El sol reaparece pronto e ilumina la cadena de montañas que tengo enfrente. El aire es tan puro, el bosque de árboles de resina por debajo de la capa de nubes ofrece en este instante un toque verde oscuro tan nítido, que me hace sentirme embelesado. Es como un canto apacible que subiera del fondo de los pulmones y se expandiera siguiendo las sombras y las luces, cambiando de tonalidad en un abrir y cerrar de ojos. Corro, salto, persiguiendo la sombra cambiante de las nubes, sacando una foto tras otra.
La niebla gris ha vuelto tras mi espalda, sin preocuparse de los fosos, de las anfractuosidades del terreno, de los troncos de los árboles tendidos. No hay manera humana de escapar de ella y me da alcance, sin prisas. Estoy sumergido en la niebla. El paisaje ha desaparecido delante de mí, todo es indistinto.
Únicamente quedan en mi cabeza las sensaciones que acabo de experimentar. Al quedarme perplejo, un rayo de sol penetra por encima de mí e ilumina el musgo que cubre el suelo. Entonces descubro bajo mis pies un extraño mundo vegetal también con sus cadenas de montañas, sus praderas y sus bosquecillos de un verde resplandeciente. Tan pronto como me pongo en cuclillas, la niebla vuelve y se expande por doquier, como salida de la mano de un prestidigitador, sin dejar más que una extensión grisácea indistinta.
Me levanto de nuevo. Espero, perdido. Llamo, sin respuesta. Llamo otra vez, pero tan sólo oigo mi propia voz triste y trémula que se apaga. Sigue sin haber respuesta. Al punto me atenaza el miedo. Éste asciende desde la planta de mis pies y mi sangre se hiela. Llamo de nuevo, siempre sin respuesta. A mi alrededor, nada más que la sombra negra de los abetos, todos idénticos. Echo a correr, grito, me precipito a "izquierda y derecha, pierdo la razón. He de calmarme, volver a mi punto de partida, no, primero tengo que tratar de orientarme, pero, por todas partes a mi alrededor, se alza la sombra de los abetos negros. Ni un solo punto de referencia. Ya lo he visto todo, pero es como si no hubiera visto nada. Las venas de mis sienes palpitan con fuerza. Comprendo que la naturaleza me ha jugado una mala pasada, a mí, el hombre insignificante sin creencias que no le teme a nada y se da grandes aires.
– ¡Eh! ¡Eh!
Grito. No le he preguntado su nombre al hombre que me acompaña. No puedo sino dar alaridos, de manera histérica, como una bestia salvaje. Mis propios gritos me ponen los pelos de punta. Creía que en la montaña siempre había el eco. Incluso el eco más triste y más solitario sería preferible a este silencio aterrador. Aquí, el sonido se pierde en la atmósfera saturada de humedad y en la densa niebla. Entonces me doy cuenta de que ni tan siquiera conseguiré hacer oír mi voz y caigo en el más completo descorazonamiento.
En el cielo grisáceo se destaca la silueta singular de un árbol; está inclinado, su tronco está dividido en dos partes de igual tamaño que crecen juntas, sin ramas ni hojas. Completamente despojado, debe de estar muerto; se asemeja a un arpón gigantesco y monstruoso que señalara el cielo. Me dirijo hacia él. En realidad, está situado en el límite del bosque. Por debajo debe de encontrarse la garganta sombría, oculta por la niebla: así pues, es una dirección de lleva derecho a la muerte. Pero no puedo ya abandonar este árbol, mi único punto de referencia. Me esfuerzo por hacer acopio en mi memoria de los paisajes que he visto a lo largo de todo el camino. Primero debo encontrar unas imágenes fijas, como este árbol, y no meras impresiones fugitivas. Todo está presente en mi espíritu y trato de poner orden en él, a fin de utilizar estos recuerdos como puntos de referencia para el regreso. Pero mi memoria se muestra incapaz de ello y, como si fueran unos naipes borrados, cuanto más trato de ordenar estas imágenes, más confuso se vuelve su orden. Agotado, termino por dejarme caer sobre el húmedo musgo.
Así, he perdido el contacto con mi guía y me he extraviado en un bosque primitivo en la zona del punto geodésico de navegación aérea 12M, a más de tres mil metros de altitud. En primer lugar, no llevo conmigo este mapa geodésico. En segundo lugar, no tengo ninguna brújula. En mi bolsillo, no encuentro más que un puñado de caramelos que me diera el botánico que me ha abandonado. Me había aconsejado, para ir a la montaña, llevarme una bolsa de caramelos, para salir del mal paso si me extraviaba. Con las yemas de los dedos, cuento los caramelos en mi bolsillo: siete en total. No puedo hacer otra cosa que sentarme y esperar a que mi guía venga a buscarme.
Todos los relatos sobre personas que murieron extraviadas en la montaña, que me han contado estos últimos días, retornan a mi mente y me aterrorizan. Me siento atrapado en una trampa. En ese instante, me asemejo a un pez apresado en las redes del miedo, traspasado por un gigantesco arpón: se debate sin poder cambiar su destino, salvo por puro milagro. Pero, en mi vida, ¿acaso no he esperado siempre un milagro?
11
Ella lo dice, lo ha dicho más tarde. Quiso morir realmente, la cosa era muy fácil. De pie en el elevado dique del río, ¡le bastaba con cerrar los ojos y arrojarse al vacío! Pero la idea de que podía caer sobre el reborde de piedra de la ribera la helaba de terror. No se atrevía a imaginar el espectáculo espantoso de su cerebro saltando fuera de su cráneo hendido. Sería algo demasiado repugnante. Si moría, debía ser sin perder la belleza, para inspirar compasión y simpatía en los demás.
Dice que habría tenido que remontar el río siguiendo la orilla. Una vez encontrada una zona arenosa, habría bajado a la ribera. Por supuesto, no debía verla nadie ni tampoco saberlo. Se habría adentrado en el agua negra en plena noche, sin quitarse siquiera los zapatos. No quería dejar huellas. Por tanto, habría avanzado, con los zapatos en los pies. Paso a paso, habría entrado, y, una vez que el agua le hubiera llegado a la cintura, incluso antes de llegarle a la altura del pecho e impedirle respirar, la corriente se habría vuelto impetuosa y de golpe la habría arrastrado y hecho rodar en medio del río. No habría conseguido volver a salir ya a flote, pero, a pesar suyo, se habría debatido. Este deseo instintivo de supervivencia no servía de nada. Todo lo más, habría movido débilmente pies y manos. Todo hubiera sucedido muy deprisa, todo hubiera terminado sin darle tiempo a sufrir. Sin poder gritar. No habría tenido ya la menor esperanza, pues aunque hubiese gritado, el agua la habría ahogado al instante. Nadie habría podido oírla ni tampoco habría habido ya manera de salvarla. Y esta vida superflua se habría borrado de la faz de la tierra sin dejar el menor rastro. Dado que no existe ningún medio de desembarazarse de este sufrimiento, es preferible liberarse merced a la muerte, atajando el mal de raíz, limpiamente. Convendría que también la muerte fuese pura. Estaría bien si pudiera morir en la pureza, pero si el cuerpo henchido de agua embarrancaba río abajo en una ensenada, se secaría al sol, comenzaría a corromperse y sería presa de una nube de moscas. Involuntariamente, la había embargado de nuevo una impresión de asco. Nada resulta más repugnante que la muerte. Y nada puede hacer uno para librarse de este asco, nada, pero nada.