Hablaban del frío y de la soledad que reinaban en su antigua casa cubierta de enredadera, hablaban de sus pequeñas desgracias, como cuando él volvió de la escuela sangrando por la nariz, con el cuello de la chaqueta manchado. Aterrado, avanzaba llorando y la gente de su calle, al igual que sus parientes lejanos, le miraban pasar sin rechistar. Tan sólo la vieja vendedora de pasta de soja le paró y se lo llevó a la sala donde molía el cereal de soja, y cogió un poco de papel de arroz para taponarle la nariz con él.
También hablaban de la vieja casa a la que mi bisabuelo loco había prendido fuego y que fue salvada por los miembros de nuestra familia. A su lado vivía una muchacha que se suicidó por amor. Dos días antes, se la vio salir de la mercería llevando bajo su brazo una tela floreada. La gente creía que estaba preparando su ajuar de boda, pero dos días después se suicidó tragándose unas agujas, ataviada con el traje cortado con esa tela floreada.
Arrebujado en mis mantas, yo les escuchaba, fascinado, sin querer dormir. Le veía fumar pitillo tras pitillo a pesar de su asma. En los momentos más apasionantes de sus relatos, se ponía a andar a grandes pasos por la estancia. Decía que sólo deseaba una cosa: darse de baja del ejército para escribir.
La última vez que fui a verle a Shanghai llevaba en la mano una especie de vaporizador del que se servía cuando tosía demasiado. Yo le pregunté si había escrito su libro. No, felizmente, pues de lo contrario tal vez ya hubiera desaparecido de este mundo. Fue la única vez que no me trató como a un niño. Me puso en guardia: no eran buenos tiempos para la literatura, ni tampoco para la política. En su opinión, tan pronto como se entraba en política, uno no sabía ya qué terreno pisaba y se jugaba la cabeza sin darse siquiera cuenta. Yo le expliqué que no podía proseguir mis estudios en la universidad. Pues bien, sólo tienes que hacerte observador. Me dijo que también él era observador en ese momento. Antes de la Revolución Cultural, en la época en que el movimiento contra los oportunistas de derechas arreciaba en la prensa mientras la gente se moría de hambre, fue sometido a una investigación. Desde aquel momento, permaneció bajo vigilancia. No es de extrañar que en aquellos tiempos mi padre hubiera cortado toda relación con él. Mi tío únicamente le hizo saber que se marchaba en una misión a un perdido rincón de la isla de Hainan con todos sus pertrechos militares. Imposible adivinar si estas palabras escondían algún mensaje secreto.
Fue a partir de entonces cuando yo me puse a observar, a partir de mi vuelta, por la línea de ferrocarril Pekín-Shanghai: unos combatientes encargados digamos que «de atacar con la palabra y de defender con las armas», pica en ristre, con la cabeza cubierta por un sombrero de mimbre trenzado, brazalete rojo al brazo, permanecían perfectamente alineados en el andén. Tan pronto como se detuvo el tren, se precipitaron hacia las puertas de los vagones. Al verlos, un pasajero que se disponía a apearse se apresuró a subir de nuevo. Ellos subieron tras él en su persecución. El hombre daba gritos de socorro, pero nadie se atrevía a moverse. Vi cómo era arrastrado afuera, rodeado en el andén y apaleado. El tren por fin se puso en marcha en medio de sus gritos y nunca he sabido lo que fue de él.
En aquella época, la locura se había apoderado de todas las ciudades que se atravesaba. Los edificios, muros, fábricas, postes de alta tensión, depósitos de agua, estaban totalmente cubiertos de eslóganes con juramentos de defender a la patria hasta la muerte, luchando hasta derramar la última gota de sangre. Los altavoces, en los compartimientos y a lo largo de la vía del tren, difundían canciones de lucha en medio del estruendo de los pitidos de los trenes. En la estación de Ming-guang, «Luz Brillante» -Dios sabe cómo pudieron ponerle semejante nombre-, a ambos lados de la vía férrea se apretujaban columnas de refugiados. El tren no abría ya sus puertas y las gentes penetraban por las ventanillas abiertas, tratando de hacinarse en los compartimientos donde la gente iba ya apretada como sardinas en tonel. Los pasajeros trataban de mantener las ventanillas cerradas con todas sus fuerzas. Los refugiados tenían todo el aspecto de enemigos separados por un cristal. Este cristal era extraño, parecía deformar los rostros, animarlos de odio y de ira.
El tren se puso en marcha en medio de un gran estruendo, bajo una lluvia de piedras y de un huracán de insultos, de golpes, de ruidos de cristales rotos, una verdadera escena infernal, a tal punto estaban las gentes convencidas de que sufrían por defender su razón.
Y también en esta época, en la misma línea férrea, vi el cuerpo desnudo de una muchacha, seccionado por las ruedas del tren, como un pez cortado por un afilado cuchillo. El convoy sufrió una fuerte sacudida y pitó, el metal y los cristales rechinaban en medio de un agudo desgarro. Hubiérase dicho un temblor de tierra. Todo era extraño en aquel entonces. Como si el cielo se abatiese sobre los hombres y la tierra, enloquecida, no cesara de temblar.
No fue hasta al cabo de cien o doscientos metros que el tren se detuvo en seco. Los empleados, los agentes de seguridad y los pasajeros bajaron de los coches. La hierba que crecía en el balasto estaba salpicada de trozos de carne humana. Un repugnante olor a sangre impregnaba el aire; la sangre humana tiene un olor más fuerte que la sangre de los peces. En el arcén de la vía férrea yacía el cuerpo rollizo de una mujer, descabezada, sin piernas ni brazos. Se había desangrado por completo, su cuerpo estaba totalmente blanco, más liso que un bloque de mármol. Este cuerpo espléndido de mujer joven conservaba como vestigios de vida y despertaba el deseo. Un anciano de entre los viajeros fue a buscar un trozo de tela que colgaba de una rama para cubrir con él su bajo vientre. El conductor del tren se secaba el sudor con su gorra y explicaba con desespero que había accionado su silbato al ver a la muchacha caminar por en medio de la vía. Ella no se había apartado. Aunque él había aminorado la marcha, no podía frenar demasiado bruscamente por los pasajeros del tren y la vio cómo se dejaba aplastar. En el último instante hizo un amago de apartarse, pero… Había querido suicidarse, era seguro que buscaba su muerte, ¿era una estudiante instalada en el campo? ¿Era una campesina? No debía de tener hijos, eso por supuesto. Los pasajeros discutían entre sí. Sin duda no quería morir, si no ¿por qué hizo un amago de apartarse en el último instante? ¿Tan fácil es morir? ¡Mala persona hay que ser para querer morir! Tal vez andaba enfrascada en sus pensamientos. ¡No es lo mismo que atravesar la carretera en pleno día, era un tren el que se abalanzaba sobre ella! A menos que fuese sorda, había querido morir, mejor morirse que vivir. El que había hecho este último comentario se había esfumado rápidamente.
Yo no hago más que luchar para sobrevivir, no, no lucho por nada, lo único que hago es protegerme. No tengo el valor de esta mujer, no he alcanzado tal punto de desesperación, me gusta aún perdidamente este mundo, no he vivido aún lo suficiente.
76
Tras una larga errancia, en la soledad, él llega ante un anciano que se apoya en un bastón, ataviado con un largo traje. Entonces le pide consejo:
– Por favor, anciano, ¿dónde se encuentra la Montaña del Alma?