas hervidas. Es otra historia de guerra entre hombres y mujeres, de guerra entre carne y espíritu.

– Su padre era un oficial del Kuomintang. Cuando el Ejército de Liberación descendió hacia el sur, su madre estaba embarazada de ella. Recibió un mensaje de su marido ordenándole huir hacia el puerto, pero el barco de guerra había ya partido.

Otra vieja historia. He perdido todo interés por esa muchacha. Me concentro totalmente en mi cangrejo.

– Una noche ella me tomó entre sus brazos llorando. Me sobresalté y le pregunté qué le pasaba. Ella me dijo que pensaba en su padre.

– Sin embargo, ella no le había visto nunca, ¿no es así?

– En aquella época, su madre había quemado todas las fotografías en que él estaba vestido de uniforme, pero quedaba en su casa su foto de boda. Su padre llevaba un traje a la occidental, muy elegante, me había enseñado esa foto. Hice todo lo humanamente posible por consolarla, pues la adoraba. A continuación la tomé entre mis brazos y lloramos juntas.

– Es comprensible.

– Si todo el mundo hubiera pensado como usted, no habría habido ningún problema, pero la gente no la comprendía y la tenían conceptuada como una contrarrevolucionaria. Decían que quería derrocar al régimen y huir a Taiwan.

– En aquella época la política no era como ahora, que se incita a los taiwaneses a venir al continente a visitar a sus padres.

¿Qué otra cosa podía decir yo?

– Era una chica muy joven que había entrado ya en el instituto en aquel entonces, ¿cómo podía comprender ella eso? ¡No se le ocurrió otra cosa que anotar en su diario íntimo que pensaba en su padre!

– Se exponía a una condena si alguien la denunciaba -digo. Yo tenía ganas de saber si había habido una transferencia de su amor por su padre hacia un amor lésbico.

Y me explica que la mencionada muchacha, al no haber podido entrar en la universidad debido a sus orígenes familiares, fue reclutada por una compañía de ópera de Pekín. Un buen día, una de las actrices de la compañía que hacía un papel femenino cayó enferma y le pidieron a ella que la sustituyera de buenas a primeras, provocando los celos de la actriz que, durante una gira, descubrió su diario e hizo un informe a sus superiores. De vuelta a la ciudad, un agente del orden fue a ver a la madre para pedirle que incitara a su hija a delatarse y a entregarle su diario íntimo. Temiéndose un registro, la chica le pasó el diario a su tío. Tras ser interrogada, su madre confesó a la policía que con las únicas personas que tenía relación su hija era con ella y con su tío. Así pues, también éste fue molestado y reveló dónde se hallaba el diario. La policía vino a buscarla, y ella, presa del pánico, lo confesó todo, por supuesto. En un primer momento, la tuvieron aislada dentro de la compañía, con la prohibición expresa de volver a su casa, y con posterioridad fue oficialmente detenida y mandada a prisión por revolucionaria que se proponía derrocar al régimen y por haber llevado un diario íntimo reaccionario.

– Lo que significa que de hecho todos la denunciaron, incluida su propia madre y su tío, ¿no es así?

No quiero más cangrejo. Tengo los dedos manchados de huevas, pero ninguna servilleta con que limpiarme.

– Todos hemos firmado alguna denuncia. Incluso su tío, muy mayor, tenía tanto miedo que no se atrevía ya a verme. Su madre decía bien alto que había sido yo quien había pervertido a su hija, que le había transmitido esa forma de pensar reaccionaria y no me permitía entrar ya en su casa.

– ¿Cómo murió?

Me urge conocer el final de la historia.

– Escúcheme…

Se diría que quiere disculparse. Pero yo no soy ningún juez. Y de haber caído sobre mí este asunto en aquella época, no habría sido probablemente más lúcido. Recuerdo haber visto, cuando era pequeño, a mi madre sacar del fondo de un cofre de mi abuela un rollo de títulos de propiedades hipotecadas desde hacía mucho tiempo y quemarlos en la estufa. En aquel entonces sentí la misma repugnancia ante esta destrucción de pruebas. Por fortuna nadie vino a reclamar esa vieja deuda, porque si a la sazón me hubiera visto sometido a un interrogatorio, no puedo afirmar que no hubiese denunciado a mi abuela que me había comprado la peonza y a mi madre que me había criado; ¡la época era así!

La náusea no sólo estaba provocada por el olor a yodo del cangrejo, sino también por mí mismo. Imposible seguir comiendo. Me limito a beber.

De repente, le entra un sofoco, luego oculta su rostro entre las manos y prorrumpe en sollozos.

No puedo consolarla con mis manos manchadas de cangrejo. Me limito a preguntarle:

– ¿Puedo limpiarme con su toalla de aseo?

Ella me indica la cubeta llena de agua fresca que hay detrás de la puerta, en la repisa. Una vez limpias las manos, le paso la toalla seca. Deja por fin de llorar. Detesto este tipo de horribles mujeres de buen corazón, no siento ninguna compasión por ella.

Era totalmente estúpida en aquella época, afirma, y no se dio cuenta hasta al cabo de un año de lo que había hecho. Fue a informarse acerca de la suerte de la muchacha y le llevó algunas golosinas a la cárcel. Condenada a diez años, su amiga no quería verla ya. Pero ella le dijo que no estaba casada, que había decidido esperar a que ella purgase su culpa y saliera de la cárcel y que entonces vivirían juntas. Ella tenía un trabajo, podía satisfacer sus necesidades. La muchacha aceptó sus regalos.

Me explica que los días pasados con ella antes de su encarcelamiento fueron los más felices de su vida, que se habían intercambiado su diario íntimo, y también palabras afectuosas como sólo dos hermanas pueden hacerlo, y que se juraron que no se casarían jamás y permanecerían eternamente juntas. ¿Quién de su pareja era el marido y quién la mujer? El marido, por supuesto, era ella. No paraban de reírse a mandíbula batiente cuando estaban en la cama, y a ella le bastaba con oír sus risas para sentirse feliz. Y yo prefiero no pensar en ella sino con la mayor de las malevolencias.