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Cuando está a punto de despuntar el día, resuenan de nuevo dos disparos por encima del campamento. Su eco, opresivo, se prolonga largamente en el pequeño valle, como el humo del cañón que flota en el momento de la descarga, sin querer disiparse.

7

Lamentas no haber fijado una cita con ella, lamentas no haberla seguido, lamentas no haber tenido el valor de engatusarla de romántica pasión, de espíritu quimérico, sin los cuales la aventura no podía tener lugar. En pocas palabras, lamentas haber errado el tiro. Tú que raramente sufres de insomnio, no has dormido en toda la noche. Por la mañana, te has sentido absurdo, pero felizmente no has sido temerario. Esta indecisión ha herido tu amor propio, pero deploras tu lucidez exagerada. No sabes amar, eres tan débil que has perdido la virilidad, has perdido la capacidad de actuar. Finalmente, has decidido pese a todo ir a la orilla del río a probar suerte.

Te sientas en el pabellón y contemplas el paisaje que tienes enfrente, tal como te había aconsejado el experto en compras de material de madera. Por la mañana, el embarcadero está en plena efervescencia. La gente se amontona en la barcaza cuya línea de flotación llega hasta la misma borda. Acaba de atracar, y no están aún amarrados sus cordajes, cuando ya los pasajeros se empujan para descender al muelle. Las cestas de bambú suspendidas en las palancas y las bicicletas empujadas a mano se entrechocan, la gente lanza juramentos, se apresura hacia el pueblo. La barcaza cruza el río una y otra vez para pasar a los que aguardan en la orilla opuesta. Por fin, el embarcadero recobra su calma. Tú estás solo en el pabellón, como un idiota, aparentando esperar una cita que nunca ha sido fijada, a una mujer que ha desaparecido sin dejar ni rastro, como si hubieras tenido un sueño despierto. En el fondo, llevas una vida tediosa, ningún destello viene a turbar tu vida banal, ninguna pasión, no haces sino aburrirte. ¿Tienes aún la intención de volver a empezar tu vida, de conocer, de experimentar?

De repente, la orilla se anima de nuevo, pero esta vez son unas mujeres. Pegadas unas contra otras, en los escalones de piedra que tocan el agua, están haciendo la colada, limpiando verduras o arroz. Una barca cubierta de esterillas de bambú va a atracar y el hombre que maneja el bichero de proa grita en dirección suya. Ellas se ponen a cotorrear sin dejarle sitio. Tú no llegas a distinguir si se trata de un juego amoroso o bien si discuten realmente. Y, por fin, vuelves a ver su silueta. Y le dices que pensabas que volvería, que volvería cerca de ese pabellón cuya historia tú te complaces en contarle. Afirmas que la conoces de boca de un anciano, que estaba sentado también allí, enjuto como un leño, moviendo sus labios resecos por el viento, mascullando como un fantasma. Ella dice que tiene miedo de los fantasmas, por lo que tú prefieres afirmar que sus murmullos parecían silbidos del viento en una línea de alta tensión. Dices que este pueblo se menciona ya en las Memorias históricas de Sima Qian * y que el embarcadero que tenéis enfrente se llamaba antaño el Paso de Yu, pues fue aquí, según cuentan, donde Yu el Grande domeñó las aguas. En la ribera, una roca redonda con unas incisiones, en la cual se leen vagamente diecisiete caracteres arcaicos en forma de renacuajos. Como nadie conseguía descifrarlos, se hizo saltar por los aires la roca para construir un puente, pero como los fondos resultaron insuficientes, finalmente no fue construido. Le muestras en las columnas las sentencias paralelas que fueron trazadas a mano por un maestro de la época de los Song. Esta Montaña del Alma que has venido a buscar es mencionada desde hace muchos siglos por los antiguos. Los campesinos que viven aquí generación tras generación no conocen la historia de este lugar, pero tampoco es que conozcan mejor su propia historia. De ser puesta por escrito, sin nada de invención, la historia secreta de las gentes que viven en los patios y buhardillas de este pueblo, los novelistas se quedarían boquiabiertos. Le preguntas si ella se lo cree o no. Por ejemplo, esa anciana desdentada, con la piel arrugada como un nabo en conserva, cual una momia viviente, que mira a lo lejos sentada en el umbral de su puerta, y de la que únicamente sus dos pupilas apagadas se mueven aún en el fondo de sus rehundidas cuencas. En otro tiempo, conoció su momento de gloria y, en varias decenas de lis a la redonda, figuraba entre las bellezas más destacadas del lugar. ¿Quién hubiera podido no admirarla? Pero ahora, ¿quién puede imaginar su pasada donosura? Y menos aún en la época en que era la esposa de un bandido. El cabecilla de los malhechores era el Segundo Señor de este pueblo. En aquel tiempo, jóvenes y viejos le llamaban todos Segundo Señor, en parte con intención de halagarle, pero sobre todo por respeto, «segundo» tanto por su rango en el seno de su familia como porque era «hermano juramentado», en el seno de una banda de malhechores. Aunque el patio ante el cual se halla sentada sea pequeño, una vez que se penetra en su interior, los patios se suceden uno tras otro y, en el pasado, los bandidos descargaban en ellos cestas enteras de monedas de plata. En este momento, ella tiene la mirada clavada en las barcas cubiertas de esterillas de bambú. Fue con una embarcación de este tipo con la que fue raptada en otro tiempo. En aquel entonces era como estas muchachas de largas trenzas que restriegan la ropa blanca en los escalones de piedra. Con la sola diferencia de que, el día en que ella descendió hacia el río para lavar unas verduras, con una cesta de bambú colgada del brazo, llevaba unos zuecos de madera y no un calzado de goma. Una barca cubierta de esterillas atracó cerca de ella. Antes de comprender qué le pasaba, dos hombres le retorcieron un brazo y la empujaron dentro de la barca: antes de que hubiera podido pedir socorro, la amordazaron. No había recorrido la barca cinco lis, cuando ya había sido poseída por varios bandidos. En esa barca, semejante a todas las que recorren el río desde hace mil años, bajo la estera de bambú, tales atropellos tenían lugar a la luz del día. La primera noche, se quedó tumbada completamente desnuda sobre la cubierta, pero a partir de la segunda noche encendía ya el fuego en la proa de la embarcación y preparaba la comida…

Sigue hablando, pero ¿hablando de qué? Cuenta cómo pudo convertirse en la mujer del Segundo Señor. ¿Siempre ha permanecido así, sentada en el umbral de su puerta? Bueno, en esa época no tenía una mirada tan mortecina. Llevaba siempre consigo un bastidor de bambú y hacía labores de punto. Con sus blancos y regordetes dedos, cuando no bordaba un motivo de «patos mandarines retozando en el agua», era el de un «pavo real haciendo la rueda». Había sustituido su trenza negra por un moño que sostenía con una aguja de plata engastada de jade, sus cejas pintadas realzaban su rostro y, pese a su aire seductor, nadie se habría atrevido a dirigirle la palabra. La gente sabía perfectamente que en su bastidor de bambú había alineados unos hilos de seda multicolores, pero que debajo llevaba ocultos un par de revólveres siempre cargados. Bastaba con que de un barco atracado en la orilla bajasen unos soldados regulares para que esas dos manos tan diestras en el bordado los abatieran uno tras otro mientras el Segundo Señor, capaz de aparecer y desaparecer como por arte de magia, dormía el sueño de los justos. Si el Segundo Señor se había reservado para sí a esta mujer, no era sino porque respetaba el proverbio que define la condición femenina: «Casada con un gallo, se sigue al gallo; casada con un perro, se sigue al perro». Pero ¿en el pueblo nadie les había denunciado? Hasta la misma liebre comprende que no debe comer de la hierba que hay cerca de su madriguera. Había, así pues, sobrevivido, era como un milagro. En vida del célebre y caritativo cabecilla de los bandidos Segundo Señor, ninguno de los amigos que venían a verle por los caminos, el río u otros medios, intentó jamás obtener sus favores, pues habría encontrado la muerte a manos de esta mujer. ¿Y por qué? El Segundo Señor era cruel, pero más aún lo era su mujer. En este terreno, las mujeres exceden a los hombres. Si no me crees, puedes ir a preguntárselo al profesor Wu que enseña en el instituto de este pueblo. Está preparando una recopilación de anécdotas históricas locales. Es un encargo de la oficina de turismo que acaba de abrirse en la cabeza de distrito. El jefe de esta oficina es el tío materno de la mujer del sobrino del profesor Wu, pues de lo contrario no le habría sido confiado este encargo. Todos los que tienen raíces en esta tierra conocen anécdotas históricas sobre ella y él no es el único que sabe escribir, pero ¿quién no desearía ser recordado como historiador? Máxime cuando ello permite ganarse una remuneración no como anticipo sobre derechos de autor, sino como una retribución de horas extra. Además, el profesor Wu nació en el seno de una vieja familia de mandarines locales y, durante la Revolución Cultural, los registros forrados de seda amarilla que fueron sacados de su casa y quemados públicamente formaban una ringlera de unos cuatro metros de largo. Sus antepasados se habían hecho ilustres, ya como general de la guardia de la corte imperial del emperador Wendi de los Han, ya como académico durante la era Guangxu de los Qing, pero los problemas habían empezado unas décadas antes, en la generación de su padre, en el momento del reparto de las tierras durante la reforma agraria, cuando recibieron el apelativo de «terratenientes». En la actualidad, casi ha llegado a la edad de la jubilación. Su hermano mayor, que se había marchado a vivir al extranjero y que finalmente se hizo profesor, y de quien no se tenían noticias, volvió de visita a su tierra en un pequeño coche, acompañado del jefe adjunto del distrito. Le trajo un televisor en color; ahora, los mandos del pueblo le miran con otros ojos. No hablemos más de eso. Bueno, en plena noche, los campesinos alzados se armaron con unas antorchas y prendieron fuego a casi toda la calle. Antaño, la calle principal del pueblo era la del muelle que bordea el río, y la actual estación de autobuses se encuentra en el emplazamiento del templo del Rey Dragón, al final de esta calle. En los tiempos en que el templo no era aún el montón de ladrillos que es hoy, el día quince del primer mes lunar, durante la noche de fiesta, era un verdadero milagro que uno pudiera encontrar un sitio en el palco para contemplar a los dragones-linternas, venidos de todos los pueblos de ambas orillas. Cada equipo lucía una cinta de un solo color, rojo, amarillo, azul, blanco o negro en consonancia con el color de su dragón. Gongs y tambores resonaban cadenciosamente, en la calle las cabezas se apretujaban unas contra otras. A lo largo de la orilla, las tiendas colgaban en la punta de una caña de bambú un envoltorio rojo provisto de una suma de dinero más o menos considerable, con el propósito de atraer cada una de ellas la prosperidad sobre su negocio ofreciendo este presente. Por regla general, era el envoltorio rojo del patrón de la tienda de arroz, situada casi enfrente del templo del Rey Dragón, el que más repleto estaba y unas ristras de petardos dobles de quinientas detonaciones descendían desde lo alto de su tejado hasta el mismo suelo. En un chisporroteo de destellos crepitantes, los jóvenes gastaban toda su energía en agitar las linternas, formando una danza que acababa en un verdadero torbellino. El que llevaba la cabeza del dragón y hacía juegos malabares con una bola bordada de colores multicolores tenía que redoblar sus esfuerzos. Cuando se presentaron los dos dragones, uno de la aldea de Gulai, rojo, y el otro, azul, que venía del mismo pueblo, llevado por Wu Guizi… No hables más, sí, continúa. ¿Quieres que te hable de ese dragón azul? ¿Quieres que te diga que ese Wu Guizi era un campeón célebre en el pueblo? Al verle, ninguna joven, por poco casquivana que fuera, podía evitar que le relucieran los ojos. Bien le llamaban para invitarle a tomar un poco de té, bien le ofrecían un cuenco de aguardiente de arroz… ¡Escucha! ¿Cómo? Vamos, di lo que quieras. El tal Wu Guizi hacía bailar el dragón azul a todo lo largo de la carretera. Un vaho caliente subía de todo su cuerpo. Al llegar delante del templo del Rey Dragón, se desabotonó resueltamente su traje sin mangas y se lo lanzó a los que estaban presenciando la escena, descubriendo su pecho tatuado con un dragón azul. Al punto los jóvenes que le rodeaban le aclamaron a grandes gritos. En ese instante, el dragón rojo de la aldea de Gulai se presentó por el otro lado de la calle. Veinte jóvenes de la misma edad, llenos de ardor, venían también a apoderarse del envoltorio rojo del patrón de la tienda de arroz. Los dos dragones se pusieron enseguida en movimiento, pues ninguno de ellos quería ceder ante el otro. En las linternas que formaban los dos dragones, el rojo y el azul, ardían unas velas. Entonces no se vio ya más que dos dragones de fuego remolineando entre el gentío, alzando la cabeza y agitando la cola. Wu Guizi hacía malabarismos con su bola de fuego, dando vueltas con los brazos desnudos sobre las losas de piedra del camino, arrastrando al dragón azul en una ronda fulgurante. Pero el dragón rojo no se quedaba a la zaga. Sin apartar los ojos de su bola de tela bordada, reptaba y serpenteaba, como un ciempiés apretando en sus fauces una presa viva. Cuando el doble petardo de quinientas detonaciones terminó de estallar, los jóvenes dispararon nuevos explosivos. Los dos equipos resoplaban muchísimo, con sus cuerpos chorreantes de sudor que les hacían asemejarse a unos peces recién sacados del estanque. Se acosaban delante del establecimiento para disputarse el envoltorio rojo colgado en la punta de la caña, que un joven del pueblo de Gulai terminó por coger de un salto. El equipo de Wu Guizi no pudo soportar esta afrenta. Los insultos que estallaban de ambos bandos ahogaban el ruido de los petardos y los dos dragones se enmarañaron de forma inextricable. Los espectadores fueron incapaces de decir quién había sido el primero en empezar, pero en cualquier caso los puños les pedían guerra. A menudo era así como comenzaban las trifulcas. Estallaban gritos de terror, lanzados por mujeres y niños, las que estaban sentadas en los bancos delante de sus casas cogían a sus pequeños y se los llevaban dentro de casa, dejando los asientos como armas a los combatientes. Había en este pueblo un agente de policía, pero en aquel momento no se le vio el pelo, ya fuera porque había sido invitado a tomar algo, ya porque estaba siguiendo una partida de cartas, sacándose un porcentaje por el juego, pues nadie mantiene el orden de balde. Este tipo de altercados públicos no acarreaban ningún proceso. El resultado del combate fue un muerto en el equipo del dragón azul y dos en el del dragón rojo, sin contar al hermano de Xiao Yingzi que fue derribado sin motivo por la multitud, pisoteado y abandonado con tres costillas rotas. Felizmente, le devolvieron a la vida graci