Él se para delante de mí sin volver la cabeza. Detrás de su nuca, la antena formada de tres varillas metálicas sigue vibrando. Cuando llego a su altura, después de haber salvado los troncos de árbol que yacen en el suelo, vuelve a ponerse en camino antes incluso de que haya tenido yo tiempo de recuperar el aliento. Más bien bajo, el hombre es de una delgadez que le hace asemejarse a un ágil simio; teme fatigarse tomando las curvas del camino, y sin dudarlo se lanza derecho pendiente arriba. Tras salir de madrugada del campamento, hemos andado dos horas seguidas, sin que me dirija la palabra. He pensado que tal vez utiliza esta táctica para desembarazarse de mí, para que me bata en retirada. Me esfuerzo en seguirle, pero la distancia que nos separa es cada vez mayor. Entonces él se detiene por momentos para esperarme y aprovecha el tiempo en que yo recupero el aliento para desplegar su antena, ponerse los auriculares y buscar las señales, y acto seguido garabatea algo en su cuaderno de notas.
En un claro del bosque hay instalados unos instrumentos de meteorología. Él los observa, toma algunos apuntes y me anuncia que el grado de humedad ha alcanzado ya la saturación. Es la primera palabra que me dirige, cosa que me tomo como una muestra de amistad. Inmediatamente después de habernos puesto de nuevo en camino, me hace señal de que le siga a un bosquecillo de bambués-flechas secos, donde ha sido construida con unas estacas una gran jaula de la altura de un hombre. La puerta está abierta. El resorte del interior está destensado. Los pandas son atraídos a la jaula, y acto seguido neutralizados con una bala de narcótico. Se les coloca un collar emisor antes de volver a soltarlos en el bosque. Él me señala la cámara fotográfica que llevo colgada del pecho. Se la alargo y me saca una foto delante de la jaula. No en su interior, por suerte.
Penetramos en una sombría floresta de tilos y de arces. El piar incesante de los pájaros en los bosquecillos de catalpas hacen desvanecerse todo sentimiento de soledad. A la altitud de 2,700-2.800, comienza la zona de los bosques de coníferas, cada vez menos tupidos. Se alzan allí unos inmensos tsugas de un negro metálico, con sus gruesas ramas extendidas a modo de sombrilla. Los abetos pardo grisáceos los sobrepasan en treinta o cuarenta metros, algunos incluso en cincuenta o sesenta. Su puntiaguda cumbrera donde nacen jóvenes agujas de un gris vesdusco les confiere un plus de elegancia. En el bosque, la maleza ha desaparecido, la mirada alcanza lejos. Entre los grandes troncos de los abetos, algunas azaleas de montaña de más de cuatro metros de alto están cubiertas de lozanísimas flores rojas. Los tallos que penden se diría que no pueden soportar ya tanta lujuriante belleza. Siembran sus enormes pétalos al pie del árbol, exponiendo serenamente el esplendor infinito de su color. Esta maravilla de la naturaleza en estado bruto hace nacer sin embargo en mí una pena indefinible. Pero esta pena sólo tiene que ver, evidentemente, con mi persona, y nada con la naturaleza misma.
Por todas partes, inmensos árboles muertos quebrados a media altura por el viento y la nieve. Paso por entre estos enormes troncos alzados que me fuerzan al silencio. Sufriendo de ganas de expresarme, delante de tanta solemnidad, me quedo sin habla.
Canta un cuclillo, invisible; arriba, abajo, a izquierda, a derecha, como si diera vueltas sin cesar para desorientarme. Se diría que llama: «¡Hermano mayor, espérame! ¡Hermano mayor, espérame!». No puedo dejar de pensar en la historia de los dos hermanos que fueron al bosque a plantar sésamo. Refiere que una madrastra quiere desembarazarse del hijo de su marido, nacido de un primer matrimonio, pero el destino se venga en su propio hijo. Pienso también en los dos estudiantes que se perdieron en este bosque y siento ascender dentro de mí una irreprimible inquietud.
Él se detiene de repente y alza la mano para hacerme una seña. Yo le doy alcance a toda prisa. Tira de mí violentamente para obligarme a agacharme, luego se levanta al punto. Entre los troncos de los árboles, dos grandes aves de un ceniciento blancuzco, pintado, de patas rojas, andan a paso apresurado por la pendiente. Yo avanzo despacio y de inmediato el silencio se ve roto por el ruido de un aleteo.
– Unos faisanes de las nieves -dice él.
En un instante, el aire parece detenerse de nuevo; la pareja de faisanes de las nieves de un ceniciento blancuzco, pintado, de patas rojas, llenos de vida, parece no haber existido nunca, como una alucinación. No hay más que el inmenso bosque inmóvil e interminable, mi existencia se me antoja tan efímera que no tiene ya sentido.
Él se vuelve más amigable conmigo y ya no me deja atrás. Avanza, luego se detiene para esperar que le alcance. La distancia entre él y yo se ha reducido, pero seguimos sin hablar. Luego se detiene para consultar su reloj, levanta el rostro hacia el cielo cada vez más despejado. Se diría que oye alguna cosa. Comienza a trepar todo recto por la pendiente tirándome una vez más de la mano.
Sin aliento, llego a una zona llana. Delante de mí se extiende un bosque integrado únicamente de abetos, todos de la misma especie.
– ¿Estamos a más de 3.000, no?
Él asiente con un cabeceo y corre bajo un árbol situado en el lugar más elevado de la zona llana. Da la vuelta a su alrededor, con los auriculares puestos, tras haber orientado la antena a los cuatro puntos cardinales. También yo miro a mi alrededor. Estamos rodeados de troncos de árboles de un mismo grosor, separados por la misma distancia, todos tan altos y rectos unos como otros, con unas ramas que parten todas de la misma altura con igual elegancia. Aquí no hay ningún tronco quebrado, los que se han podrido yacen en el suelo, sin la menor excepción, víctimas de la selección rigurosa de la naturaleza.
No hay aquí ni líquenes, ni bosquecillos de bambúes-flechas, ni maleza, los amplios espacios entre los árboles vuelven el bosque más claro y la vista alcanza lejos. Y, a la distancia, una azalea de una blancura inmaculada, esbelta y llena de gracia, provoca un incontenible entusiasmo por su extraordinaria perfección. Crece a medida que me acerco. Ostenta unos grandes corimbos de flores con unos pétalos más gruesos aún que los de la azalea roja que he visto más abajo. Unos pétalos de un blanco puro que no llegan a marchitarse siembran el suelo al pie del árbol. Su fuerza vital es inmensa, expresa un irresistible deseo de exhibirse, sin contrapartida, sin objeto, sin recurrir al símbolo ni a la metáfora, sin hacer ninguna aproximación forzada ni ninguna asociación de ideas: es la belleza natural en estado puro.
Blancas como la nieve, relucientes cual jade, las azaleas se suceden de vez en cuando, aisladas, fundidas con el bosque de abetos esbeltos, como incansables aves invisibles que atraen cada vez más lejos al alma de los hombres. Respiro profundamente el aire puro del bosque. Estoy sin aliento, pero no malgasto energías. Mis pulmones parecen haber sido purificados, el aire penetra hasta la planta de mis pies. Mi cuerpo y mi espíritu han entrado en el gran ciclo de la naturaleza, estoy en un estado de serenidad que nunca había conocido anteriormente.
La bruma flota a un metro del suelo y se abre delante de mis pasos. Con la mano, la agito retrocediendo, como si de humo se tratara. Corro un poco tras ella, pero no consigo darle alcance y tan sólo me roza. Delante de mí, el paisaje se difumina. Los colores se borran, la niebla asciende. La veo claramente que flota remolineando. Retrocedo y me vuelvo instintivamente para seguirla. Llegado a la pendiente, escapo de ella, cuando veo de repente a mis pies una profunda garganta. Enfrente se alza una cadena de majestuosas montañas, azul pálido, coronada de blancas nubes. La densa capa de nubes corre en todos los sentidos, pero en la garganta únicamente flotan algunas brumas que no tardan en disiparse. Ese curso blanco como la nieve es un torrente impetuoso que atraviesa el bosque en medio de la garganta. Sin lugar a dudas no es el pequeño valle que seguí para penetrar en la montaña hace algunos días. Había en él al menos una aldea y algunos campos de cultivo con un puente de cadenas suspendido sumamente ingenioso, enganchado a ambas vertientes. En este sombrío valle, no veo más que bosquecillos espesos y extrañas peñas escarpadas, ni el menor rastro humano. Su sola vista hace que le recorra a uno un estremecimiento por el espinazo.