Una ola de calor ha surgido de lo más profundo de tu corazón, no habías sentido una ternura semejante desde hacía mucho tiempo. Descubrías que amabas a los niños, que hubieras tenido que tener alguno. Cuanto más lo mirabas, más encontrabas que se te parecía. ¿No le habrías dado tú vida buscando un momento de placer? ¿No le habías abandonado posteriormente? Y no habías pensado ya nunca más en él, ¡en realidad, era a ti a quien maldecías hacía un momento cuando injuriabas a sus padres!
Tenías un poco de miedo, miedo a que se despertara, miedo a que supiera hablar, miedo a que fuera consciente. Felizmente, era mudo, felizmente, estaba dormido, no era consciente de su desdicha. Tenías que dejarle dormido en el sendero, aprovechar que nadie le hubiese descubierto aún para huir lo más lejos posible.
Le has depositado en el camino. Él se ha movido un poco, se ha aovillado y ha escondido su rostro entre las manos. Seguramente sentía el frío de la tierra, iba sin duda a despertarse. Has salido pitando como un criminal. Te ha parecido oír un llanto detrás de ti, pero no te has atrevido a mirar atrás.
75
Cuando he pasado por Shanghai, en el vestíbulo de la estación donde las inmensas colas hacían fila delante de las ventanillas, he comprado a un particular un billete para Pekín en el rápido. Una hora más tarde, estaba sentado en el compartimiento, satisfecho de mí. Esta ciudad inmensa donde se hacinan más de diez millones de habitantes no tiene ningún interés a mis ojos. Quería ver dónde había vivido un tío lejano mío, muerto mucho antes que mi padre. Ninguno de los dos había alcanzado la gloriosa edad de la jubilación.
Las tortugas y los peces del río Wusong, que atraviesa la ciudad exhalando sus pútridos olores, han muerto. No llego a comprender cómo los habitantes de Shanghai pueden seguir viviendo allí. Incluso el agua corriente tratada es amarilla y conserva un olor a cloro. Los hombres son sin duda más sufridos que los peces y las gambas.
En otro tiempo, fui a la desembocadura del Yangtsé. Fuera de los cargueros que no temían la herrumbre, flotando en medio de unas grandes olas amarillentas, no se veía más que riberas lodosas cubiertas de cañaverales, batidas sin cesar por las olas. El cieno se deposita en ellas inexorablemente, hasta el día en que todo el mar de la China Oriental no sea más que un inmenso desierto de arena.
Recuerdo que cuando era pequeño el agua del Yangtsé era pura en toda estación. En las orillas, los vendedores exponían desde la mañana hasta el atardecer enormes peces que vendían a rodajas. Pero en el curso de este viaje, he pasado por puertos, a lo largo del río, y no he visto en ninguna parte unos peces tan grandes. Incluso los puestos de pescadores se han vuelto raros. Sólo los he visto en el Wanxian, a la salida de las Tres Gargantas, ciudad protegida por un dique de treinta a cuarenta metros de alto. Pero, en las cestas de bambú, no había expuestos más que pescadillos de algunos centímetros, que sólo servían para dárselos a los gatos. En otro tiempo, me gustaba quedarme en el muelle a la orilla del río para ver echar a los hombres sus anzuelos desde los pontones. En el momento en que los peces salían del agua, contemplaba la lucha viva, jadeante, que se entablaba entre el hombre y el animal. Ahora, más de diez mil personas se ocupan de la planificación en la única Oficina de Fomento del Yangtsé y he sido recibido por uno de sus jefes de sección, al servicio de no sé qué división o departamento. Cuando sus superiores se han ido, me confía en privado que más de un centenar de especies de peces de agua dulce están a punto de desaparecer casi por completo.
Y también en el Wanxian ha fondeado el barco por la noche. El segundo de a bordo ha venido a charlar conmigo mientras yo estaba contemplando las luces de la ciudad. Me ha contado que, refugiado en su cabina de pilotaje, asistió a una carnicería durante la Revolución Cultural. Eran por supuesto hombres lo que estaban matando, no peces. De tres en tres, atados por las muñecas con un alambre, fueron empujados hacia el río por unos disparos de metralleta. Tan pronto como uno de ellos era alcanzado, arrastraba a los otros al agua y los vio debatirse como peces atrapados en el anzuelo, antes de ser llevados a la deriva por la corriente cual perros reventados. Lo curioso es que cuantos más hombres se mata, más numerosos son éstos, mientras que los peces, cuántos más se ha pescado, más escasos se vuelven. Sería preferible lo contrario.
Los hombres y los peces tienen en común que los grandes hombres y los grandes peces han desaparecido todos. Bien se ve que el mundo no está hecho para ellos.
Mucho me temo que mi tío lejano haya sido uno de estos últimos grandes hombres. No me refiero a esas personas de postín de que siempre están llenas las ceremonias y los banquetes oficiales. Hablo de los grandes hombres que yo venero. Y este tío mío fue víctima de un error médico. Atendido de una simple neumonía, le llevaron a la morgue apenas dos horas después de ponerle una inyección. Yo había oído hablar de casos semejantes, pero nunca habría creído que mi tío muriese de este modo. La última vez que le vi fue durante la Revolución Cultural, y era también la primera vez que él hablaba con un jovenzuelo como yo de política y de literatura. Antes se limitaba a jugar conmigo. Con su voz grave y jadeante, sabía cantar La Internacional en esperanto. Sufría de asma desde hacía mucho tiempo, decía que había contraído esta enfermedad fumando demasiado productos sustitutivos del tabaco durante la guerra. En los campos de batalla, cuando el tabaco faltaba y las ganas de fumar eran demasiado fuertes, eran capaces de fumar de todo, como por ejemplo hojas de col o de algodón secas. Había que espabilarse en todas las situaciones.
Siempre tenía también algún recurso para divertir a los niños. Un día había discutido yo con mi madre y me negaba a comer, dejando enfriar el cuenco de sopa caliente de tallarines y pollo que me había servido. Dos voluntades se enfrentaban. Incluso de niño, tenía yo la seriedad de un adulto y, al igual que la cuerda tensada en un arco, permanecía inflexible. En el momento en que mi madre iba a enfadarse y a abochornarme con una reprimenda, mi tío me cogió de la mano y me llevó a la calle para comprarme un helado.
Acababa de caer un chaparrón, el agua de lluvia corría a mares. Él se quitó sus botas militares, se arremangó los pantalones y me llevó chapoteando a una tienda en la que me atraqué de dos helados enormes. Desde entonces, nunca he vuelto a comer tanto helado de una sola vez. Al llevarme de vuelta a casa, mi madre se echó a reír al ver su lamentable aspecto, con las botas de cuero en la mano. Y la guerra fría entre mi madre y yo no había pasado a mayores. Este tío mío tenía verdaderamente las maneras de un gran señor.
Su padre murió de tanto fumar opio y entregarse al placer de las mujeres. Era un capitalista dedicado a la importación. En aquel tiempo, le ofreció miles de yuanes para irse a estudiar a Estados Unidos y le prohibió entrar en las actividades clandestinas del Partido Comunista. Pero él se negó rotundamente y se escapó a Jiangxi para participar en la lucha de resistencia contra el Japón en el Nuevo Cuarto Ejército.
Le gustaba contar que, mientras el Nuevo Cuarto Ejército se hallaba en el Suh-Anhui, le compró a un campesino un pequeño leopardo y lo crió en una jaula que escondía debajo de su cama. Al anochecer, el instinto del animal se despertaba y no paraba de rugir. Cuando el ejército partió, él no fue capaz de matarlo y se lo dio a alguien.
En aquellos tiempos, mi padre era su principal interlocutor. Cada vez que venía a verle, traía una botella de un buen aguardiente inencontrable en el mercado, y despedía a su guardia personal, así como al conductor que le había traído. Para mí había una gran bolsa de caramelos variados de Shanghai. Charlaban en cada ocasión hasta el amanecer, evocando su infancia, su juventud, como lo hago yo ahora cuando me encuentro por casualidad con antiguos compañeros.